¿Le dolería de una manera insoportable?
No. Si él hubiera aceptado, ella habría dejado de quererle.
La conversación continuaba a su alrededor, volviéndose acalorada al centrarse en alguna discrepancia teológica.
Pero si Cornwallis la hubiera aceptado, ¿se habría ido con él? La respuesta le rondó por un momento la cabeza, vacilante. Luego temió que durante ese instante, oyendo la sofocante pomposidad que le rodeaba en aquella mesa rígida y triste, habría sido sí… ¡sí! ¡Habría aprovechado la oportunidad de escapar!
Pero eso no iba a ocurrir. Lo sabía con seguridad; era más real que las luces de las arañas o el duro borde de la mesa bajo sus manos. Las voces iban y venían a su alrededor. Nadie se había dado cuenta de que llevaba un rato sin decir nada, ni siquiera un educado murmullo de asentimiento.
Huir con Cornwallis era una fantasía que nunca haría realidad, pero de pronto sentía que era de vital importancia averiguar si a él le hubiera gustado que lo hiciera, si hubiera sido posible, si de alguna manera hubiera sido correcto. Nada le importaba tanto en ese momento. Necesitaba volver a verle, solo para hablar, de cualquier cosa o de nada, pero tenía que saber que seguía importándole. Él no se lo diría; nunca lo había hecho. Tal vez jamás le oiría decir las palabras «Te quiero». Tendría que contentarse con los silencios incómodos, la expresión de su cara y sus repentinos colores.
¿Dónde podían verse sin suscitar comentarios? Tendría que ser en un lugar donde ambos acostumbraban ir para que pareciera un encuentro casual. Alguna exposición de pintura o escultura. No tenía ni idea de qué se exhibía en ese momento. No había tenido curiosidad por el tema hasta ese instante. En la National Gallery siempre había algo interesante. Escribiría a Cornwallis, le enviaría una nota informal en la que le invitaría a ver la exposición que hubiera en ese momento; no resultaría difícil averiguarlo. Sería lo primero que haría a la mañana siguiente. Le diría que le parecía interesante y que se preguntaba si a él también le apetecía ir. Si eran paisajes marinos, no haría falta una excusa; si se trataba de otra cosa, lo de menos era si él la creía o no, lo importante era que fuese. Era un acto impúdico, precisamente contra lo que había estado despotricando el archidiácono, pero ¿qué tenía que perder? ¿Qué le quedaba, de todos modos, aparte de aquel juego vacío, las palabras sin comunicación, la proximidad sin intimidad, pasión, risas o ternura?
La decisión ya estaba tomada. De pronto se le despertó el apetito, y la créme de caramelo que tenía delante le pareció un simple aperitivo. No debería haber pasado por alto los platos anteriores, pero ahora era demasiado tarde.
En la National Gallery había una exposición de cuadros de Hogarth centrada en sus retratos, y no en sus caricaturas ni en sus obras de comentario político. La crítica había calificado al artista en vida de lamentable colorista, hacía ciento y tantos años, pero su prestigio había aumentado considerablemente con los años. Isadora podía fácilmente sugerir que merecía la pena visitar la exposición para formarse su propio juicio, y corroborar o contradecir a la crítica. Escribió apresuradamente, sin darse tiempo para avergonzarse y perder el coraje.
Estimado capitán Cornwallis:
Esta mañana me he enterado de que la National Gallery ha organizado una exposición de los retratos de Hogarth que fueron objeto de muchas burlas mientras vivió, pero que hoy día han recibido una atención mucho más favorable. Es curioso lo mucho que puede cambiar la opinión sobre un talento. Me gustaría verlos con mis propios ojos y formarme mi propio juicio.
Conociendo su interés por el arte y su propio talento, he pensado que tal vez también le parezca que dichas obras pueden invitar a la reflexión.
Me hago cargo de que dispone de poco tiempo para tales actividades, pero he decidido informarle con la esperanza de que sus obligaciones le permitan tomarse media hora libre. Yo misma he decidido concederme ese tiempo tal vez a última hora de la tarde, cuando no me necesiten en casa. Se ha despertado mi curiosidad. ¿Es Hogarth tan malo como se dijo en un principio o tan bueno como ahora aseguran?
Espero no importunarle.
Cordialmente,
ISADORA UNDERHILL
Por mucho que repasara la misiva, siempre le parecería más torpe de lo que le habría gustado.
Debía echarla al buzón antes de volver a leerla y sentirse demasiado avergonzada para enviarla.
Se dirigió a paso ligero al buzón de la esquina y su decisión se volvió irreparable.
A las cuatro de la tarde se puso su vestido de verano más favorecedor, con un estampado de rosas y cascadas de encaje blanco sobre las dos mangas que le llegaban hasta el codo, y ladeándose el sombrero más de lo habitual, salió de casa.
Solo cuando el carruaje se adentró en Trafalgar Square cayó en la cuenta de lo ridículo que estaba siendo su comportamiento. Se inclinó para decir al cochero que había cambiado de opinión, pero guardó silencio. Si no iba y Cornwallis estaba allí esperándola, tomaría su ausencia como un rechazo deliberado. Habría dado un paso irrevocable sin proponérselo. No podría retroceder. Él no le daría la oportunidad de explicárselo. Sencillamente no volvería a exponerse a que le hicieran daño.
Se recostó en el asiento y esperó a que el coche se detuviera cerca de la amplia escalinata que conducía a las enormes columnas y a la imponente fachada de la galería. Se apeó y pagó, y se quedó unos momentos al sol rodeada de las palomas y los turistas, los vendedores de flores, los lejanos e impresionantes leones de piedra y el ruido del tráfico.
¡El aburrimiento de la noche anterior debía de haberle reblandecido el cerebro! Al escribir a Cornwallis se había colocado en una posición en la que solo era posible retroceder o seguir adelante. Ya no podría quedarse donde estaba, sola, sin comprometerse, soñando pero asustada. Era como si uno se quedase de pie junto a una mesa de juego mientras le tiraban los dados, a la espera de que dejaran de rodar y decidieran su destino.
¡Estaba exagerando! Solo había escrito a un amigo comentándole una interesante exposición que iba a ver.
Entonces ¿por qué le temblaban las piernas de ese modo al acercarse a la escalinata y cruzar las losas hasta la entrada?
– Buenas tardes -dijo al hombre de la puerta.
– Buenas tardes, señora -respondió él educadamente, llevándose una mano a la gorra.
– ¿Dónde está la exposición de Hogarth? -preguntó Isadora.
– A la izquierda, señora -respondió él, señalando con la cabeza un enorme letrero.
Ella se puso muy colorada y casi se le trabó la lengua al darle las gracias. ¡Debía de pensar que era ciega! ¿Cómo iba a ser capaz de apreciar unos cuadros alguien que no veía un letrero colgado a un metro del suelo?
Pasó por delante de él y entró en la primera sala. Había en ella al menos una docena de personas. Reconoció a simple vista a dos de ellas. ¿Debía saludarlas y llamar así la atención sobre su persona? ¿O no hacerlo y exponerse a que creyeran que las estaba desairando? Algo así sería motivo de comentarios que sin duda se repetirían.
Antes de que pudiera tomar una decisión, los años de práctica se adelantaron a ella y se dirigió a sus conocidas, e inmediatamente pensó que tal vez había perdido la oportunidad de mantener una conversación con Cornwallis que no fuera trivial. Difícilmente podría decir o escuchar algo de lo que quería si estaba acompañada.
Pero era demasiado tarde, pues ya las había saludado. Les preguntó por su salud, hizo un comentario sobre el tiempo y rezó para que se marcharan. No tenía el menor deseo de hablar con ellas de los cuadros. Al final mintió y dijo que iba a la siguiente sala a ver a una señora mayor con quien le urgía hablar.