Allí también había otra docena de personas, pero no estaba Cornwallis. Al reparar en ello se le cayó el alma a los pies. ¿Por qué había supuesto que iba a acudir, como si estuviera a su plena disposición y no tuviera nada más que hacer que ir a galerías de arte obedeciendo a un capricho? Isadora no tenía la menor duda de que él se sentía atraído hacia ella, pero atracción no significaba amor, ¡no el profundo y perdurable sentimiento que ella sentía!
Las mujeres de la sala anterior entraron y no pudo escapar. Siguió otra media hora de conversación desesperada. ¿Qué más daba? La sola idea de lo que había hecho resultaba ridícula. Lo que más deseaba en el mundo era no haberle escrito nunca esa nota. ¡Ojalá el correo se la hubiera tragado y se hubiera perdido para siempre!
Entonces le vio. ¡Había venido! Reconocería su porte y su postura habitual en cualquier parte. En cualquier instante se daría la vuelta y la vería, y ella tendría que seguir adelante. Entre el momento presente y ese instante debía controlar los latidos de su corazón, rogar al cielo que su cara no le traicionara, y pensar en qué decir para incitarle a hablar sin mostrarse demasiado directa o excesivamente impaciente. Eso haría que pareciera poco segura de sí misma y le ahuyentaría.
Cornwallis se volvió, como si notara que ella le estaba mirando. Vio cómo al hombre se le iluminaba la cara de placer y a continuación advirtió su esfuerzo por disimularlo. Para su tranquilidad, ella se olvidó de sí misma y se acercó.
– Buenas tardes, capitán Cornwallis. Me alegro de que haya podido tomarse un respiro para ver esto con sus propios ojos. -Hizo un delicado ademán señalando uno de los cuadros más grandes, el de las seis cabezas, todas mirando fuera del lienzo por encima del hombro izquierdo del espectador. Se titulaba Siervos de Hogarth-. Creo que se equivocaron -añadió con firmeza-. Son personas de verdad y están excelentemente dibujadas. Mire la ansiedad del pobre hombre del centro, y la serenidad de la mujer situada a su izquierda.
– El de arriba apenas parece un muchacho -observó él, pero tras mirar el cuadro durante unos instantes, escudriñó el rostro de ella-. Me alegro de que hayamos tenido la oportunidad de vernos -añadió. Luego vaciló, como si se hubiera tomado demasiadas confianzas-. Ha pasado… mucho tiempo… o al menos eso me parece. ¿Cómo está?
Ella no podía responderle con la verdad, y sin embargo deseaba decir: «Tan sola que me evado con fantasías. He descubierto que mi marido no solo me aburre, sino que en realidad me desagrada». No obstante, respondió lo que siempre decía en esos casos:
– Muy bien, gracias. ¿Y usted? -Apartó la mirada del cuadro y le miró.
Cornwallis se sonrojó ligeramente.
– Oh, muy bien -respondió, y a continuación también se volvió. Dio un par de pasos hacia la derecha y se detuvo delante del siguiente cuadro. Se trataba de otro retrato, pero esta vez de una persona sola.
– Debió de ser una moda -dijo pensativo-. Un crítico se hacía eco de lo que otros habían dicho. ¿Cómo podría tachar esto de pobre una persona de mentalidad abierta? Esa cara está llena de vida. Es sumamente original. ¿Qué más se le puede pedir a un retrato?
– No lo sé -admitió ella-. Tal vez querían que les dijera algo en lo que ya creían. A veces la gente solo desea oír una respuesta que confirme la postura que quieren mantener. -Mientras lo decía pensó en el obispo y las veladas interminables en que había escuchado a hombres denunciar ideas sin haberlas analizado previamente. Tal vez las ideas eran malas, pero podían no serlo. Sin examinarlas jamás lo sabrían-. Es mucho más fácil acusar a alguien -añadió.
Él le lanzó rápidamente una mirada interrogativa, pero no le preguntó nada. ¡Por supuesto que no lo hizo! Eso habría sido impertinente, además de poco decoroso.
Ella no debía permitir que decayera la conversación. Había acudido allí para verle, para averiguar si sus sentimientos seguían siendo los mismos. ¡Seguramente no había nada que hacer! Pero seguía necesitando saber si él lo deseaba tanto como ella.
– Hay tantas cosas en un rostro, ¿no le parece? -comentó mientras se acercaban a otro retrato-. Cosas que no se pueden expresar y sin embargo están allí si uno las busca.
– Ya lo creo. -El miró al suelo un momento, y luego volvió a alzar la vista al retrato-. Cuando uno ha experimentado algo, lo reconoce en los demás. Yo… recuerdo a un contramaestre que tuve. Phillips, se llamaba. No podía aguantarle. -Vaciló, pero no la miró-. Una mañana muy temprano estábamos a poca distancia de las Azores con un tiempo terrible. Los vientos soplaban del oeste y las olas tenían seis u ocho metros de altura. Cualquier hombre en sus cabales se habría asustado, pero también había cierta belleza en ello. Los senos de las olas se mantenían oscuros, pero la luz de primera hora de la mañana se reflejaba en la espuma de las crestas. Pude ver en su rostro que apreciaba la belleza de aquel espectáculo un instante antes de que me diera la espalda. No recuerdo ni siquiera qué fue a hacer. -Tenía la mirada extraviada, perdida en un momento mágico y revelador del pasado.
Ella sonrió con complicidad; podía ver la escena en su imaginación. Le gustaba visualizarlo en la cubierta de un barco. Le parecía que era donde le correspondía estar, que allí estaba en su elemento, y no sentado ante un escritorio de la comisaría. Y sin embargo, ella nunca le habría conocido si hubiera seguido allí. Y si él volviera al mar, no habría día en que ella no vigilase los elementos, y cada vez que el viento soplara, temería por él; cada vez que oyera que un barco estaba en apuros, se preguntaría si era el suyo.
Cornwallis volvió sus ojos a ella, y la sorprendió mirándolo con afecto.
– Lo siento -se apresuró a disculparse, sonrojándose y volviéndole la espalda, con el cuello rígido-. Soñaba despierto.
– Yo lo hago muy a menudo -susurró ella.
– ¿De veras? -Él se volvió de nuevo hacia Isadora, sorprendido-. ¿Y adónde va? Quiero decir… ¿adónde le gustaría ir?
«A cualquier parte si es con usted», habría sido la respuesta más sincera.
– A algún lugar en el que nunca haya estado -respondió ella-. Tal vez al Mediterráneo. ¿Qué me dice de Alejandría? ¿O de algún lugar de Grecia?
– Creo que le gustaría -susurró él-. La luz no se parece a la de ningún otro lugar, te deslumbra, y el cielo es muy azul. Y, por supuesto, están las Indias… El oeste, quiero decir. Mientras no vaya demasiado al sur, el peligro de las fiebres no es excesivo. Jamaica, o las Bahamas.
– ¿Le gustaría seguir estando en el mar? -Ella temió la respuesta. Tal vez era allí donde estaba realmente su corazón.
El la miró, bajando imprudentemente la guardia por un instante.
– No. -Era solo una palabra, pero la vehemencia de su voz la colmó de todas aquellas cosas que ella esperaba oír.
Isadora sintió que se sonrojaba al tiempo que el alivio la dejaba algo aturdida. Él no había cambiado. No había dicho nada, solo había respondido a una pregunta sencilla sobre sus viajes con una palabra, pero el significado de aquella palabra era como una enorme ola que la levantaba en el aire y le hacía flotar. Ella le devolvió la sonrisa permitiéndose ocultar por un instante sus pensamientos, y a continuación se volvió de nuevo hacia el retrato. Dijo algo sin sentido, un comentario sobre el color o la textura de la pintura. Ya no prestaba atención a lo que decía, y sabía que él tampoco lo hacía.
Pospuso al máximo la vuelta a casa. Sería el final de un sueño, el regreso a la realidad cotidiana de la que había escapado, y a la inevitable culpabilidad, pues su corazón no estaba donde debía estar aun cuando lo estuviera su cuerpo.
Eran aproximadamente las siete cuando cruzó finalmente la puerta principal y, tan pronto como estuvo dentro, se sintió aprisionada en la grisura del entorno. Era ridículo. Aquella casa era realmente acogedora, llena de colores suaves y mobiliario de lo más confortable. La verdadera falta de luz estaba dentro de ella misma. Cruzó el vestíbulo y llegó al pie de las escaleras en el preciso momento en que la puerta del gabinete del obispo se abría y este salía con el cabello ligeramente despeinado como si se hubiera pasado la mano por encima. Estaba pálido y ojeroso.