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– ¿Dónde has estado? -preguntó con tono quejumbroso-. ¿Sabes qué hora es?

– Las siete menos cinco -respondió ella, echando un vistazo al reloj alargado de la pared del fondo.

– ¡Era una pregunta retórica, Isadora! -replicó él-. Sé leer la esfera tan bien como tú. Haz el favor de responder.

– He ido a ver la exposición de Hogarth en la National Gallery -respondió ella sin rodeos.

El arqueó las cejas.

– ¿Hasta ahora?

– Me he encontrado con unos conocidos y nos hemos puesto a hablar -explicó ella. Era literalmente cierto, aunque la realidad no se correspondía con lo que sugerían aquellas palabras. Le molestaba tener que justificarse ante él. Se volvió con la intención de subir las escaleras, quitarse el sombrero y cambiarse para cenar.

– ¡Me parece de lo más inadecuado! -exclamó él con aspereza-. Pintaba a la clase de personas en las que no deberías interesarte. \Las aventuras de un libertino, ya lo creo! A veces pienso que has perdido todo el sentido de la responsabilidad, Isadora. Ya va siendo hora de que te tomes mucho más en serio tu posición.

– ¡Era una exposición de sus retratos! -exclamó ella bruscamente volviéndose hacia él-. No había nada inapropiado en ellos. Había varios de criados con caras simpáticas vestidos hasta las orejas. ¡Hasta llevaban sombrero!

– ¡No tienes por qué ser tan displicente! -exclamó él en tono crítico-. ¡Y llevar sombrero no hace a nadie virtuoso! ¡Como deberías saber!

Isadora se quedó perpleja.

– ¿Por qué demonios debería saberlo?

– Porque eres tan consciente como yo de la laxitud moral y la lengua malévola de muchas de las mujeres que van a la iglesia cada domingo -replicó él-. ¡Con sombrero!

– Esta conversación es absurda -dijo ella exasperada-. ¿Qué te pasa? ¿No te encuentras bien? -No hablaba en sentido literal. La actitud de su marido rayaba en la hipocondría, y ella ya no tenía paciencia para ello. Luego se dio cuenta del singular cambio que se había operado en él. Su cara había perdido el poco color que tenía.

– ¿Parezco enfermo? -preguntó.

– La verdad es que sí -respondió ella con franqueza-. ¿Qué has almorzado?

El abrió mucho los ojos, como si se le hubiera ocurrido una idea repentina, brillante e inspiradora. Luego la cólera se apoderó de él, y las mejillas recuperaron su color.

– Lenguado a la parrilla -replicó-. Prefiero cenar solo esta noche. Tengo que preparar un sermón. -Y sin decir nada más ni levantar siquiera la vista hacia ella, giró sobre sus talones y regresó a su gabinete, cerrando la puerta con brusquedad.

Sin embargo, a la hora de cenar cambió de opinión. Isadora no tenía mucho apetito, pero la cocinera había preparado comida y le pareció grosero no probarla, de modo que estaba sentada sola a la mesa cuando apareció el obispo. Se preguntó si debía comentarle si se sentía mejor, pero decidió no hacerlo. Podría tomarlo como un sarcasmo o una crítica, o peor aún, podría explicarle cómo se encontraba exactamente, con mucho más detalle del que olla deseaba.

Comieron en silencio sus respectivos platos de sopa. Cuando la criada trajo el salmón con verduras, el obispo habló por fin.

– Las cosas pintan mal. No espero que entiendas de política, pero hay nuevas fuerzas que están obteniendo poder e influencia sobre ciertos sectores de la sociedad, los que se entusiasman más fácilmente con las ideas nuevas sencillamente porque son nuevas… -Se interrumpió, tras haber perdido aparentemente el hilo de sus pensamientos.

Ella se mantuvo a la espera, en una muestra de educación más que de verdadero interés.

– Temo por el futuro -continuó él en voz queda, bajando la vista hacia su plato.

Ella estaba acostumbrada a sus comentarios pomposos, de modo que se sorprendió al darse cuenta de que realmente lo creía. Percibía miedo en su voz, no la piadosa preocupación por la humanidad, sino verdadera y profunda inquietud: la que hace que uno se despierte por la noche con el cuerpo empapado en sudor y el corazón palpitando en el pecho. ¿Qué podía saber que le había arrancado de su habitual complacencia? La convicción de tener la razón era para él un estilo de vida, un escudo contra todas las dudas que asaltaban a la mayoría de la gente.

¿Podía ser algo importante? Lo cierto era que ella no quería saberlo. Probablemente se trataba de una triste ofensa o una discusión dentro de la jerarquía eclesiástica o, lo que era aún más trágico, tal vez alguien a quien él apreciaba había caído en desgracia. Debería habérselo preguntado, pero esa noche no tenía paciencia para escuchar una nueva variación de los viejos temas que había oído una y otra vez, durante toda su vida de casada.

– Solo puedes hacer lo que esté en tu mano -dijo con calma-. Seguro que si abordas el problema día a día no será tan duro. -Cogió el tenedor y se puso de nuevo a comer.

Permanecieron un rato en silencio. Luego ella levantó la vista hacia él y vio pánico en sus ojos. La miraba fijamente, como si viera más allá de ella algo insoportable. La mano con que sostenía el tenedor de pescado le temblaba y tenía gotas de sudor sobre el labio superior.

– ¿Qué ha pasado, Reginald? -preguntó ella alarmada. No podía evitar preocuparse por él y eso la irritó. No quería tener nada que ver con sus sentimientos, pero no podía eludir el hecho de que su marido estaba profunda y mortalmente asustado por algo-. ¿Reginald?

El obispo tragó saliva.

– Tienes toda la razón -dijo él, pasándose la lengua por sus labios secos-. Día a día. -Bajó la vista hacia su plato-. No es nada. No debería haberte molestado mientras cenas. Por supuesto que no es nada. Me estoy anticipando… -Tomó una bocanada de aire-. Confiemos en lo divino… divino… -Apartó la silla de la mesa y se levantó-. He comido suficiente. Por favor, discúlpame.

Ella se levantó a medias.

– Reginald…

– ¡No te molestes! -replicó él, alejándose.

– Pero…

Él la miró furioso.

– ¡No discutas! Me voy a leer. Necesito estudiar. Necesito saber… más.

Y cerró la puerta con un golpe, dejándola sola en el comedor, confundida y tan furiosa como él, pero con una creciente sensación de inquietud.

* * * * *

La casa de campo situada en los límites de Dartmoor era preciosa, exactamente lo que Charlotte había esperado, pero sin Pitt aquel lugar carecía de alma y de razón de ser. El caso de Whitechapel había sido muy duro para ella. Se había acalorado más que Pitt ante la injusticia que se había cometido. Era consciente de que resultaba inútil luchar, pero eso no aliviaba su cólera. En Buckingham Palace había dado la impresión de que todo iba a arreglarse, aunque a un terrible precio para la tía abuela Vespasia. Habían arrebatado a Voisey la oportunidad de ser presidente de una república en Gran Bretaña, y Pitt volvía a estar al mando de Bow Street.

Pero, inexplicablemente, todo se había desvanecido de nuevo. El Círculo Interior no se había desintegrado, como habían esperado. A pesar de la reina, había tenido poder para volver a destituir a Pitt y enviarlo de nuevo a la Brigada Especial, donde era un novato sin experiencia en las técnicas que se requerían, y respondía ante Víctor Narraway, quien no sentía lealtad hacia él ni parecía tener sentido del honor para cumplir su promesa de concederle unas vacaciones más que merecidas.

Sin embargo, una vez más, no estaban en posición de luchar, ni siquiera de quejarse. Pitt necesitaba un empleo en la Brigada Especial. Estaba casi tan bien pagado como el de Bow Street, y no contaban con más recursos que el sueldo de Pitt. Por primera vez en su vida Charlotte era consciente no solo de que debía ser cuidadosa con el dinero, sino del verdadero peligro de dejar de tener dinero con que ser cuidadosa.