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De modo que guardó silencio, y fingió ante los niños y Grade que estar allí, en el campo bañado por el sol y azotado por el viento, era lo que quería, y que el hecho de que estuvieran solos era únicamente algo temporal. Se encontraban allí por la emoción y la aventura que entrañaba la experiencia, y no porque Pitt creyera que estaban más seguros lejos de Londres, donde Voisey no pudiera encontrarlos.

– ¡Nunca he visto tanto espacio abierto en toda mi vida! -exclamó Gracie asombrada, mientras subían una larga y empinada cuesta hasta lo alto del camino de tierra y se quedaban contemplando la amplia vista de los páramos, que se extendían a lo lejos en brumosos verdes y marrones rojizos salpicados aquí y allá de dorados y sombreados por las nubes hasta la gente que se hallaba en la distancia-. ¿Somos las únicas personas que hay aquí? -preguntó asombrada-. ¿No vive nadie más?

– Hay granjeros -respondió Charlotte, contemplando la oscura elevación del páramo en dirección hacia el norte, y las laderas más suaves y fértiles de las colinas y valles hacia el sur-. Y casi todos los pueblos están protegidos por las laderas. Mira… ¿Ves humo allá arriba? -Señaló un penacho de humo gris tan débil que obligaba al observador a forzar la vista para verlo.

– ¡Eh! -gritó Gracie de pronto-. ¡Cuidado, señorito Edward!

Edward le sonrió y cruzó la hierba dando brincos seguido por Daniel. Se tumbaron entre los verdes helechos y rodaron juntos en una maraña de brazos y piernas, en medio del sonido de las risas felices.

– ¡Niños! -dijo Jemima disgustada. De pronto cambió de opinión y corrió tras ellos dando brincos.

Charlotte no pudo evitar sonreír. Aun sin Pitt podía ser muy agradable estar allí. La casa estaba a un kilómetro escaso del centro del pueblo; un paseo agradable. La gente parecía amable y servicial. Lejos de la ciudad, las carreteras eran estrechas y serpenteantes, y las vistas desde las ventanas del piso de arriba parecían prolongarse indefinidamente. Por la noche reinaba un silencio desconocido, y una vez apagadas las velas la oscuridad era total.

Pero estaban a salvo, y aunque eso no fuera lo más importante para ella, lo era para Pitt. Él había advertido la posibilidad de peligro, y llevarse allí a los niños era la única forma que tenía ella de ayudar.

Oyó un ruido a sus espaldas y, al volverse, vio un carro tirado por un poni en el sinuoso sendero que había justo debajo de ellos. Lo conducía un hombre con la cara curtida por el viento y los ojos entornados para protegerse del resplandor del sol, como si buscara algo. Los vio y, deteniéndose a su misma altura, la miró con más detenimiento.

– Buenas tardes -dijo con un tono bastante agradable-. Usted debe de ser la señora que ha alquilado la casa de los Garth. -El hombre asintió, pero era una afirmación que parecía pedir una respuesta.

– Sí -contestó Charlotte.

– Lo que yo decía -declaró él con satisfacción, volviendo a coger las riendas y apremiando al poni a que siguiera adelante.

Charlotte miró a Gracie, quien dio un paso hacia el hombre y luego se detuvo.

– A lo mejor solo sentía curiosidad, ya sabe -murmuró-. No deben de pasar muchas cosas aquí.

– Sí, claro -coincidió Charlotte-. De todos modos, no pierdas de vista a los niños. Cerraremos las puertas con llave por la noche. Estaremos más seguros, incluso aquí.

– Sí… por supuesto -dijo Gracie con firmeza-. No queremos que entren animales salvajes… zorros o lo que haya por aquí. -Se quedó mirando a lo lejos-. ¡Qué bonito! ¿Cree que debería escribir un diario? Puede que no vuelva a ver nada parecido.

– Es una idea excelente -dijo Charlotte al instante-. Lo haremos todos. ¡Niños! ¿Dónde estáis? -Se sintió absurdamente aliviada cuando les oyó responder, y los tres se acercaron persiguiéndose de nuevo por la hierba. Debía hacer lo imposible por evitar que su felicidad se truncase con temores infundados.

Capítulo 5

Al día siguiente del asesinato de Maude Lamont, los periódicos concedieron a la noticia la suficiente importancia para que apareciera en las primeras páginas, junto con las crónicas sobre las elecciones y los sucesos internacionales. Sin duda todo apuntaba a que había sido un crimen antes que un accidente o una muerte por causas naturales. Así lo confirmaba la presencia de la policía, pero no habían hecho ninguna declaración, aparte de reconocer que los había llamado el ama de llaves, la señorita Lena Forrest. Ella se había negado a hablar con la prensa, y el inspector Tellman solo había dicho que estaban investigando el caso.

De pie junto a la mesa de la cocina, Pitt se sirvió una segunda taza de té y se ofreció a hacer lo mismo por Tellman, quien se movía con impaciencia cambiando el peso del cuerpo de un pie a otro y declinó el ofrecimiento.

– Hemos visto a media docena de clientes -dijo, ceñudo-. Todos tienen una fe ciega en ella. Dicen que era la médium con más talento que jamás han conocido, aunque no tengo ni idea de lo que eso significa. -Soltó aquello casi como un desafío, como si quisiera que Pitt se lo explicara. Se sentía profundamente desdichado con todo el asunto, y sin embargo, fuera lo que fuera lo que le habían dicho desde la última vez que había visto a Pitt, había alterado su anterior desdén.

– ¿Qué les decía y cómo? -preguntó Pitt.

Tellman le miró furioso.

– Dicen que le salían espíritus de la boca -afirmó, esperando la burla que con toda seguridad seguiría a aquellas palabras-. Temblorosos y algo así como… borrosos, pero están seguros de que era la cabeza y la cara de alguien que conocían.

– ¿Y dónde estaba Maude Lamont mientras eso ocurría? -preguntó Pitt.

– Sentada en su silla en la cabecera de la mesa, o en una especie de armario que habían construido, para que no se le escaparan las manos. Fue ella misma quien lo sugirió, para que creyeran.

– ¿Cuánto les cobraba por ello? -Bebió un sorbo de té.

– Uno dijo que dos guineas, otro que seis -respondió Tellman, mordiéndose el labio-. La cuestión es que si ella decía que solo era un entretenimiento y ellos no presentaron cargos contra ella, no había nada que nosotros pudiéramos hacer. No puedes arrestar a un prestidigitador, y ellos le pagaban voluntariamente. Supongo que es un cierto consuelo… ¿no?

– Seguramente se encuentra en la misma categoría que los específicos -dijo Pitt, pensando en alto-. Si crees que van a curar una enfermedad nerviosa o te van a hacer dormir mejor, tal vez lo hagan. ¿Y quién puede decirte que no tienes derecho a probarlo?

– ¡Son sandeces! -respondió Tellman con vehemencia-. Se gana la vida gracias a gente ignorante. Les dice lo que quieren oír. ¡Cualquiera podría hacerlo!

– ¿Seguro? -preguntó Pitt en voz baja-. Envía otra vez a tus hombres para interrogarles más concienzudamente. Necesitamos saber si obtenía realmente información que no era de dominio público y cuya fuente desconocemos.

Tellman abrió mucho los ojos con incredulidad, y una sombra de auténtica inquietud le cruzó la cara.

– Si tenía un informante, quiero saberlo -replicó Pitt-. Y hablo de uno de carne y hueso.

La cara de alivio de Tellman resultaba cómica; a continuación se puso muy colorado.

Pitt sonrió. Era la primera vez que algo le hacía gracia desde que Cornwallis le había dicho que debía volver a la Brigada Especial.

– Supongo que ya has averiguado si se vio a alguien por la calle cerca de Cosmo Place esa noche, o cualquier otra, que pudiera ser nuestro cliente anónimo.