– ¡Por supuesto que sí! Tengo sargentos y agentes que se ocupan de ello -replicó Tellman secamente-. ¡No puedes haberlo olvidado tan pronto! Iré contigo a ver a ese general de división, el tal Kingsley. Estoy seguro de que sabrás juzgarle de forma muy perspicaz, pero quiero formarme mi propia opinión. -Apretó la mandíbula.
»Y es uno de los dos únicos testigos que tenemos que estuvieron allí en la… sesión de espiritismo. -Confirió a la palabra toda la cólera y frustración que sentía al enfrentarse con personas que ejercían su derecho a hacer el ridículo e involucrarle a él en los resultados. No quería compadecerlas y menos aún entenderlas, y en su cara se reflejaba la lucha por mantener la ecuanimidad que ya había perdido.
Pitt escudriñó su rostro en busca de miedo o satisfacción, y no vio ni la menor sombra. Dejó la taza vacía.
– ¿Qué pasa? -preguntó Tellman con brusquedad.
Pitt sonrió, y no lo hizo con aire divertido sino con un afecto que le sorprendió.
– Nada -respondió-. Iremos a hablar con Kingsley, y le preguntaremos por qué iba a ver a la señorita Lamont y qué podía hacer por él, sobre todo la noche que murió. -Se volvió y echó a andar por el pasillo hasta la entrada, donde dejó pasar a Tellman y cerró la puerta con llave detrás de él.
– Buenos días, señor -dijo el cartero alegremente-. Hoy también hace un día estupendo.
– Sí -coincidió Pitt, sin reconocer al hombre-. Buenos días. ¿Es nuevo en esta calle?
– Sí, señor. Solo llevo dos semanas -respondió el cartero-. Estoy empezando a conocer a la gente, ¿sabe? Conocí a su esposa hace unos días. Una mujer encantadora. -Abrió mucho los ojos-. Pero no la he visto desde entonces. ¿No estará enferma? Cuesta quitarse de encima un resfriado en esta época del año, y eso que hace un calor…
– No, gracias -respondió él rápidamente-. Se encuentra perfectamente. Está fuera. Que tenga un buen día.
– Lo mismo digo, señor. -Y el cartero siguió su camino silbando entre dientes.
– Tomaremos un coche de punto -propuso Tellman, mirando a ambos lados de Keppel Street sin ver ninguno libre.
– ¿Por qué no vamos caminando? -preguntó Pitt, olvidándose del cartero y encaminándose con paso enérgico al este, en dirección a Russell Square-. Está a menos de un par de kilómetros. Harrison Street, justo al lado del hospital Foundling.
Tellman gruñó y dio un par de zancadas para alcanzarle. Pitt sonrió para sus adentros. Sabía que Tellman se estaba preguntando cómo había averiguado dónde vivía Kingsley sin la ayuda de la comisaría, pues le constaba que no la había pedido. Debía de estar preguntándose si la Brigada Especial tenía interés en Kingsley.
Caminaron en silencio alrededor de Russell Square, a través del tráfico de Woburn Place y a lo largo de Bernard Street hacia Brunswick Square y el enorme y anticuado edificio del hospital. Giraron hacia la derecha, evitando instintivamente el cementerio infantil. Como siempre, Pitt sintió tristeza, y miró de reojo a Tellman, que también había bajado la mirada y había torcido el gesto. De pronto se dio cuenta de que, pese a los años que llevaban trabajando juntos, sabía muy poco de su pasado, aparte de la indignación ante la pobreza que mostraba con tanta frecuencia, que Pitt casi había llegado a darla por hecho, sin preguntarse siquiera por el sufrimiento que se ocultaba bajo aquella actitud. ¡Gracie seguramente conocía mejor que Pitt al hombre que había detrás de aquella rígida apariencia! Pero Gracie se había criado en los mismos callejones estrechos y había vivido la lucha por la supervivencia. No hacía falta que le dijeran nada. Tal vez veía el mundo de otro modo, pero sabía de qué iban las cosas.
Pitt había crecido siendo el hijo del guardabosques de la hacienda de sir Arthur Desmond. Sus padres habían sido criados, y a su padre lo habían acusado y declarado culpable de cazar furtivamente y lo habían despedido, injustamente en opinión de Pitt. La firmeza de esa convicción nunca había cambiado. Pero él tan solo había llegado a pasar hambre un día en su vida, y únicamente se había visto expuesto a los ataques de los chicos de su edad. Lo máximo que había sufrido eran unos pocos cardenales y algún que otro puntapié bien merecido en el trasero por parte del jefe de los jardineros.
Pasaron de largo el cementerio infantil en silencio. Tenían demasiadas cosas que decirse y al mismo tiempo ninguna en absoluto.
– Tiene teléfono -dijo Pitt por fin al internarse en Harrison Street.
– ¿Cómo dices? -Tellman había estado absorto en sus propios pensamientos.
– Kingsley tiene teléfono -repitió.
– ¿Le has llamado? -Tellman estaba sorprendido.
– No, pero lo he comprobado -explicó Pitt.
Tellman se sonrojó. No se le había ocurrido que un particular pudiera tener teléfono, aunque sabía que Pitt tenía uno. Tal vez algún día podría permitirse comprar uno, o incluso se vería obligado a hacerlo, pero por el momento no. El ascenso todavía era reciente, y le resultaba tan incómodo como el cuello de una camisa nueva. No encajaba en el puesto -y menos teniendo en cuenta que Pitt le pisaba los talones cada día y le había arrebatado su primer caso-, y excoriaba su piel sensible.
Siguieron andando uno al lado del otro hasta que llegaron a la casa de Kingsley y les dejaron entrar. Les condujeron por un vestíbulo bastante oscuro revestido de paneles de roble, en tres de cuyas paredes colgaban cuadros de batallas. No tuvieron tiempo para leer las placas de latón que había debajo para saber cuáles eran. A simple vista, la mayoría hacían pensar en la etapa napoleónica. Una parecía un entierro. Había en ella más emoción que en las demás, más interés en el juego de luz y sombras, y una sensación de tragedia en el contorno de los cuerpos apretujados. Tal vez era Moore después de la batalla de La Corana.
La sala también tenía un aspecto rígidamente masculino, con tonos verdes y marrones y mucho cuero, y unas estanterías llenas de pesados tomos. De la pared del fondo colgaba una colección de armas africanas, azagayas y lanzas. Estaban romas y llenas de arañazos. En la mesa de centro había un elegante y estilizado bronce de un húsar. El caballo estaba hermosamente forjado.
Cuando el mayordomo se hubo retirado, Tellman miró alrededor con interés, pero sin sentirse cómodo. Aquella habitación pertenecía a un hombre de una clase social y una disciplina que le eran totalmente ajenas, y representaba todo lo que le habían enseñado a despreciar. Cierta experiencia en concreto le había obligado a ver a un oficial del ejército retirado como alguien humano y vulnerable, hasta profundamente digno de admiración, pero seguía considerándolo una excepción. El hombre a quien pertenecía la habitación y cuya vida se reflejaba en los cuadros y el mobiliario era un excéntrico -por no decir otra cosa-, lo cual constituía casi un contrasentido. ¿Cómo alguien que había hecho las cosas más odiosamente prácticas, llevando a hombres a la guerra, había perdido de tal modo el sentido de la realidad para acabar consultando a una mujer que afirmaba hablar con fantasmas?
Se abrió la puerta y entró un hombre alto y bastante delgado. Su rostro tenía un aspecto ceniciento, como si estuviera enfermo. Llevaba el pelo muy corto y un bigote que era poco más que una sombra oscura sobre el labio superior. Se mantenía erguido, pero por la costumbre adquirida durante toda una vida, y no como muestra de su vitalidad interior.
– Buenos días, señores. Mi mayordomo me ha dicho que son de la policía. ¿Qué puedo hacer por ustedes? -No había sorpresa en su voz. Seguramente se había enterado por los periódicos de la muerte de Maude Lamont.
Pitt ya había decidido que no iba a mencionar su relación con la Brigada Especial. Si no decía nada, Kingsley asumiría que iba con Tellman.
– Buenos días, general Kingsley -respondió-. Soy el superintendente Pitt y este es mi compañero, el inspector Tellman. Lamento informarle que la señorita Maude Lamont murió hace dos noches. La encontraron ayer por la mañana en su casa. Debido a las circunstancias, nos vemos obligados a investigar el asunto con mucho detenimiento. Tengo entendido que usted asistió a su última sesión de espiritismo.