Tellman se puso rígido ante su franqueza.
Kingsley respiró hondo. Estaba visiblemente afectado. Invitó a Pitt y a Tellman a sentarse, y se dejó caer en una de las grandes butacas de cuero. No les ofreció nada, esperando que empezaran el interrogatorio.
– ¿Puede decirnos qué pasó desde el momento que llegó a Southampton Row, señor?
Kingsley se aclaró la garganta. Pareció que le costaba un gran esfuerzo. A Pitt le resultó extraño que un militar, que debía de estar acostumbrado a las muertes violentas, estuviera tan afectado por un asesinato. ¿No era la guerra un asesinato a gran escala? Sin duda, los hombres iban a la guerra con la intención expresa de matar al mayor número posible de enemigos. Su conmoción difícilmente podía deberse a que esta vez la persona muerta era una mujer. Las mujeres eran demasiado a menudo las víctimas de la violencia, los saqueos y la destrucción que comportaba la guerra.
– Llegué a las nueve y media pasadas -empezó a decir Kingsley-. Debíamos empezar a las diez menos cuarto…
– ¿Se había fijado la hora hacía tiempo? -le interrumpió Pitt.
– Se había establecido la semana anterior -respondió Kingsley-. Era mi cuarta visita.
– ¿Con las mismas personas? -preguntó Pitt rápidamente.
– No. Solo era la tercera visita con las mismas personas.
– ¿Quiénes eran?
Esta vez no vaciló.
– No lo sé.
– Pero ¿estaban juntos allí?
– Estábamos allí al mismo tiempo -le corrigió Kingsley-. No estábamos juntos, únicamente… aprovechábamos la fuerza de nuestras distintas personalidades. -No explicó lo que quería decir.
– ¿Puede describir a esas personas?
– Si sabe que yo estaba allí, mi nombre y dónde encontrarme, ¿cómo es que no sabe lo mismo de los demás?
Un atisbo de interés iluminó la cara de Tellman. Pitt lo pudo apreciar con el rabillo del ojo. Kingsley se comportaba por fin como el hombre de mando que se suponía que era. Pitt se preguntó qué suceso demoledor había motivado su conversión en espiritista. Era doloroso y desagradable entrometerse en las desgracias ajenas, pero el móvil de un asesinato a menudo se escondía tras los terribles sucesos del pasado, y para llegar al meollo de la cuestión tenía que conocer todas las circunstancias.
– Conozco el nombre de la mujer -afirmó Pitt en respuesta a su pregunta-. No el de la tercera persona, a quien la señorita Lamont se refería en su agenda con un pequeño diagrama, un cartucho.
Kingsley frunció ligeramente el ceño.
– No tengo ni idea de por qué lo hacía. No puedo ayudarle.
– ¿Puede describirme al hombre… o a la mujer?
– No con exactitud -respondió Kingsley-. No íbamos allí a alternar socialmente. Yo no pretendía ser más que un civil para los demás presentes. Era un hombre de estatura mediana, que yo recuerde. Llevaba abrigo a pesar de la estación en que estamos, de modo que no sé cuál era su constitución. Parecía tener el pelo claro antes que moreno, seguramente canoso. Se quedó en la penumbra del fondo de la habitación y las velas apenas daban luz. Supongo que lo reconocería si volviera a verlo, pero no estoy seguro.
– ¿Quién fue el primero en llegar? -terció Tellman.
– Yo -respondió Kingsley-. Y luego, la mujer.
– ¿Puede describir a la mujer? -le interrumpió Pitt, pensando en el pelo largo y rubio enrollado alrededor del botón de la manga de Maude Lamont.
– Pensaba que sabía usted quién era -replicó Kingsley.
– Tengo un nombre -explicó Pitt-. Me gustaría tener una idea de su aspecto.
Kingsley se resignó.
– Era alta, más alta que la mayoría de mujeres, y muy elegante, con el pelo rubio peinado en una especie de… -Se detuvo-. Tenía una cara original.
A Pitt se le hizo un nudo en la garganta que casi le ahogó.
– Gracias -murmuró-. Siga, por favor.
– El otro hombre fue el último en llegar -continuó Kingsley, obediente-. Que yo recuerde, había estado también en la otra sesión. Vino por la puerta del jardín y se marchó antes que nosotros.
– ¿Quién fue el último en marcharse? -preguntó Pitt.
– La mujer -dijo Kingsley-. Seguía allí cuando yo me fui. -Parecía descontento, como si la respuesta no le hubiera dejado satisfecho ni aliviado.
– ¿El otro hombre se fue por la puerta del jardín? -preguntó Tellman esperando una confirmación.
– Así es.
– ¿Le acompañó la señorita Lamont y cerró la puerta de Cosmo Place detrás de él?
– No, se quedó con nosotros.
– ¿Y la criada?
– Se marchó después de que nosotros llegáramos. Supongo que salió por la puerta de la cocina. Vi cómo cruzaba el jardín poco después de que anocheciera. Llevaba una lámpara y la dejó fuera de la puerta principal.
Pitt visualizó el sendero del jardín situado detrás de la casa de Southampton Row. Solo conducía a la puerta que había en el muro y a Cosmo Place.
– ¿Salió por la puerta lateral? -preguntó en voz alta.
– Sí -asintió Kingsley-. Probablemente por eso se llevó la lámpara. La dejó en el escalón delantero. Oí sus pasos por la gravilla y vi la luz.
Tellman concluyó lo que quería decir.
– De modo que la mujer mató a la señorita Lamont, o usted y el otro hombre volvieron a entrar por la puerta lateral y la mataron. O bien llegó alguien cuya identidad desconocemos para asistir a una reunión posterior de alguna clase, y la misma señorita Lamont le abrió la puerta principal. Pero eso es poco probable y, según la criada, la señorita Lamont solía estar cansada después de una sesión y se acostaba cuando se marchaban sus invitados. Y no anotó ningún otro nombre en su agenda. Nadie vio ni oyó a otra persona. ¿A qué hora se marchó usted, general Kingsley?
– A las doce menos cuarto.
– Era tarde para recibir a otro cliente -comentó Pitt.
Kingsley se llevó una mano a la frente como si le doliera la cabeza. Estaba cansado y molido.
– No tengo ni idea de lo que ocurrió cuando me marché -dijo con suavidad-. Ella parecía encontrarse perfectamente entonces, no estaba en un estado de ansiedad o inquietud, y desde luego no parecía asustada ni daba la impresión de que esperase a nadie. Estaba cansada, muy cansada. Invocar a los espíritus de los que se han ido siempre es una experiencia muy agotadora. Solía dejarla con las fuerzas justas para darnos las buenas noches y acompañarnos a la puerta. -Se detuvo, mirando con aire desgraciado el vacío que se extendía ante él.
Tellman miró a Pitt y desvió la mirada. La profunda emoción de Kingsley y el extraño tema de conversación le incomodaban. Resultaba evidente por la rigidez de su cuerpo y el modo en que movía las manos en el regazo.
– Por favor, ¿podría describirnos cómo fue la velada, general Kingsley? -le instó Pitt-. ¿Qué pasó después de que usted llegara y todos se reunieran? ¿Entablaron conversación?
– No. Nosotros… Cada uno tenía sus motivos para estar allí. Yo no tenía ninguna intención de compartir los míos con los demás, y creo que ellos se sentían igual. -Kingsley no le miró mientras lo decía, como si siguiera siendo un asunto privado-. Nos sentamos alrededor de la mesa y esperamos mientras la señorita Lamont se concentraba para… invocar a los espíritus. -Hablaba con poca convicción. Debía de ser consciente, al menos, de la incredulidad de Tellman, quien oscilaba entre la compasión y el desdén. Su perplejidad casi podía respirarse en el ambiente.
Pitt no estaba seguro de sus sentimientos… No sentía tanto desdén como inquietud, una especie de opresión. No habría sabido decir por qué, pero creía que no estaba bien tratar de comunicarse con los espíritus de los muertos, tanto si era posible como si no.