– ¿Dónde se sentaron? -preguntó.
– La señorita Lamont se colocó en la cabecera de la mesa, en la silla de respaldo alto -respondió el general de división-. La mujer, enfrente de ella. El hombre, a su izquierda, de espaldas a la ventana. Y yo, a su derecha. Nos cogimos de la mano, naturalmente.
Tellman se movió ligeramente en su asiento.
– ¿Es lo habitual? -preguntó Pitt.
– Sí, para impedir la sospecha de fraude. Algunos médiums hasta se sientan dentro de un armario para refrenarse doblemente, y creo que la señorita Lamont lo hizo en una ocasión, pero yo nunca le vi hacerlo.
– ¿Por qué no? -preguntó Tellman bruscamente.
– No era necesario -respondió Kingsley, lanzándole una mirada rápida y airada-. Todos creíamos en sus poderes. Le habríamos insultado con semejante… estupidez. Buscábamos conocimientos, una verdad superior, no sensaciones baratas.
– Entiendo -murmuró Pitt, sin mirar a Tellman-. ¿Qué pasó entonces?
– Por lo que yo recuerdo, la señorita Lamont se quedó en trance -respondió Kingsley-. Pareció que se elevaba en el aire unos centímetros por encima de la silla y al poco rato habló con una voz totalmente distinta. Y… -Bajó la vista al suelo-. Creo que era su espíritu guía quien nos hablaba a través de ella. -Hablaba tan bajo que Pitt tuvo que aguzar el oído-. Quería saber qué deseábamos averiguar. Era un joven ruso que había muerto bajo un frío terrible… muy al norte, cerca del Círculo Ártico.
Esta vez Tellman no se movió en absoluto.
– ¿Y qué respondieron ustedes? -preguntó Pitt. Quería saber qué había ido a buscar allí Rose Serracold, pero temía que si Kingsley respondía primero a esa cuestión, y veía o percibía la reacción de Tellman, ocultaría sus propios motivos. Y también podían ser relevantes. Después de todo, había escrito el virulento ataque contra Aubrey Serracold, aunque sin saber que era el marido de la mujer que había tenido sentada al lado en la mesa de Maude Lamont. ¿O lo había sabido?
Kingsley se quedó unos momentos en silencio.
– ¿General Kingsley? -insistió Pitt-. ¿Qué querían averiguar a través de la señorita Lamont?
Kingsley respondió con gran dificultad, sin dejar de mirar al suelo.
– Mi hijo, Robert, sirvió en África, en las guerras zulúes. Murió en combate allí. Yo… -Se le quebró la voz-. Quería estar seguro de que su muerte había… de que su espíritu descansaba en paz. Ha habido… distintas versiones. Necesitaba estar seguro. -No miró a Pitt, como si no quisiera ver lo que reflejaba su cara, ni revelarle la necesidad que le apremiaba.
Pitt sintió que debía decir algo.
– Entiendo -murmuró-. ¿Y obtuvo tal información? -Incluso mientras formulaba aquella pregunta era consciente de que Kingsley no lo había logrado. Su miedo era palpable en la habitación, y ahora también se explicaba su dolor. Con la muerte de Maude Lamont, había perdido el contacto con el único mundo que creía que podía darle una respuesta. ¿Era posible que lo hubiera destruido voluntariamente?
– No… aún -respondió Kingsley. Sus palabras sonaron tan ahogadas que por un instante Pitt no estuvo seguro de si las había oído. Era consciente de la presencia de Tellman a su lado y de su profunda incomodidad. Estaba acostumbrado al sufrimiento, pero aquel le confundía y le llenaba de inquietud. No estaba seguro de cómo reaccionar. Debería impacientarse y sentirse ridículo ante aquella situación; era todo lo que le había enseñado su experiencia vital. Al mirarle por un instante, lo único que Pitt vio en su rostro fue compasión.
– ¿Qué quería la mujer? -preguntó Pitt.
Kingsley dejó de lado sus propios pensamientos. Levantó la vista con una expresión perpleja.
– No estoy seguro. Estaba impaciente por ponerse en contacto con su madre, pero no estoy seguro de por qué. Debía de ser un asunto privado, porque todas sus preguntas eran demasiado indirectas para que yo las entendiera.
– ¿Y las respuestas? -Pitt se sorprendió al notarse tenso, temeroso de lo que Kingsley pudiera decir. ¿Por qué Rose Serracold se exponía al ridículo y al dispendio en un momento tan delicado? ¿No se daba cuenta de lo que eso significaba? ¿O su búsqueda era tan importante para ella que lo demás le parecía secundario? ¿De qué podía tratarse?
– ¿Su madre? -preguntó.
– Sí.
– ¿Y la señorita Lamont se puso en contacto con ella?
– Eso parece.
– ¿Qué le preguntó?
– Nada en particular. -Kingsley parecía confundido a medida que recordaba-. Solo información general sobre su familia, otros parientes que se habían… ido. Su abuela, su padre. Todos estaban bien.
– ¿Cuándo fue eso? -inquirió Pitt-. ¿La noche de la muerte de la señorita Lamont? ¿Antes? Si pudiese recordar exactamente lo que se dijo, sería de gran ayuda.
Kingsley frunció el entrecejo.
– Me cuesta mucho creer que hiciera daño a la señorita Lamont -dijo con impaciencia-. Parecía una mujer excéntrica y muy original, pero no vi en ella la menor señal de cólera, crueldad o malos sentimientos, más bien… -Se interrumpió.
Tellman se inclinó hacia delante.
– ¿Sí? -le incitó Pitt.
– Miedo -murmuró Kingsley, como si fuera un sentimiento que conocía bien-. Pero es inútil que me pregunte qué tenía esa mujer porque no tengo ni idea. Parecía que le preocupase que su padre no fuera feliz, que no hubiera recuperado la salud. Me pareció una pregunta extraña, como si creyera que la enfermedad te sigue más allá de la tumba. Pero tal vez cuando uno ha querido tanto a alguien, esas preocupaciones son comprensibles. El corazón atiende a razones que la razón no entiende. -Pero siguió eludiendo la mirada de los dos hombres, como si fuera un asunto íntimo.
– Y el otro hombre, ¿a quién buscaba? -preguntó Pitt.
– No recuerdo a nadie en particular. -Kingsley respondió ceñudo, como si solo entonces cayera en la cuenta de lo mucho que eso le había desconcertado.
– Pero, según usted, acudió al menos tres veces -insistió Pitt.
– Sí. Parecía tomárselo muy en serio -afirmó Kingsley, levantando la vista, como si ya no tuviera más sentimientos que ocultar. Aquel hombre no le había despertado ninguna emoción, ni le había inspirado la menor compasión-. Hizo varias preguntas muy reveladoras y no paró hasta que se las respondieron -explicó-. Una vez le pregunté a la señorita Lamont si creía que era un escéptico, que tenía dudas, pero ella parecía conocer los motivos del hombre y no le inquietaban. A mí me parece… -Vaciló.
– ¿Extraño? -apuntó Tellman.
– Iba a decir «reconfortante» -respondió Kingsley.
No se explicó, pero Pitt comprendió a lo que se refería. Maude Lamont debía de haber estado muy segura de su don, fuera cual fuese su naturaleza, para no haberse sentido amenazada por la presencia de un escéptico en sus sesiones. Pero, al parecer, no había sido consciente del odio que había acabado provocando su muerte.
– ¿Ese hombre no dio el nombre de las personas con quienes quería ponerse en contacto? -continuó Pitt.
– Dio varios -replicó Kingsley-. Pero ninguno con especial interés. Parecía como si los escogiera al azar.
– ¿Se interesó por algún tema? -Pitt no iba a rendirse tan fácilmente.
– Por ninguno, que yo sepa.
Pitt le miró con seriedad.
– No sabemos quién es, general Kingsley. Podría ser él quien asesinó a Maude Lamont. -Vio cómo Kingsley hacía una mueca y adoptaba de nuevo una mirada perdida-. ¿Qué dedujo de su voz, de su comportamiento, de lo que fuera? ¿De su indumentaria, de su porte? ¿Era un hombre culto? ¿Cuáles eran sus creencias u opiniones? ¿Cuáles diría que eran sus orígenes, sus ingresos, su posición social? Si tenía alguna ocupación, ¿cuál era? ¿Mencionó alguna vez a su familia, a su esposa o dónde vivía? ¿Venía de lejos para asistir a la sesión? ¿Sabe algo de él?
Una vez más, Kingsley dedicó tanto tiempo a reflexionar que Pitt temió que no respondiera. Luego empezó a hablar despacio.