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– Su acento indicaba que había recibido una educación excelente. Lo poco que dijo estaba más relacionado con las artes y las letras que con cualquier ciencia. Por lo que yo vi, o creo que vi, vestía ropa discreta y oscura. Parecía una persona nerviosa, pero lo atribuí a la situación. No recuerdo que expresara ninguna opinión en particular, pero me dio la impresión de que era más conservador que yo.

Pitt pensó en la carta de los periódicos.

– ¿No es usted conservador, general Kingsley?

– No, señor. -Esta vez miró a Pitt directamente a la cara, sosteniendo su mirada-. He servido en el ejército con toda clase de hombres, y me gustaría mucho que las tropas recibiesen un trato más justo que el que se les depara en estos momentos. Creo que cuando uno se ha enfrentado a todo tipo de contratiempos e incluso a la muerte al lado de un hombre, reconoce su valía mucho más claramente de lo que lo haría en determinadas circunstancias mundanas.

Viendo la franqueza de su rostro, resultaba imposible no creerle. Y, sin embargo, lo que decía estaba en total contradicción con lo que había escrito a cuatro periódicos distintos. Pitt estaba más convencido que nunca de que Kingsley estaba involucrado con Voisey en el tema de las elecciones, pero lo que no sabía era si lo hacía voluntariamente o a la fuerza. Tampoco sabía si, debidamente presionado, habría participado en el asesinato de Maude Lamont.

Se planteó la posibilidad de mencionarle las cartas aparecidas en los periódicos contra Serracold y decirle que la mujer de las sesiones espiritistas era la mujer de Serracold. Pero no se le ocurrió qué podía ganar con ello en ese momento, y una vez que lo dijera, ya no lograría alcanzar la posible ventaja de la sorpresa.

De modo que dio las gracias a Kingsley y se despidió seguido por Tellman, que se mostraba taciturno e insatisfecho.

– ¿Qué te ha parecido? -preguntó Tellman tan pronto como estuvieron en la acera al sol-. Qué puede llevar a un hombre como ese a acudir… a… -Sacudió la cabeza-. No sé cómo lo hacía ella, pero debía de tener algún truco. ¿Cómo no se daba cuenta toda esa gente con educación? Si los mandos de nuestro ejército creen en esa clase de… de cuento de hadas…

– La educación no impide que uno se sienta solo o sufra -respondió Pitt. Tellman seguía demostrando cierta inocencia, pese al crudo realismo de muchas de sus opiniones. Eso le irritaba, y sin embargo, contra toda lógica, le caía mejor por ello. No quería aprender-. Todos acabamos descubriendo la forma de aliviar esas heridas -continuó-. Hacemos lo que podemos.

– Si perdiera a alguien y probara esa clase de consuelo -dijo Tellman pensativo, bajando la vista-, y luego me enterara de que alguien me está engañando con trucos, no puedo decir que no perdiera la cabeza y tratara de ahogarlo. Si… si alguien creía que esa sustancia blanca formaba parte de un fantasma, o lo que se suponía que fuera, y se lo metió a la mujer en la boca, ¿es un asesinato o un accidente?

Pitt no pudo evitar sonreír.

– Si eso es lo que ocurrió, había tres personas allí, y al menos dos habrían llamado a un médico o a la policía. Si las tres estaban confabuladas, sería una conspiración, intencionada o no.

Tellman gruñó y lanzó de una patada una pequeña piedra a la alcantarilla.

– Supongo que ahora vamos a ver a la señora Serracold.

– Sí, si es que está. Si no, la esperaremos.

– ¿Supongo que también querrás encargarte del interrogatorio?

– No, pero lo haré. Su marido se presenta al Parlamento.

– ¿Van tras él los terroristas irlandeses? -En la voz de Tellman había una nota de sarcasmo, pero seguía siendo una pregunta.

– Que yo sepa, no -dijo Pitt secamente-. Lo dudo. Está a favor del autogobierno.

Tellman volvió a gruñir y murmuró algo.

Pitt no se molestó en preguntarle qué había dicho.

Tuvieron que esperar casi una hora a Rose Serracold. Les hicieron pasar a un salón rojo con una vasija de cristal rebosante de rosas en la mesa del centro. Pitt sonrió para sí al ver a Tellman hacer una mueca. La decoración era poco corriente, casi imponente a simple vista, con los elegantes cuadros de las paredes y una sencilla chimenea blanca. Pero al rato, la habitación se volvía cada vez más agradable. Miró los álbumes de recortes que había en una mesa baja. Estaban primorosamente confeccionados y los habían dejado allí para entretener a las visitas. El primero era de especímenes botánicos, y al lado de cada ejemplar, en letra pulcra y bastante excéntrica, figuraba una pequeña historia de la planta, su hábitat originario, cuándo se había introducido en Gran Bretaña y por quién, y qué significaba su nombre. Aficionado a la jardinería cuando disponía de tiempo, Pitt se quedó totalmente absorto. Su imaginación se vio espoleada por el extraordinario coraje de los hombres que habían escalado montañas en la India y Nepal, China y Tíbet, en busca de una flor que fuera más perfecta que las demás y habían vuelto con ella a Inglaterra.

Tellman se paseó por la habitación. Se quedó enfrascado en la contemplación de otro álbum de recortes, con acuarelas de distintas ciudades marítimas de Gran Bretaña; le pareció muy bonito, pero menos interesante. Tal vez si hubiera incluido la aldea de Dartmoor en la que residían Gracie y Charlotte, habría sido distinto. Pero Pitt no le había dicho el nombre de todos modos. Dejó vagar la imaginación, tratando de adivinar lo que estarían haciendo en esos momentos mientras él estaba allí, en esa extraña habitación. ¿Estaría trabajando demasiado Gracie, o dispondría de libertad para disfrutar y caminar por las colinas al sol? Se la imaginó, menuda y muy erguida, con el cabello peinado hacia atrás y su carita inteligente y llena de vida, mirando todo con interés. No debía de haber visto nunca un lugar así, a tantos kilómetros de las estrechas calles urbanas en las que había crecido, abarrotadas y ruidosas, con su olor a comida rancia, alcantarillas, madera podrida y humo. Se imaginaba aquel lugar como un campo abierto, un paisaje casi pelado.

Ahora que pensaba en ello, él tampoco había estado nunca en un lugar así, salvo en sueños y al mirar ilustraciones como aquellas.

¿Pensaría Gracie alguna vez en él mientras estaba allí? Probablemente no… o no muy a menudo. Seguía sin estar seguro de lo que sentía por él. Al final del caso de Whitechapel le había dado la impresión de que se había ablandado. Seguían estando en desacuerdo en miles de cosas: temas importantes como la justicia y la sociedad, y el papel del hombre y la mujer. La enseñanza que había recibido y sus experiencias le decían que ella estaba equivocada, pero no podía expresar con palabras cuál era exactamente su error. Y desde luego no podía explicárselo. Ella se limitaba a mirarle con aire impaciente y desdeñoso, como si fuera un niño protestón, y seguía con lo que estaba haciendo, ya fuera cocinar o planchar, con su espíritu enormemente práctico, como si las mujeres mantuvieran el mundo en funcionamiento mientras los hombres solo hablaban de él.

– ¿Debería escribirle mientras estaba fuera?

Se trataba de una pregunta difícil. Charlotte había enseñado a Gracie a leer, pero hacía muy poco de ello. ¿Sería embarazoso para ella tener que responder? Y lo que era peor, si había algo que no sabía leer, ¿le enseñaría la carta a Charlotte? La sola idea hacía que se muriese de vergüenza. ¡No! Decididamente no iba a escribirle. Más valía no correr riesgos. Y tal vez era mejor no tener su dirección escrita en ninguna parte, por si acaso.

Seguía sosteniendo el álbum de recortes abierto cuando entró por fin Rose Serracold, y tanto él como Pitt se levantaron y se pusieron en posición de firmes. Tellman no estaba seguro de la clase de persona que había esperado encontrar, pero desde luego no se había imaginado que se hallaría ante la mujer despampanante que estaba en el umbral, luciendo un vestido a rayas azul marino y lila, con enormes mangas y cintura estrecha. Llevaba el cabello rubio extraordinariamente liso y enrollado alrededor de la cabeza en lugar de recogido en tirabuzones, y les miraba sorprendida con sus ojos claros de color aguamarina.