Jack sonrió de pronto, aunque no sin burlarse un poco de sí mismo.
– Cuando pienso en lo reducida que va a ser nuestra mayoría, yo también lo pienso.
Pitt quería hablar de lo seguro que era el escaño de Jack, pero era mejor averiguarlo por medio de otra persona.
– ¿Conoces a Aubrey Serracold? -preguntó.
Jack pareció sorprenderse.
– Sí, la verdad es que lo conozco bastante bien. Su mujer es amiga de Emily. -Frunció el entrecejo-. ¿Por qué, Thomas? Apostaría a que es un hombre decente… honrado e inteligente, y que se ha metido en la política para servir a su país. No necesita el dinero y no busca simplemente el poder.
Esas palabras deberían haber tranquilizado a Pitt, pero en lugar de ello vislumbró a un hombre amenazado por un peligro que no vería hasta que fuera demasiado tarde; un enemigo que tal vez no reconociese ni siquiera entonces, porque su naturaleza escapaba a su comprensión.
¿Acaso tenía razón Jack, y al no decirle la verdad, estaba desaprovechando la única arma que tal vez poseía? Narraway le había encomendado una tarea imposible. No se trataba de indagar, como estaba acostumbrado a hacer; no se trataba de resolver un crimen, sino de prevenir una ofensa que iba contra la ley moral pero probablemente no contra las leyes del país. Lo que estaba mal no era que Voisey tuviera poder -tenía tanto derecho como cualquier otro candidato-, sino qué haría con él al cabo de dos o tres años, o incluso cinco o diez. Y no se podía castigar a un hombre por lo que uno creía que podía hacer, por malo que eso fuera.
Jack se inclinó sobre su escritorio.
– Thomas, Serracold es amigo mío. ¡Si corre cualquier clase de peligro, dímelo! -No le amenazó ni alegó más razones, pero curiosamente fue más persuasivo que si lo hubiera hecho-. Protegería a mis amigos como tú harías con los tuyos. La lealtad personal es importante, y el día que deje de serlo no querré tener nada que ver con la política.
Aunque Pitt había temido que Jack cortejara a Emily por su dinero -y a fe que lo había temido-, le había resultado imposible no sentir simpatía por él. Poseía una cordialidad, una habilidad para burlarse de sí mismo sin dejar de ser franco, que era la esencia de su encanto. Pitt no tenía ninguna posibilidad de obtener éxito sin correr riesgos, porque no había una manera segura de empezar, y no digamos de terminar, una lucha contra Voisey.
– No se trata de peligro físico, que yo sepa -respondió, esperando no equivocarse al desobedecer a Narraway y confiar al menos parte de la verdad a Jack. ¡Ojalá no se volviera contra él y les traicionara a los dos!-. Sino del peligro de que le arrebaten su escaño de forma fraudulenta.
Jack se mantuvo a la espera, como si supiera que eso no era todo.
– Y tal vez de que arruinen su reputación -añadió Pitt.
– ¿Quién?
– Si lo supiera estaría en mejor posición para impedirlo.
– ¿Quieres decir que no puedes decírmelo?
– Quiero decir que no lo sé.
– Entonces ¿por qué? Sabes algo o no estarías aquí.
– Por una victoria política, evidentemente.
– Entonces es su adversario. ¿Quién si no?
– Los que le respaldan.
Jack se disponía a rebatir aquella afirmación, pero se abstuvo.
– Supongo que todo el mundo tiene alguien que le respalde. Los que se dejan ver son los menos peligrosos. -Se levantó despacio. Tenía casi la misma estatura que Pitt, pero incluso desaliñado le igualaba en elegancia. Poseía una distinción innata, y seguía vistiendo y arreglándose con la misma meticulosidad que en los tiempos en que se había abierto camino con su encanto-. Me gustaría seguir hablando contigo, pero tengo una reunión dentro de una hora y no he comido como es debido en todo el día. ¿Me acompañas?
– Me encantaría -aceptó Pitt inmediatamente, levantándose también.
– Vamos al comedor de los diputados -sugirió Jack, abriéndole la puerta. Vaciló un momento, como si examinara el cuello limpio de Pitt, al tiempo que reparaba en su corbata arrugada y sus bolsillos abultados. Renunció a la idea con un suspiro.
Pitt le siguió y se sentó a una de las mesas. Estaba fascinado. Apenas probó bocado, tan ocupado estaba en observar a los demás comensales sin que diera la impresión de que lo estaba haciendo. Una tras otra, recorrió las caras que ya había visto en los periódicos; a muchas les ponía nombres, otras le resultaban familiares pero no las ubicaba. No perdía la esperanza de ver al mismo Gladstone.
Jack sonreía, bastante entretenido.
Iban por la mitad del postre, que consistía en budín de melaza caliente con crema, cuando se detuvo junto a su mesa un hombre corpulento de cabello rubio y ralo. Jack presentó a Finch como el diputado por los distritos de Birmingham, y a Pitt como su cuñado, sin especificar su profesión.
– Encantado -dijo Finch educadamente, luego miró a Jack-. Oye, Radley, ¿te has enterado de que ese tal Hardie se va a presentar? ¡Y en West Ham sur, ni siquiera en Escocia!
– ¿Hardie? -Jack frunció el entrecejo.
– ¡Keir Hardie! -exclamó Finch con impaciencia, dejando de lado a Pitt-. Ese tipo lleva en las minas desde que tenía diez años. Sabe Dios si es capaz de leer o escribir, ¡y ahora se presenta para el Parlamento! Por el Partido Laborista… o lo que eso signifique. -Extendió las manos en un gesto brusco-. ¡Eso no está bien, Radley! Es nuestro territorio… nuestros sindicatos y todo lo demás. No lo conseguirá, por supuesto… no tiene la menor posibilidad. Pero en estos momentos no podemos permitirnos perder ningún apoyo. -Bajó la voz-. ¡Va a estar muy reñido! Demasiado reñido, maldita sea. No podemos ceder en la jornada laboral, nos perjudicaría. Nos arruinaría en cuestión de meses. Pero me gustaría que el viejo se olvidara por un tiempo del autogobierno. ¡Acabará hundiéndonos!
– Una mayoría es una mayoría -replicó Jack-. Todavía es posible hacer algo con veinte o treinta.
Finch gruñó.
– No lo es. No por mucho tiempo. Necesitamos por lo menos cincuenta. Ha sido un placer conocerle… ¿Pitt? ¿Ha dicho Pitt? Un buen nombre tory. ¿No será usted tory?
Pitt sonrió.
– ¿Debería?
Finch lo miró; sus ojos azul claro se clavaron de pronto en él.
– No, señor, no debería. Debería mirar hacia el futuro, y apoyar una reforma prudente y firme. No un conservadurismo egoísta que no cambiará nada y permanecerá estancado en el pasado como una piedra. Ni un socialismo descabellado que lo cambiaría todo, tanto lo bueno como lo malo, como si todo estuviera escrito en el agua y el pasado no significara nada. Nuestra nación es la más grande que existe sobre la tierra, señor, pero todavía debemos actuar con mucha sabiduría a la hora de dirigir su rumbo, si queremos conservarla en estos tiempos tan cambiantes.
– En eso al menos estoy de acuerdo con usted -respondió Pitt manteniendo un tono despreocupado.
Finch vaciló un momento, luego se despidió y se marchó a paso brioso con los hombros echados hacia delante como si se abriera paso entre una multitud, aunque en realidad solo pasó junto a un camarero con una bandeja.
Pitt salía del comedor detrás de Jack cuando chocaron nada menos que con el primer ministro, lord Salisbury, que en ese momento entraba en el recinto. Llevaba un traje de raya diplomática, y tenía el rostro alargado y algo triste, lucía barba y estaba prácticamente calvo en la zona de la coronilla. Pitt se quedó tan absorto que tardó unos momentos en reparar en el hombre que le seguía un paso por detrás y que evidentemente era su acompañante. Sus facciones marcadas denotaban inteligencia, y tenía la nariz ligeramente torcida y la tez pálida. Por un instante se cruzaron sus miradas, y Pitt se quedó paralizado por el intenso odio que vio en sus ojos, como si estuvieran los dos solos en la habitación. El murmullo de conversaciones, las risas, el tintineo de las copas y la cubertería… todo se desvaneció. El tiempo se suspendió. No había nada más que la voluntad de hacer daño, de destruir.