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– ¿Y compró primero las bombillas? -Pitt arqueó las cejas.

Tellman encogió sus hombros cuadrados y enjutos.

– Lo que debemos averiguar es qué sabía de esas tres personas para que una de ellas la matara. Todos tenían secretos de alguna clase y ella les hacía chantaje. ¡Me apuesto lo que sea!

– Bueno, Kingsley venía por la muerte de su hijo -respondió Pitt-. La señora Serracold quería ponerse en contacto con su madre, de modo que lo suyo seguramente es un asunto familiar del pasado. Tenemos que averiguar quién era Cartucho y por qué venía.

– ¡Y por qué no dijo ni siquiera su nombre! -exclamó Tellman furioso-. Para mí que es alguien a quien reconoceríamos. Y su secreto es tan terrible que no podía correr riesgos. -Gruñó-. ¿Y si ella le reconoció, y por eso él tuvo que matarla?

Pitt pensó en ello unos instantes.

– Pero según la señora Serracold y el general Kingsley, no quería hablar con nadie en particular…

– ¡Aún no! ¡Tal vez lo habría hecho cuando se hubiera convencido de que ella tenía poderes! -exclamó Tellman, cada vez más seguro-. O tal vez cuando se hubiera convencido de que era una auténtica médium, habría preguntado por alguien. ¿Y si todavía la estaba poniendo a prueba? Según los dos testigos, daba la impresión de que era eso lo que intentaba hacer.

Tellman tenía razón. Pitt lo reconocía, pero no tenía respuesta. La sugerencia de que la tercera persona podía haber sido Francis Wray no era verosímil; no si se daba por supuesto que se había arrodillado deliberadamente sobre el pecho de Maude Lamont y le había metido a la fuerza por la boca la clara de huevo y la muselina, y la había sujetado hasta que se había asfixiado, boqueando mientras se le llenaban los pulmones y luchando por su vida.

Tellman le observaba.

– Tenemos que encontrarle -dijo en tono sombrío-. El señor Wetron insiste en que es el hombre de Teddington. Dice que encontraremos las pruebas allí si las buscamos. Ha sugerido como quien no quiere la cosa que envíe a una brigada de hombres y…

– ¡No! -le interrumpió Pitt con brusquedad-. Si alguien tiene que ir, lo haré yo.

– Entonces será mejor que vayas hoy -advirtió Tellman-. O Wetron podría…

– La Brigada Especial se ocupa de este caso -le interrumpió de nuevo Pitt.

Tellman se puso rígido; su resentimiento todavía era patente en su mirada y en su expresión severa. Tenía la mandíbula tensa y un pequeño músculo le palpitaba en la sien.

– Pero no tenemos muchos resultados, ¿me equivoco?

Pitt notó cómo se sonrojaba. Era una crítica justa, pero aun así ofendía, y el hecho de que en la Brigada Especial estuviera fuera de su elemento y fuese consciente de ello, y que otra persona ocupara su cargo en Bow Street, solo empeoraba las cosas. No se atrevía a pensar en el fracaso, pero era una idea que siempre estaba presente de forma vaga en su mente, esperando un momento de descuido. Cuando estaba en su casa vacía, cansado y sin saber bien cuál debía ser el siguiente paso en la investigación, aparecía como un hoyo negro que se abriese a sus pies, y el riesgo a caer en él era una posibilidad demasiado real.

– Iré -dijo tajantemente-. Y tú más vale que trates de averiguar cómo obtenía la información para los chantajes. ¿Se limitaba a observar y escuchar, o investigaba de forma activa? Tal vez nos sea útil.

Tellman estaba indeciso, y en su rostro se reflejaban sentimientos encontrados. ¿Cólera? ¿Culpabilidad? Tal vez lamentaba haber dicho en alto lo que pensaba.

– Te veré mañana -murmuró, y se volvió para marcharse.

Sentado en el tren en dirección a Teddington, Pitt se planteó todas las posibles líneas de investigación relacionadas con Francis Wray. Tenía presente en todo momento el folleto que había visto en la mesa y que anunciaba los servicios de Maude Lamont, y la expresión furiosa de Wray al oír hablar de médiums. Se resistía a creer que el anciano estaba tan afectado por la muerte de su mujer que había perdido el equilibrio mental, y, abismado en el dolor, había abandonado la fe que había profesado toda su vida y había acudido a una médium. Desde luego, no sería el primero en hacerlo, ni tampoco resultaría raro. Y con su vehemente convicción de estar cometiendo un pecado, habría identificado a la médium con la ofensa, ¡y habría tratado de aplacar el odio que sentía hacia sí mismo acabando con ella! Cuanto más se introducía ese pensamiento en su cabeza, más ferozmente trataba de negarlo.

Al llegar a Teddington se apeó del tren, pero esta vez no se detuvo en Udney Road y se encaminó a High Street. Le desagradaba tener que interrogar a los aldeanos sobre Francis Wray, pero no le quedaba otra salida. Si no lo hacía, Wetron enviaría a otros hombres que serían aún más torpes y causarían más daño.

Tenía que ser ingenioso. No podía decir abiertamente: «¿Cree que el señor Wray ha perdido el juicio?». De modo que optó por preguntar si había extraviado cosas, si había tenido algún lapsus de memoria, si a alguien le preocupaba que no estuviera bien. Dar con las palabras adecuadas no le resultó tan difícil como había esperado, pero verse en la obligación de indagar cómo había afectado al anciano la pérdida le pareció una de las cosas más desagradables que jamás había hecho, no para la gente a quien se dirigió sino para él mismo.

Todas las respuestas contenían los mismos elementos. Francis Wray era muy estimado y admirado; tal vez el adjetivo «estimado» no tenía suficiente fuerza. Pero las personas que le respondieron también estaban preocupadas por él, conscientes de que su pérdida lo había sumido en un estado de vulnerabilidad superior al que ellos consideraban que podía sobrellevar. Sus amigos no habían sabido si ir a visitarlo o no. ¿Era una forma de intrusión ante un sentimiento íntimo o un alivio de la profunda soledad que reinaba en la casa, sin nadie con quien hablar aparte de la joven Mary Ann, que cuidaba de él pero apenas le hacía compañía?

Logró sonsacar algo a uno de aquellos amigos, un hombre aproximadamente de la edad de Wray y también viudo. Pitt lo encontró en su jardín, atando unas malvarrosas magníficas a una altura situada muy por encima de su cabeza.

– Solo me preocupa -se justificó Pitt-. No tengo ninguna queja.

– No, por supuesto -respondió Duncan, tirando de un trozo de cordel del ovillo y cortándolo con torpeza con sus tijeras de podar-. Me temo que cuando nos hacemos viejos y nos quedamos solos tendemos a dar la lata sin darnos cuenta. -Sonrió compungido-. Supongo que yo mismo lo hice los dos primeros años después de la muerte de mi mujer. A veces no podemos soportar hablar con la gente, y otras veces no les dejamos en paz. Me alegro de que simplemente desee aclarar que no es su intención ofender. -Cortó otro trozo de cordel y miró a Pitt con aire apenado-. Las señoras jóvenes pueden malinterpretar, sin duda con razón, el deseo de disfrutar de vez en cuando de su compañía.

Pitt sacó de mala gana el tema de las sesiones de espiritismo.

– ¡Oh, cielos, qué desgracia! -La cara del señor Duncan se tiñó de preocupación-. Me temo que está muy en contra de esa clase de cosas. Él estaba aquí cuando vivimos una tragedia en el pueblo, hace ya bastantes años. -Se mordió el labio, olvidando las malvarrosas-. Una joven tuvo un hijo fuera del matrimonio, ya sabe. Se llamaba Penélope. El niño murió poco después del parto, el pobrecillo. Penélope se quedó consternada por el dolor y acudió a una espiritista, que le prometió que se pondría en contacto con el niño muerto. -Suspiró-. Como era de esperar, la mujer era una impostora, y cuando Penélope se enteró se puso como loca del disgusto. Por lo visto se creía que había hablado con el niño y que había ido a un lugar mucho mejor. Se había sentido reconfortada. -Se le tensaron los músculos de su rostro-. Y entonces el engaño le hizo enloquecer y se quitó la vida.

Fue horrible, y el pobre Francis lo vio todo y no pudo hacer nada por impedirlo.