– Buenas tardes -dijo con calma-. ¿Está el señor Wray?
– Sí, pero no se siente muy bien -respondió Pitt, acercándose a ella-. Estoy seguro de que se alegrará de verla, pero por cortesía creo que deberíamos dejarle unos minutos para recuperarse, ¿señora…?
– Cavendish -respondió ella. Tenía una mirada muy directa-. Conozco a su médico y no es usted. ¿Quién es usted, señor?
– Me llamo Pitt. Solo soy un amigo.
– ¿Deberíamos llamar a su médico? Puedo enviar mi coche inmediatamente. -Se volvió parcialmente-. ¡Joseph! El doctor Trent…
– No es necesario -se apresuró a decir Pitt-. Dentro de unos minutos se sentirá mucho mejor.
Ella parecía dubitativa.
– Por favor, señora Cavendish. Si es amiga suya, tal vez su compañía sea lo que más le ayude. -Pitt bajó la vista hacia la cesta.
– Le he traído unos libros -dijo ella con una leve sonrisa-. Y unas tartas de confitura. ¡Oh! No hay de ciruela… solo de frambuesa.
– Es muy amable -dijo Pitt con sinceridad.
– Le tengo mucho aprecio -respondió ella-. Como se lo tenía a su mujer.
Se quedaron al sol unos minutos más, y luego la puerta vidriera se abrió y salió Wray, caminando con cautela como si no estuviera muy seguro de su equilibro. Tenía las mejillas sonrosadas y los ojos enrojecidos, pero era evidente que se había arrojado un poco de agua a la cara y prácticamente se había recuperado. Pareció sorprenderse al ver a la señora Cavendish, pero no le desagradó en absoluto; tal vez solo se avergonzó de que lo encontrara en aquel estado de agitación apenas disimulado. No miró a Pitt a los ojos.
– Querida Octavia -dijo, efusivo-, es un detalle que vuelvas, por aquí, y tan pronto. Eres realmente generosa.
Ella le sonrió con afecto.
– Pienso muy a menudo en ti -respondió-. Me apetecía venir. Todos te tenemos muchísimo aprecio. -Le dio la espalda a Pitt, como si deseara excluirlo del comentario. Luego apartó la tela de la cesta. He encontrado unos libros que tal vez quieras leer, y unas tartas. Espero que te gusten.
– Qué detalle -dijo él haciendo un gran esfuerzo por mostrarse complacido-. ¿Quieres pasar y tomar una taza de té?
La mujer aceptó y, lanzando una mirada a Pitt, se acercó a la puerta vidriera.
Wray se volvió hacia Pitt.
– Señor Pitt, ¿quiere volver a entrar? Está en su casa. Tengo la impresión de que no le he ayudado mucho, aunque confieso que no tengo ni idea de cómo hacerlo.
– No estoy seguro de que haya una manera -respondió Pitt sin pararse a pensar en la derrota implícita del comentario-. Y no ha podido ser más hospitalario conmigo. No lo olvidaré. -No mencionó la confitura, pero por el repentino brillo en los ojos de Wray y la manera en que se ruborizó, supo que le había comprendido perfectamente.
– Gracias -dijo Wray emocionado, y antes de volver a desmoronarse, se volvió y siguió a la señora Cavendish hasta la puerta vidriera y entró detrás de ella.
Pitt caminó entre las flores hasta la verja y salió a Udney Road.
Capítulo 11
La brisa que llegaba de las ciénagas apenas agitaba las hojas del manzano que había en el jardín de la casa de campo, y el silencio y la oscuridad eran completos. Debería haber sido una noche perfecta para dormir profunda y tranquilamente. Pero Charlotte estaba despierta en la cama, consciente de su soledad, aguzando el oído como si esperara oír algún ruido, unos pasos en alguna parte, el sonido de una piedra suelta al ser pisada en el sendero más allá de la verja, tal vez unas ruedas o, lo que era más probable, unos cascos de caballo golpeando repentinamente una superficie dura.
Cuando por fin lo oyó, la realidad se impuso y recorrió todo su ser como una llamarada. Apartó las sábanas y, tambaleándose, dio los tres pasos escasos que la separaban de la ventana y miró afuera. A la luz de las farolas no se veían más que sombras de distinta intensidad. Podría haber habido alguien y ella no lo habría visto.
Se quedó allí hasta que le escocieron los ojos, pero no advirtió ningún movimiento; solo otro ruido ligero, apenas un susurro. ¿Un zorro? ¿Un gato callejero o una rapaz nocturna? El día anterior había visto una lechuza al atardecer.
Volvió con sigilo a la cama, pero siguió desvelada, esperando.
A Emily también le costaba dormirse, pero era la culpabilidad lo que le inquietaba, y una decisión que no quería tomar pero que sabía ineludible. Entre todas las posibilidades que había barajado para explicar el temor que atormentaba a Rose, nunca había incluido la demencia. Había pensado en la posibilidad de un desafortunado idilio antes que conociera a Aubrey, o incluso después, la existencia de un hijo perdido o la muerte de algún miembro de su familia con quien había discutido y al que ya no podía pedir perdón. Ni una sola vez había imaginado algo tan terrible como la demencia.
No podía comprometerse a decírselo a Pitt, y sin embargo, en su fuero interno sabía que debía hacerlo; sencillamente aún no estaba preparada para admitirlo. Quería creer que todavía había una manera de proteger a Rose… ¿de qué? ¿De la injusticia? ¿De las críticas basadas únicamente en unos cuantos hechos? ¿De la verdad?
Le dio vueltas a la idea de ir a ver a Pitt a la mañana siguiente, una hora después del desayuno, cuando hubiera tenido tiempo para recobrarse y pensar exactamente qué iba a decir y cómo expresarlo.
Pero la sinceridad le obligaba a reconocer que si esperaba tanto lo más seguro era que Pitt ya hubiese salido, y si se planteaba hacerlo era solo para decirse a sí misma que lo había intentado, cuando en realidad habría ido sabiendo que era demasiado tarde.
De modo que se levantó a las seis, cuando su criada le trajo la taza de té caliente que le había pedido, que le dio fuerzas para enfrentarse a un nuevo día. Se vistió y salió de casa a las siete y media. Una vez que alguien ha tomado la decisión de hacer algo que sabe que será difícil y desagradable, es mejor hacerlo inmediatamente, antes de pensar demasiado en ello y angustiarse por lo que puede salir mal.
Pitt se sorprendió al verla. Se quedó en el umbral de Keppel Street en mangas de camisa y sin zapatos, y tan despeinado como siempre.
– ¡Emily! -Su preocupación fue inmediata-. ¿Ha pasado algo? ¿Estás bien?
– Sí, ha pasado algo -respondió ella-. Y no estoy segura de si luego voy a estar bien o no.
Pitt se hizo a un lado invitándola a pasar y la siguió hasta la cocina. Emily se sentó en una de las sillas de respaldo duro y tan solo se permitió echar una rápida ojeada al entorno conocido, tan sutilmente diferente sin Charlotte ni Gracie. Daba la impresión de haber estado desocupada, como si allí solo se hiciera lo indispensable y no se hornearan bizcochos ni se guisara, y en los hilos de tender extendidos junto al techo colgaban demasiadas pocas prendas. Solo Archie y Angus, estirándose despiertos frente al fogón, parecían encontrarse totalmente a gusto.
– ¿Té? -preguntó Pitt, señalando la tetera de la mesa y el hervidor de agua que silbaba débilmente en el fuego-. ¿Tostadas?
– No, gracias -respondió declinando el ofrecimiento.
Pitt se sentó, olvidándose de su taza a medio beber.
– ¿De qué se trata?
Era demasiado tarde para cambiar de opinión… Bueno, casi. Todavía estaba a tiempo de decir otra cosa. Él la miraba, esperando. Tal vez él se lo sonsacara, tanto si ella quería como si no. Si titubeaba demasiado lo haría, librándola así del sentimiento de culpabilidad.