Sin embargo, eso sería como mentirse a sí misma. Estaba allí. «¡Actúa al menos con un poco de integridad!» -Arqueó las cejas y le miró fijamente.
– Anoche vi a Rose Serracold y hablé con ella como si estuviéramos solas. Es algo que a veces pasa en las grandes fiestas: te encuentras como en una isla en medio del ruido, de modo que nadie te oye. La acosé para que me dijera por qué fue a ver a Maude Lamont. -Se interrumpió, recordando cómo había acorralado a Rose en un rincón emocional. «Acosar» era la palabra adecuada.
Pitt esperó sin apremiarla.
– Teme que su padre muriera loco. -Emily se detuvo bruscamente al ver el asombro de Pitt, que al instante se transformó en horror-. Le aterra la idea de haber heredado la misma enfermedad -continuó en voz baja, como si al susurrarlo pudiera aliviar el dolor-. Quería preguntar al espíritu de su madre si era cierto, si estaba realmente loco. Pero no tuvo oportunidad. Maude Lamont murió demasiado pronto.
– Entiendo. -Pitt permaneció sentado inmóvil, mirándola fijamente-. Podemos hablar con el general Kingsley para que confirme al menos que no se había puesto en contacto con su madre cuando se marchó.
Emily se sobresaltó.
– ¿Crees que ella podría haber vuelto después para tener una sesión de espiritismo privada?
– Alguien volvió o se quedó atrás, por la razón que sea -señaló él.
– ¡No fue Rose! -exclamó ella con más convicción de la que sentía-. ¡La quería viva! -Se inclinó sobre la mesa-. Sigue tan asustada que no puede controlarse, Thomas. ¡Aún no lo sabe! Quiere localizar a otra médium para seguir preguntando.
El hervidor de agua silbo con más insistencia en el fogón y él no se inmutó.
– O Maude Lamont le dijo algo que ella se resiste a creer -dijo con suavidad-. Y teme que alguien lo descubra.
Emily lo miró, deseando que no la entendiera tan bien, que no le leyera los pensamientos que se agolpaban en su cabeza y que preferiría mantener ocultos. Y sin embargo, si pudiera embaucarlo tampoco se sentiría aliviada. Siempre había creído que su don de gentes era su mayor virtud. Era capaz de cautivar y engatusar a la gente, y a menudo lograba que las personas hicieran lo que ella quería sin que se dieran cuenta siquiera de que lo que abrazaban con tanto entusiasmo en realidad había sido idea de ella.
El uso de aquel don la dejaba extrañamente insatisfecha. Cada vez era más consciente de ello. No quería ver más de lo que veía Jack, ni ser más fuerte o más lista que él. El hecho de llevar ventaja hacía que se sintiera muy sola. Uno tenía que aceptar a veces la carga; formaba parte del amor y de la responsabilidad, aunque solo a veces, no siempre. Y era una satisfacción simplemente porque era lo correcto y lo justo, un acto de generosidad, no porque proporcionara algún alivio.
Así pues, aunque le molestaba que Pitt la presionara para que le dijera más de lo que quería decir, también se sintió aliviada al ver que no podía engatusarlo respondiendo a medias. Necesitaba que él fuera más listo que ella, porque ella no era capaz de ayudar a Rose ni estaba segura de cómo ayudarla. Tal vez solo empeorara las cosas. Se daba cuenta de que no estaba totalmente convencida de que Rose no se hallase al borde de la locura; invadida por el pánico, podía haber creído que Maude Lamont conocía su secreto y que la ponía en peligro a ella y luego a Aubrey. Recordó lo rápidamente que Rose se había vuelto contra ella cuando había tenido miedo. La amistad se había desvanecido como el agua que se arroja sobre la superficie caliente de la plancha y se evapora ante los ojos.
– Me juró que ella no la mató -dijo en alto.
– Y te gustaría creerla. -Pitt dejó de reflexionar. Se levantó y se acercó al fogón para apartar el hervidor del fuego. Luego se volvió hacia ella-. Espero que tengas razón. Pero alguien lo hizo. A mí tampoco me gustaría que fuera el general Kingsley.
– La persona anónima -concluyó Emily-. Todavía no sabes quién es… ¿verdad?
– No.
Emily miró a Pitt. Había dolor y hermetismo en la mirada de aquel hombre. Él no mentía -a ella no le constaba que lo hubiera hecho alguna vez-, pero había un mundo de sentimientos y hechos que no estaba dispuesto a compartir con ella.
– Gracias, Emily -dijo él, volviendo a la mesa-. ¿Te dijo si alguien más estaba enterado de ese miedo? ¿Lo sabe Aubrey?
– No. -Ella estaba totalmente convencida-. Aubrey no lo sabe, y si estás pensando que Maude Lamont le hizo chantaje, creo que te equivocas. -Mientras decía aquello se sintió sacudido repentinamente por la ansiedad, y fue consciente de que no era más que una verdad a medias. ¿Lo había advertido Pitt en su cara?
Él se encogió ligeramente de hombros.
– Tal vez Maude Lamont aún no lo sabía -dijo secamente-. Tal vez alguien ha salvado a Rose por los pelos.
– ¡Aubrey no lo sabe, Thomas! ¡Seguro!
– Probablemente no.
La acompañó a la puerta principal, cogiendo su americana por el camino, y una vez fuera aceptó el ofrecimiento que ella le hizo de llevarlo en su coche hasta Oxford Street, donde ella siguió hacia el oeste para volver a su casa. Él se dirigió al sur, hacia los archivos de la Oficina de Guerra para averiguar qué había obligado al general Kingsley a atacar al partido político en cuyos valores siempre había creído. Seguramente estaba relacionado de algún modo con la muerte de su hijo, o con algún hecho que había ocurrido poco después de ella.
Llevaba allí más de una hora, leyendo expediente tras expediente, cuando se dio cuenta de que seguía sin saber nada de aquel hombre, aparte de un torrente de palabras formales e impersonales. Era como ver el esqueleto de un hombre y tratar de imaginar el aspecto de su cara, su voz, su risa y el modo en que se movía. Allí no había nada. Y si lo había habido, había sido ocultado. Podía pasarse el día leyendo, pero no averiguaría nada.
Copió los nombres de casi todos los demás oficiales y hombres que habían estado en Mfolozi para averiguar si alguno de ellos vivía en Londres y estaba tal vez dispuesto a decirle algo más. Luego dio las gracias al encargado y se marchó.
Ya había dado al cochero la dirección del primer hombre de la lista cuando cambió de parecer y le dio la de lady Vespasia Cumming-Gould. Tal vez era una impertinencia irla a ver sin que ella le hubiera invitado, pero nunca había visto que se negase a ayudar en alguna causa en la que creyera. Y después de Whitechapel -donde habían compartido no solo la lucha propiamente dicha, sino una profunda emoción, una sensación de miedo y de pérdida, y una victoria obtenida a un precio terrible-, entre ambos se había creado un vínculo que no se asemejaba a ningún otro.
Se presentó, por tanto, con confianza en su casa y dijo a la criada que le abrió la puerta que necesitaba hablar con lady Vespasia de un asunto de cierta urgencia. Esperaría el tiempo que fuera necesario hasta que ella considerase oportuno recibirle.
Le dejaron solo en el salón de las mañanas, pero la espera acabó durado solo unos minutos, y luego le condujeron a la sala de estar que daba al jardín, y que siempre parecía llena de tranquilidad y de una luz débil, independientemente de la estación en que se encontrasen o del tiempo que hiciese.
El atuendo de Vespasia era de un tono rosa tan sutil que ni siquiera era rosa, y llevaba las perlas que siempre lucía alrededor del cuello. Le saludó con una sonrisa y le tendió una mano de forma muy delicada, no para estrechar la suya sino como un gesto para invitarle a pasar.
– Buenos días, Thomas. Qué alegría verte. -Escudriñó su rostro-. En cierto modo me imaginaba que vendrías desde que vino a verme Emily. O tal vez sería más exacto decir que en cierto modo lo esperaba. Voisey se va a presentar al Parlamento. -No podía pronunciar siquiera su nombre sin que su voz se viera empañada por la emoción. Debía de recordar a Mario Corena y los sacrificios que había costado derrotar a Voisey.