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– Sí, lo sé -murmuró él. Le abría gustado callarse aquella información, pero ella nunca había eludido nada en toda su vida y protegerla ahora sería sin duda un gran insulto-. Por eso estoy aquí, en Londres, en lugar de con Charlotte en el campo.

– Me alegro de que esté fuera. -Vespasia tenía un rostro inexpresivo-. Pero ¿qué crees que puedes hacer, Thomas? No sé mucho de Víctor Naraway. He preguntado por ahí, pero las personas con las que he hablado también saben poco o no están dispuesta a decirme nada. -Le miró con firmeza-. Ten cuidado y no confíes en él más de lo prudente. No des por sentado que se preocupa por ti o que te es leal, como lo era el capitán Cornwallis. Él no es un hombre franco…

– ¿Lo sabes? -preguntó Pitt, interrumpiéndola intencionadamente.

Ella esbozó una sonrisa casi imperceptible sin apenas mover los labios.

– Mi querido Thomas, la Brigada Especial fue concebida y creada para atrapar a anarquistas, terroristas y toda clase de hombres, y supongo que a unas cuantas mujeres, que traman en secreto derrocar nuestro gobierno. Algunos de ellos se proponen sustituirlo por otro de su elección, y otros sencillamente quieren destruirlo sin plantearse en lo más mínimo qué vendrá a continuación. Algunos, por supuesto, tiene lealtades con otros países. ¿Puedes imaginarte a John Cornwallis organizando un ejército para detenerlos antes de que lo consigan?

– No -admitió Pitt con un suspiro-. Es un hombre valiente y totalmente honrado. Esperaría a verles el blanco de los ojos antes de disparar.

– Los invitaría a rendirse -le corrigió ella-. La Brigada Especial necesita a un hombre taimado, sutil y con mucha imaginación, un hombre que se mueva entre las sombras y no se deje ver en público. No lo olvides.

Pitt tenía frío incluso al sol.

– Creo que el general Kingsley estaba siendo chantajeado por Maude Lamont… Al menos parece que era ella.

– ¿A cambio de dinero? -Vespasia estaba sorprendida.

– Puede, pero creo que lo más probable es que lo hiciera para atacar a Aubrey Serracold en los periódicos, advirtiendo su inexperiencia y lo probable que era que reaccionara mal y se perjudicase aún más a sí mismo.

– Dios mío. -Ella sacudió la cabeza muy ligeramente.

– Le mató uno de ellos -continuó él-. Rose Serracold, el general Kingsley o el hombre anotado en su agenda con un cartucho, un pequeño dibujo parecido a una efe al revés con un semicírculo encima.

– Muy curioso. ¿Y tienes alguna idea de quién podría ser?

– El superintendente Wetron cree que es un anciano profesor de teología que vive en Teddington.

Vespasia abrió mucho los ojos.

– ¿Por qué? Parece algo muy perverso para un hombre religioso. ¿Pretendía desenmascararla y demostrar que era una impostora?

– No lo sé. Pero… -Pitt vaciló, sin saber muy bien cómo explicar sus sentimientos o sus actos-. No creo realmente que fuera él, pero no estoy seguro. Su mujer se murió hace poco y está profundamente afectado. Se opone firmemente a los médiums. Cree que encarnan el mal y son contrarios a los mandamientos de Dios.

– ¿Y tienes miedo de que a ese hombre, trastornado por el dolor, se le metiera en la cabeza acabar para siempre con esa médium? -concluyó ella-. Querido Thomas, tienes demasiado buen corazón para tu trabajo. A veces los hombres más bondadosos pueden cometer los errores más terribles y causar una desgracia indescriptible mientras se vuelcan en la obra de Dios. No todos los inquisidores de España fueron hombres crueles y de miras estrechas, ¿sabes? Algunos creían sinceramente que estaban salvando las almas de quienes estaban a su cargo. Si supieran la opinión que nos merecen ahora, se quedarían perplejos. -Sacudió la cabeza-. A veces vemos el mundo de forma tan distinta que uno juraría que no estamos hablando de la misma existencia. ¿Alguna vez has interrogado a media docena de testigos sobre un mismo suceso ocurrido en la calle, o les has pedido que le describan a una persona, y has recibido otras tantas respuestas que, aunque totalmente sinceras, se contradicen y anulan unas a otras?

– Sí. Pero sigo sin creer que sea culpable de haber matado a Maude Lamont.

– No quieres creerlo. ¿Qué puedo hacer por ti aparte de escuchar?

– Debo descubrir quién mató a Maude Lamont, aunque en realidad es tarea de Tellman, porque la gente a la que ella hacía chantaje forma parte de un plan para desacreditar a Serracold…

La mirada de Vespasia se llenó de tristeza y cólera.

– Ya lo han conseguido, con la ayuda de ese pobre hombre. Vas a necesitar un milagro para salvarle ahora. -Y a continuación se animó-. A menos, por supuesto, que puedas demostrar que Voisey ha tenido algo que ver con ello. Si hizo que la asesinaran… -Se interrumpió-. Creo que no tendremos tanta suerte. No sería tan necio. Por encima de todo es listo. ¡Pero seguro que está detrás del chantaje, solo depende de hasta qué punto! ¿Puedes demostrarlo?

Pitt se echó ligeramente hacia delante.

– Tal vez.

Vio los ojos brillantes de Vespasia y supo que de nuevo estaba pensando en Mario Corena. No podía llorar. Ya había derramado todas las lágrimas por él, primero en Roma en 1848 y luego en Londres hacía apenas unas semanas. Pero todavía sentía la pérdida en carne viva. Tal vez siempre la sentiría.

– Necesito saber por qué estaban chantajeando a Kingsley -continuó-. Creo que está relacionado con la muerte de su hijo. -Le explicó brevemente lo que había averiguado, primero sobre el mismo Kingsley y su participación en las guerras zulúes, y luego sobre la emboscada de Mfolozi, inmediatamente después del heroísmo mostrado en Rorke's Drift.

– Entiendo -dijo ella cuando él hubo terminado-. Cuesta seguir los pasos de un padre o un hermano que ha tenido éxito a los ojos del mundo, sobre todo en el terreno del coraje militar. Muchos jóvenes han echado a perder sus vidas antes de que se dijera que habían traicionado las esperanzas que se habían puesto en ellos. -Su voz denotaba cierta tristeza, y su mirada reflejaba unos vividos y dolorosos recuerdos. Tal vez pensaba en Crimea, Balaclava, el Alma, Rorke's Drift, Isandlhawana, la rebelión de los cipayos y sabía Dios cuántas otras guerras y pérdidas. Su recuerdo podría haberse extendido incluso hasta su niñez y Waterloo.

– ¿Tía Vespasia…?

Volvió al presente con un sobresalto.

– Por supuesto -asintió-. No me resultaría difícil enterarme por algún amigo de qué le pasó en realidad al joven Kingsley en Mfolozi, pero creo que no tiene mucha importancia, excepto para su padre. Sin duda, para chantajearle planteó la posibilidad de que hubiera muerto como un cobarde. No tenía por qué ser la verdad. Los malos no son los únicos que huyen cuando nadie les persigue, también lo hacen las personas vulnerables, las que se preocupan por más cosas de las que son capaces de afrontar y tienen heridas abiertas que no pueden proteger.

Pitt pensó en los hombros hundidos de Kingsley y en las arrugas de su cara demacrada. Hacía falta un sadismo muy peculiar para torturar de aquel modo a un hombre en beneficio propio. Por un momento odió a Voisey con una pasión que habría estallado en violencia física de haberle tenido delante.

– Claro que el incidente de su muerte podría ser tan confuso que resulte imposible discernir entre la verdad y la mentira -continuó Vespasia-. Pero haré todo lo posible por averiguarlo, y si descubro algo que pueda ayudar a tranquilizarle, informaré de ello al general Kingsley.

– Gracias.

– Aunque no nos servirá de mucho a la hora de relacionar el chantaje con Voisey -continuó ella, con un deje de cólera en la voz-. ¿Qué esperanzas tienes de descubrir la identidad de esa tercera persona? Supongo que sabes que es un hombre. Te has referido a él como alguien de sexo masculino.

– Sí, es un hombre de edad madura, pelo rubio o gris, y estatura y constitución medianas. Parece ser culto.