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¡Octavia Cavendish era hermana de Voisey! Pitt notó cómo se quedaba lívido.

– ¡Había estado llorando por su mujer! -protestó, pero percibió una nota de desesperación en su voz. Pese a que decía la verdad, sonaba como una excusa.

Narraway asintió muy despacio, con los labios apretados en una fina línea.

– Es la venganza de Voisey -susurró Vespasia-. No le ha importado sacrificar a un anciano para acusar a Thomas de haberlo empujado a quitarse la vida.

– No lo hice… -empezó a decir Pitt, pero al ver la mirada de ella se interrumpió. Era Wetron quien le había dado el nombre de Wray y había sugerido que era el hombre que se escondía detrás del cartucho. Y según Teüman, era Wetron quien había insistido en que Pitt reanudara su primer interrogatorio, o enviaría a sus hombres, sabiendo sin duda que Pitt iría antes de permitirlo. ¿Estaba con Voisey o contra él? ¿O ambas cosas según le conviniera?

Vespasia se volvió hacia Narraway.

– ¿Qué va a hacer? -preguntó, como si fuera inconcebible que no hiciera nada.

Narraway parecía derrotado.

– Tiene toda la razón, señora. Es la forma de vengarse de Voisey, y es perfecta. Los periódicos crucificarán a Pitt. Francis Wray era un hombre muy venerado e incluso querido por todos los que le conocían. Había sufrido muchos reveses del destino con coraje y dignidad: primero la pérdida de sus hijos y luego la de su mujer. Alguien ya ha dicho a la prensa que Pitt sospechaba que había ido a ver a Maude Lamont y luego la había asesinado.

– ¡No es cierto! -exclamó Pitt desesperado.

– ¡Eso no viene al caso! -exclamó Narraway, rechazando su queja-. Usted estaba tratando de averiguar si era Cartucho, y Cartucho está entre los sospechosos. Se preocupa por la profundidad del agua en la que se acabará ahogando. Es lo bastante profunda. ¿Qué más da si son dos, treinta o cien brazas?

– Tomamos en té -dijo Pitt, prácticamente para sí-. Con confitura de ciruela. No le quedaba mucha. Fue un gesto de amistad que la compartiera conmigo. Hablamos del amor y de la pérdida de un ser querido. Por eso se echó a llorar.

– Dudo que sea eso lo que diga la señora Cavendish -replicó Narraway-. Y él no era Cartucho. Ha aparecido alguien que asegura que sabe exactamente dónde estuvo Wray la noche de la última sesión de espiritismo de Maude Lamont. Cenó tarde con el párroco del pueblo y su mujer.

– Creo que ya se lo he preguntado, señor Narraway. ¿Qué se propone hacer al respecto? -preguntó Vespasia con tono más áspero.

Narraway se volvió hacia ella.

– No hay nada que yo pueda hacer, lady Vespasia. Los periódicos dirán lo que quieran, y no tengo poder sobre ellos. Creen que un anciano inocente y desconsolado ha sido empujado al suicidio por un policía que pone excesivo celo en su trabajo. Hay considerables pruebas en ese sentido, y no puedo demostrar que sean falsas, aunque crea que lo son. -En su voz no había la menor convicción; solo una profunda desesperación. Miró a Pitt-. Espero que pueda seguir con su trabajo, aunque ahora parece inevitable que Voisey acabe ganando. Si necesita que le ayude alguien más aparte de Tellman, dígamelo. -Se interrumpió con aire desgraciado-. Lo siento, Pitt. Nadie que se cruza con el Círculo Interior consigue ganar por mucho tiempo… al menos aún no. -Se encaminó hacia la puerta-. Buenos días, lady Vespasia.

Perdone la intromisión. -Y salió con tanta rapidez como había entrado.

Pitt estaba perplejo. En menos de un cuarto de hora su mundo se había venido abajo. Charlotte y los niños estaban bien; Voisey no tenía ni idea de dónde estaban, ¡pero posiblemente en ningún momento había querido averiguarlo! Su venganza era más sutil y adecuada que la simple violencia. Pitt le había desacreditado a los ojos de los republicanos. Y a cambio, él le había desacreditado a los ojos de la gente para la que trabajaba y que tan buen concepto tenía de él.

– Valor, querido -dijo Vespasia con suavidad, pero se le quebró la voz-. Creo que va a ser muy difícil, pero no tiraremos la toalla. No permitiremos que triunfe el mal sin luchar con todas nuestras fuerzas para combatirlo.

Pitt la miró. Parecía más frágil que de costumbre, con la espalda rígida, los delgados hombros cuadrados y los ojos arrasados por las lágrimas. No podía defraudarla.

– No, por supuesto que no -reconoció, aunque no tenía la menor idea de por dónde empezar ni cómo hacerlo.

Capítulo 12

La mañana siguiente fue una de las peores de la vida de Pitt. Había logrado conciliar el sueño aferrándose con gratitud a la idea de que al menos Charlotte, los niños y Gracie estaban fuera de peligro. Se despertó viéndolos en su imaginación y se sorprendió a sí mismo sonriendo.

Luego recuperó la memoria y se acordó de que Francis Wray había muerto, posiblemente por voluntad propia, solo y desesperado. Lo recordaba de forma muy vivida sentado a la mesa, disculpándose por no tener bizcocho o confitura de frambuesa que ofrecerle, y compartiendo a cambio la atesorada mermelada de ciruela con tanto orgullo.

Pitt estaba acostado en la cama mirando el techo. La casa estaba en silencio. Eran las seis pasadas; faltaban dos horas para que llegara la señora Brady. No se le ocurría ninguna razón para levantarse, pero sus pensamientos no iban a permitirle volver a conciliar el sueño. Aquella era la venganza de Voisey, y era perfecta. ¿Sabía Wetron que le estaba ayudando cuando había enviado a Tellman para que incitase a Pitt a volver a Teddington una segunda vez y a hacer preguntas por el pueblo?

Wray era la víctima perfecta, un anciano afligido y olvidadizo, demasiado honrado para callarse su aversión ante lo que creía que era un pecado contra Dios: invocar a los muertos. Voisey seguramente se había enterado de la historia de la joven Penélope, que había perdido a su hijo y que en su desesperación había acudido a una médium, quien la había utilizado y embaucado y le había arrebatado su dinero, y a quien habían pillado luego en un fraude barato. ¡Después de todo, había ocurrido en el mismo pueblo donde vivía su hermana! Una situación demasiado idónea para dejarla pasar.

Quizá había sido Octavia Cavendish quien había llevado el folleto de Maude Lamont a su casa. Le habría resultado bastante fácil dejarlo en un lugar destacado donde Pitt lo viera. A ambos los habían llevado como corderos al matadero… y en el caso de Wray, de forma literal. A Pitt le esperaba algo más lento, más exquisito. Sufriría y Voisey se dedicaría a observar mientras saboreaba su triunfo.

Era estúpido quedarse en la cama pensando en ello. Se levantó rápidamente y, después de lavarse, afeitarse y vestirse, bajó en medio del silencio reinante para prepararse una taza de té y dar de comer a Archie y Angus. Él no tenía apetito.

¿Qué le iba a decir a Charlotte? ¿Cómo iba a explicarle otra calamidad? Se quedó aturdido solo con pensarlo.

Perdió la noción del tiempo sentado en la cocina, dejando que el té se enfriara, hasta que finalmente se levantó y hurgó en sus bolsillos en busca de calderilla para salir a comprar el periódico.

Todavía no habían dado las ocho. Era una mañana tranquila y una luz pálida se filtraba a través de la bruma que envolvía la ciudad, aunque el sol ya estaba alto. Estaban a mediados de verano y las noches eran cortas. Había mucha gente por la calle: recaderos, conductores de carros de reparto, vendedores ambulantes a la caza de un cliente madrugador; las criadas sacaban ruidosamente la basura al patio mientras daban órdenes a los limpiabotas y a las fregonas, o decían a las sirvientas que estaban a su cargo qué hacer y cómo hacerlo. De vez en cuando Pitt oía a alguien sacudir una alfombra y veía cómo se elevaba en el aire una fina nube de polvo.

En la esquina estaba el chico que vendía periódicos, el mismo de todos los días, pero esta vez no le sonrió ni le saludó.

– No creo que lo quiera -dijo, sombrío-. Debo reconocer que me ha sorprendido. Sabía que era usted un poli, aunque vive en un barrio bonito y todo lo demás. Nunca pensé que sería capaz de hacer que un hombre se suicidase. Son dos peniques.

Pitt le dio el dinero y el chico lo cogió sin decir nada más, volviéndose ligeramente tan pronto como hubo terminado la conversación.

Pitt volvió a su casa sin abrir el periódico. A su lado pasaron otras dos o tres personas. Ninguna de ellas le dirigió la palabra. No tenía ni idea de si lo habrían hecho en circunstancias normales. Estaba demasiado aturdido para pensar.

Una vez dentro, volvió a sentarse a la mesa de la cocina y abrió el periódico. No estaba entre las noticias principales -copadas por las elecciones, como había esperado-, pero tan pronto como las pasó, encontró en el centro de la parte superior de la página cinco lo siguiente: