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En la esquina estaba el chico que vendía periódicos, el mismo de todos los días, pero esta vez no le sonrió ni le saludó.

– No creo que lo quiera -dijo, sombrío-. Debo reconocer que me ha sorprendido. Sabía que era usted un poli, aunque vive en un barrio bonito y todo lo demás. Nunca pensé que sería capaz de hacer que un hombre se suicidase. Son dos peniques.

Pitt le dio el dinero y el chico lo cogió sin decir nada más, volviéndose ligeramente tan pronto como hubo terminado la conversación.

Pitt volvió a su casa sin abrir el periódico. A su lado pasaron otras dos o tres personas. Ninguna de ellas le dirigió la palabra. No tenía ni idea de si lo habrían hecho en circunstancias normales. Estaba demasiado aturdido para pensar.

Una vez dentro, volvió a sentarse a la mesa de la cocina y abrió el periódico. No estaba entre las noticias principales -copadas por las elecciones, como había esperado-, pero tan pronto como las pasó, encontró en el centro de la parte superior de la página cinco lo siguiente:

Lamentamos profundamente tener que informar del fallecimiento del pastor Francis W. Wray, hallado en su casa de Teddington el día de ayer. Tenía setenta y tres años, y seguía desconsolado por la reciente defunción de su amada esposa, Elisa. No deja hijos, pues todos fallecieron a temprana edad.

La policía, en la persona de Thomas Pitt, relevado recientemente del mando de la comisaría de Bow Street y por tanto sin autoridad reconocida, fue a ver al señor Wray varias veces y habló con sus vecinos, haciéndoles preguntas muy personales e indiscretas acerca de la vida y opiniones del señor Wray y su comportamiento reciente. Él negó que aquello formara parte de su hasta ahora infructuosa investigación del asesinato de la médium y organizadora de sesiones de espiritismo, la señorita Maude Lamont, que se cometió en Southampton Row, Bloomsbury.

Después de hacer nuevas indagaciones en el pueblo, el señor Pitt fue a ver al señor Wray a su casa, y una persona que acudió a visitarle más tarde encontró al señor Wray en un estado muy agitado, como si le hubieran hecho llorar.

A la mañana siguiente, el ama de llaves del señor Wray, Mary Ann Smith, encontró al señor Wray muerto en su sofá y no halló ninguna carta; solo un libro de poesía en el que había señalado un verso del difunto Matthew Arnold.

El médico que acudió dictaminó que la causa de la muerte había sido la ingestión de veneno, probablemente de la clase que daña el corazón. Se ha especulado sobre la posibilidad de que fuera alguna de las plantas de la gran variedad que tiene el señor Wray en el jardín, pues se sabe que no salió de su casa después de la visita del señor Pitt.

Francis Wray había tenido una destacada carrera académica…

El artículo continuaba con una enumeración de los logros de su vida, seguida de los elogios de un buen número de figuras prominentes que lloraban su muerte y se mostraban escandalizadas y entristecidas por las circunstancias de la misma.

Pitt cerró el periódico y se preparó otra taza de té. Volvió a sentarse y la sostuvo entre las manos, tratando de recordar qué había dicho exactamente a la gente de Teddington que podía haber llegado tan rápidamente a oídos de Wray, y cómo podía haberle herido tan profundamente. ¿Había sido realmente tan torpe? Estaba seguro de no haber dicho nada a Wray. El estado de agitación en el que le había visto Octavia Cavendish se debía a su consternación por la muerte de su esposa… pero, por supuesto, ella no podía saberlo, ni era probable que lo creyera en aquellas circunstancias. Nadie lo haría. El hecho de que hubiera llorado por su esposa solo aumentaba el pecado de Pitt.

¿Cómo iba a luchar contra Voisey ahora? Las elecciones estaban demasiado próximas. Aubrey Serracold perdía terreno y Voisey lo ganaba hora tras hora. Pitt no había logrado frenar para nada su éxito. Había observado todo lo ocurrido y había influido en su desarrollo tanto como el espectador de una obra de teatro respecto al escenario que tiene delante, visible y audible, pero totalmente fuera de su alcance.

Ni siquiera sabía cuál de los tres clientes había matado a Maude Lamont. De lo único que estaba seguro era de que la causa había sido el chantaje que ella les había hecho aprovechándose de sus distintos temores: en el caso de Kingsley, que su hijo hubiera muerto como un cobarde, lo que parecía poco probable; en lo referente a Rose Serracold, que su padre hubiera muerto loco, cuyo grado de verdad o falsedad seguía sin saberse; mientras que en el caso del hombre representado por el cartucho, Pitt no tenía ni idea de cuál era su identidad o en qué podía consistir su punto débil. Nada de lo que había averiguado sobre Rose o Kingsley arrojaba la menor luz sobre el asunto. Ni siquiera contaba con una hipótesis. Las personas que ya estaban muertas podían saber en teoría cualquier cosa. Podía tratarse de un secreto familiar, un amigo muerto traicionado, un hijo, un amante, un crimen oculto, o sencillamente una insensatez que los avergonzaría por ser íntima. Todo ello tenía que bastar para que el hecho de averiguarlo compensara el precio que había que pagar por mantenerlo en secreto.

¿Tal vez si diera la vuelta al razonamiento tendría más sentido? ¿Cuál era el precio? Si estaba relacionado con Voisey, era algo que podía impulsar su campaña electoral. Tenía toda la ayuda que necesitaba en sus discursos, los fondos, los temas a debatir… Lo que realmente podía ayudarle era que Serracold acabase hundido. Y eso era lo que había encomendado a Kingsley. Ya se había ganado a sus defensores; la victoria dependía de su capacidad para persuadir a los votantes liberales de toda la vida, manteniendo así el equilibrio del poder. ¿Quién había atacado a Serracold y había obtenido algún resultado? ¿Quién era esa persona con la que nadie habría contado?

Volvió a coger de mala gana el periódico y hojeó la sección de política interior, las cartas al director y las reseñas de los discursos. Había muchos elogios y acusaciones dirigidos a los candidatos de ambos bandos, pero la mayoría eran generales, orientados al partido antes que a un individuo. Aparecían varios comentarios mordaces sobre Keir Hardie y su intento de convertirse en el nuevo portavoz de la clase trabajadora.

Debajo de uno de ellos Pitt encontró una carta personal que criticaba las opiniones inmorales y potencialmente desastrosas del candidato liberal por Lambeth sur, y elogiaba a sir Charles Voisey, quien defendía la cordura antes que el socialismo, los valores del ahorro y la responsabilidad, la autodisciplina y la caridad cristiana antes que la laxitud, el egoísmo y un experimento social no ensayado que barría con los ideales del valor y la justicia. Lo firmaba Reginald Underhill, obispo de la Iglesia de Inglaterra.

Desde luego, tenía tanto derecho a poseer opiniones políticas, y a expresarlas con toda la virulencia que quisiera, como cualquier otro hombre, independientemente de si eran lógicas o incluso honradas. Pero ¿lo hacía por convicción propia o porque le habían hecho chantaje para que lo hiciera?

Sin embargo, no veía los motivos que podía tener un obispo para haber acudido a una médium. Sin duda, como a Francis Wray, la sola idea le habría horrorizado.

Pitt seguía considerando la posibilidad cuando llegó la señora Brady. Le dio los buenos días con bastante cordialidad y se quedó de pie, apoyándose en un pie y en otro, visiblemente incómoda.

– ¿Qué ocurre, señora Brady? -preguntó él. Ese día no estaba de humor para ocuparse de una crisis doméstica.

Ella parecía consternada.

– Lo siento, señor Pitt, pero después de lo que he leído en los periódicos esta mañana, no puedo seguir viniendo a esta casa. Mi marido dice que no está bien. Hay trabajo de sobra, y dice que tengo que encontrar otra casa. Dígale a la señora Pitt que lo siento mucho, pero tengo que hacer lo que él me dice.

No tenía sentido discutir con ella. Lo miraba con una triste expresión de desafío. Tenía que vivir con su marido, independientemente de cuáles fueran sus opiniones. En cambio, podía darle la espalda a Pitt.