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– Entonces será mejor que se vaya -dijo él con rotundidad. Sacó una moneda de media corona de su billetera y la dejó en la mesa-. Es lo que le debo de esta semana. Adiós.

Ella no se movió.

– ¡No tengo la culpa! -exclamó en tono acusador.

– Ha tomado una decisión, señora Brady. -La miró fijamente con la misma cólera y dolor a punto de estallar de la impotencia-. Hace más de dos años que trabaja aquí, y ha preferido creer lo que aparece escrito en los periódicos. Asunto zanjado. Le diré a la señora Pitt que se ha marchado sin avisarnos previamente. Ella decidirá si le da una carta de recomendación o no. Pero como deben de pensar mal de ella por ser mi mujer, dudo que la recomendación le sirva de mucho. Por favor, cierre la puerta al salir.

– ¡Yo no tengo la culpa! -exclamó-. ¡Yo no he ido a ver a un anciano y le he incitado a suicidarse!

– ¿Cree que mis sospechas sobre él eran infundadas? -preguntó Pitt, elevando más la voz de lo que pretendía.

– ¡Es lo que pone! -La mujer le sostuvo la mirada.

– Si para usted es suficiente, será mejor que me juzgue igualmente sin fundamento y se marche. Como he dicho, asegúrese de cerrar la puerta de la calle al salir. Hoy es un día de esos en los que alguien podría entrar con malas intenciones. Adiós.

La señora Brady resopló audiblemente, cogió el dinero de la mesa y, girando sobre los talones de sus botas, se alejó por el pasillo. El oyó cómo cerraba con un portazo, sin duda para que no tuviera ninguna duda de que se había marchado.

Pasó otro miserable cuarto de hora antes de que sonara el timbre. Pitt prácticamente no reparó en ello. Volvió a sonar. Quienquiera que fuese no iba a permitir que le rechazaran tan a la ligera. Sonó una tercera vez.

Pitt se levantó y recorrió el pasillo. Abrió la puerta en actitud defensiva. En el umbral estaba Cornwallis con aire abatido pero resuelto, mirando con cara sombría a Pitt.

– Buenos días -murmuró-. ¿Puedo pasar?

– ¿Para qué? -preguntó Pitt, con menos gentileza de la que hubiera deseado. Las críticas de Cornwallis le resultarían más difíciles de aceptar que las de cualquier otro hombre. Se sorprendió e incluso se asustó un poco de lo vulnerable que se sentía.

– ¡Porque me niego a hablar con usted aquí, en la puerta, como un vendedor ambulante! -dijo Cornwallis con brusquedad-. No tengo ni idea de qué voy a decirle, pero prefiero tratar de pensar algo mientras me siento. Me he enfadado tanto al leer los periódicos que me he olvidado de desayunar.

Pitt casi sonrió.

– Tengo pan y mermelada, y el agua acaba de hervir. Será mejor que avive el fuego del fogón. La señora Brady acaba de despedirse.

– ¿La criada? -preguntó Cornwallis, mientras entraba y cerraba la puerta detrás de Pitt, y le siguió por el pasillo.

– Sí. Tendré que empezar a hacerlo todo yo. -En la cocina le ofreció té y tostadas, que Cornwallis aceptó, poniéndose razonablemente cómodo en una de las sillas de respaldo duro.

Pitt echó carbón al fuego y lo atizó hasta que ardió con fuerza, luego puso una rebanada de pan en la tostadera y dejó que se dorara. El hervidor de agua empezó a silbar débilmente en el fuego.

Cuando cada uno tuvo una tostada y el té quedó reposando, Cornwallis empezó a hablar.

– ¿Tenía algo que ver ese tal Wray con Maude Lamont? -preguntó.

– Que yo sepa, no -respondió Pitt-. Detestaba a los médiums, sobre todo a los que daban falsas esperanzas a los desconsolados, pero que yo sepa, no sentía una especial aversión por Maude Lamont.

– ¿Por qué?

Pitt le contó la historia de la joven de Teddington, su hijo muerto, su consulta al médium, su profunda tristeza y luego su propia muerte.

– ¿Podría haber sido Maude Lamont? -preguntó Cornwallis.

– No. -Pitt estaba totalmente seguro-. No debía de tener más de doce años cuando eso ocurrió. La única relación que hay es la que se inventó Voisey para atraparme. Y yo le ayudé.

– Eso parece -asintió Cornwallis-. Pero que me aspen si dejo que salga impune. Si no podemos defendernos a nosotros mismos, debemos atacar.

Esta vez Pitt sonrió. El hecho de que Cornwallis hubiera tomado partido por él sin hacer preguntas le sorprendió y le llenó de gratitud.

– Ojalá supiera cómo -respondió-. He estado considerando la posibilidad de que el hombre que se esconde detrás del cartucho sea el obispo Underhill. -Se sorprendió al oírse a sí mismo decir aquello sin miedo a que Cornwallis lo descartara tachándolo de absurdo. La amistad que le había demostrado era lo único bueno que había ocurrido ese día. En el fondo sabía que Vespasia reaccionaría de manera similar. Confiaba en que ayudara a Charlotte en lo que iba a ser un momento difícil, no solo para ella, que se sentiría furiosa e incapaz de ayudar y sufriría por él, sino también por la crueldad que los niños tendrían que soportar de los amigos del colegio, hasta de la gente de la calle, sin saber apenas la razón, solo que su padre era repudiado. Era algo que nunca habían experimentado antes y no lo entenderían. Se negaba a pensar en ello en esos momentos. Ya sería bastante terrible cuando llegara el momento de hacerlo; no había necesidad de anticipar el dolor cuando no podía hacerse nada al respecto.

– El obispo Underhill -repitió Cornwallis pensativo-. ¿Por qué? ¿Por qué él?

Pitt le explicó su razonamiento basado en la ayuda que había ofrecido el obispo a Voisey, que difícilmente podía ser una coincidencia y, según Emily, resultaba poco propia del carácter demostrado anteriormente.

Cornwallis frunció el entrecejo.

– ¿Qué le llevaría a acudir a una médium?

– No tengo ni idea -respondió Pitt, demasiado absorto en su infelicidad para percibir la emoción que vibraba en la voz de su interlocutor.

La discusión se vio interrumpida por otra llamada a la puerta. Cornwallis se levantó inmediatamente y fue a abrir sin darle a Pitt la oportunidad de hacerlo. Volvió al cabo de unos minutos seguido de Tellman, que parecía el principal doliente de un funeral.

Pitt esperó a que uno de los dos hablara.

Tellman carraspeó y a continuación volvió a sumirse en un silencio abatido.

– ¿Para qué has venido? -preguntó Pitt. Oyó el tono brusco y acusador que había empleado, pero le resultaba absolutamente imposible moderarlo.

Tellman le miró furioso.

– ¿Dónde quieres que esté si no? -replicó en tono desafiante-. ¡Fue culpa mía! ¡Te dije que fueras a Teddington! ¡Si no hubiera sido por mí, nunca habrías oído hablar de Wray! -Tenía una expresión angustiada, el cuerpo rígido y la mirada encendida.

Pitt se vio sorprendido y comprendió que Tellman se acusaba a sí mismo de lo ocurrido. Se sintió demasiado avergonzado para encontrar palabras. De haberse sentido menos abatido, le habría conmovido la lealtad de Tellman, pero estaba excesivamente asustado. Todo era consecuencia de las pruebas que había obtenido antes de lo ocurrido en Whitechapel. ¡Ojalá no hubiera estado tan seguro de sí mismo y no se hubiera obstinado en presentarlas porque quería defender su idea de justicia!

Había hecho lo correcto, desde luego, pero eso no iba a ayudarle ahora.

– ¿Quién le habló de Francis Wray? -preguntó Cornwallis a Tellman-. Y por el amor de Dios, siéntese. Parece que estemos de pie alrededor de una tumba. La pelea aún no ha terminado.

Pitt quería creerlo, pero no había esperanza racional a la que pudiera aferrarse.

– El superintendente Wetron -respondió Tellman, y miró a Pitt.

– ¿Por qué? -insistió Cornwallis-. ¿Qué motivos le dio? ¿Quién le insinuó que era Wray? No le conocía personalmente, de modo que alguien tuvo que hablarle de él. ¿Quién relacionó a Wray con el desconocido que visitaba a Maude Lamont?

Ensimismado, Pitt pensó en lo mucho que Cornwallis había averiguado sobre el caso, y miró a Tellman.