Pitt rezó una oración de agradecimiento por la inteligencia de Tellman, y a continuación dio las gracias al sargento con tanta sinceridad que el hombre se sonrojó, complacido.
De nuevo en el carruaje, sintiéndose débil a causa del alivio cada vez mayor, mostró la hoja a Vespasia y le preguntó si prefería que la llevaran a casa antes de que empezara a visitar las direcciones de la lista.
– ¡Por supuesto que no! -respondió ella con brusquedad-. ¡Empecemos de una vez!
Tellman ya había comprobado la coartada de Lena Forrest, quien aseguraba que había ido a ver a una amiga a Newington, y había confirmado que había estado realmente allí, aunque la señora Lightfood tenía una noción muy vaga del tiempo. En esos momentos desandaba lo andado con otros clientes de Maude Lamont, con la vaga esperanza de averiguar algo más sobre los métodos de la médium que pudiera conducirle hasta Cartucho. Tenía pocas esperanzas de éxito, pero debía dar a Wetron la impresión de que lo hacía con urgencia. Hasta entonces había visto a Wetron como a un mero sustituto de Pitt, que ocupaba su puesto más por casualidad que porque lo hubiera planeado. Estaba resentido con él, pero sabía que Wetron no tenía la culpa. Alguien debía ocupar el cargo. No le gustaba Wetron; tenía una personalidad calculadora, demasiado diferente de la cólera y la compasión que Tellman estaba acostumbrado a ver en Pitt. Claro que no le habría gustado nadie que lo hubiera sustituido.
De pronto veía a Wetron con otros ojos. Ya no era un policía de carrera anodino, sino un enemigo peligroso que debía ser contemplado desde una perspectiva profundamente personal. Un hombre capaz de erigirse en dirigente del Círculo Interior tenía que ser a la fuerza valiente, cruel y sumamente ambicioso. Y también lo bastante listo para haberse burlado incluso de Voisey, o de lo contrario no sería una amenaza para él. Solo un necio dejaría de vigilar sus palabras o sus acciones.
Tellman hizo ver, por tanto, que iba tras Cartucho, después de dejar al sargento de la recepción una lista de los lugares en los que iba a estar, en caso de que Pitt le buscara por cualquier motivo relacionado con los asuntos verdaderamente importantes.
Estaba escuchando cómo la señora Drayton describía su última sesión de espiritismo, en la que había habido manifestaciones tan dramáticas que habían dejado perpleja a la misma Maude Lamont, cuando el mayordomo los interrumpió para decir que un tal señor Pitt había acudido a ver al señor Tellman, y que el asunto era tan urgente que lamentaba que no pudiera esperar.
– Hazle pasar -dijo la señora Drayton antes de que Tellman pudiera dar una excusa para marcharse.
El mayordomo obedeció, y un momento después Pitt estaba en la habitación, pálido y casi incapaz de estarse quieto.
– Realmente extraordinario, señor Tellman -dijo la señora Drayton con entusiasmo-. ¡Quiero decir que la señorita Lamont no había esperado semejante demostración! En su cara de asombro pude ver incluso miedo. -Elevó la voz con la emoción-. Fue en ese momento cuando supe con absoluta certeza que tenía poderes. Confieso que me había preguntado un par de veces antes si podía estar preparado, pero aquello no lo estaba. La expresión de su cara me lo confirmó.
– Sí, gracias, señora Drayton -dijo Tellman con bastante brusquedad. Todo parecía tan terriblemente trivial ahora. Habían encontrado la palanca en la mesa, un sencillo truco mecánico. Miró a Pitt y comprendió que había ocurrido algo muy serio.
– Discúlpeme, señora Drayton -dijo Pitt con voz ronca-. Me temo que necesito que el inspector Tellman haga algo… inmediatamente.
– Oh… pero… -empezó a decir ella.
Probablemente Pitt no pretendía rechazarla de ese modo, pero su paciencia había llegado al límite.
– Gracias, señora Drayton. Buenos días.
Tellman salió detrás de él y vio el coche de Vespasia en la cuneta, y entrevió su perfil en el interior.
– Voisey sabe dónde están Charlotte y los niños. -Pitt no podía seguir conteniéndose-. Nombró al pueblo.
Tellman comenzó a sudar y sintió una opresión en el pecho que le hacía difícil respirar. Le tenía aprecio a Charlotte, desde luego, pero si Voisey enviaba a alguien, Gracie también correría peligro, y ese pensamiento invadió su mente y lo sumió en un estado de horror. La idea de que hicieran daño a Gracie, el espectro de un mundo sin ella, era tan terrible que no podía soportarla. Era como si la felicidad no pudiera volver a ser posible.
Oyó la voz de Pitt como si estuviera a kilómetros de distancia. Tenía algo en la mano.
– Quiero que vayas hoy mismo a Devon y las lleves a algún lugar seguro.
Tellman parpadeó. Lo que Pitt le tendía era dinero.
– Sí -dijo cogiéndolo-. ¡Pero no sé dónde están!
– En Harford -respondió Pitt-. Toma el Great Western hasta Ivybridge. Desde allí solo hay un par de kilómetros hasta Harford. Es un pueblo pequeño. Pregunta y los encontrarás. Será mejor que los lleves a una de las ciudades de los alrededores, donde nadie te conozca. Busca alojamiento donde haya muchas personas. Y… quédate con ellos, al menos hasta que se sepan los resultados de las elecciones. No falta mucho. -Sabía lo que le estaba pidiendo, y lo que podía costarle a Tellman cuando Wetron se enterara, pero de todos modos lo hizo.
– De acuerdo -aceptó Tellman, sin plantearse siquiera cuestionar su petición. Dijo a Pitt que Wetron le había dado órdenes de ocuparse de Cartucho, luego se guardó el dinero y se sentó al lado de Vespasia.
Tan pronto como Pitt se subió, se dirigieron a la estación de tren del Great Western y, tras una despedida muy breve, Tellman fue a comprar el billete para tomar el siguiente tren.
Fue una pesadilla de viaje que no parecía acabar nunca. Kilómetros y kilómetros de campiña desfilaban más allá de las ventanas del traqueteante vagón. El sol empezaba a ocultarse por el oeste, y la luz de la última hora de la tarde se atenuaba poco a poco, y sin embargo seguían sin estar cerca de su destino.
Tellman se levantó para estirar las piernas, pero no había nada que hacer aparte de balancearse tratando de mantener el equilibrio y contemplar cómo las colinas y los valles se elevaban para allanarse a continuación. Se sentó y siguió esperando.
Ni siquiera había pasado por su casa para recoger unas camisas limpias, unos calcetines o algo de ropa interior. De hecho, no tenía ni una navaja de afeitar, un peine o un cepillo de dientes. Pero nada de eso importaba, y era más fácil pensar en las cosas pequeñas que en las grandes. ¿Cómo iba a defenderlos si Voisey enviaba a alguien? ¿Y si cuando llegara allí ya se habían ido? ¿Cómo los encontraría? Era un pensamiento demasiado terrible para soportarlo, y sin embargo no podía apartarlo de su cabeza.
Se quedó mirando por la ventana. Seguramente ya estaban en Devon. ¡Llevaban horas viajando! Advirtió lo roja que era la tierra, tan distinta de la de los alrededores de Londres a la que estaba acostumbrado. El campo parecía inmenso, e incluso en pleno verano había algo amenazador en él. Las vías se extendían sobre la elegante arcada de un viaducto. Por un momento la osadía que revelaba la construcción de algo semejante le dejó pasmado. Luego se dio cuenta de que el tren reducía la velocidad; estaban llegando a una estación.
¡Ivybridge! Ya había llegado. ¡Por fin! Abrió la puerta de par en par y casi tropezó con las prisas por bajar al andén. La luz de la tarde alargaba las sombras y aumentaba dos y hasta tres veces la longitud de los objetos que las proyectaban. El horizonte al oeste ardía en un derroche de color tan brillante que al contemplarlo le dolía la vista. Cuando le dio la espalda estaba cegado.
– ¿Puedo ayudarle en algo, señor?
Se volvió parpadeando. Tenía ante sí a un hombre con un elegante uniforme de jefe de estación que ciertamente se tomaba muy en serio su cargo.