Выбрать главу

– Vamos a quedarnos en Exeter hasta que terminen las elecciones y sepamos si Voisey ha ganado o perdido -respondió.

– No, creo que voy a volver a Londres -respondió Charlotte, contradiciéndole-. Si están acusando a Thomas de la muerte de ese hombre, debo estar a su lado.

– Va a quedarse aquí -dijo Tellman con rotundidad-. Es una orden. Llamaré por teléfono y me encargaré de que le comuniquen a Pitt que están bien y fuera de peligro.

– Inspector Tellman, yo… -empezó ella.

– Es una orden -volvió a decir él-. Lo siento, pero no hay más que hablar.

– Sí, Samuel -murmuró Gracie.

Charlotte estrechó a Jemima en sus brazos y no dijo nada más.

Capítulo 14

Isadora estaba sentada a la mesa del desayuno frente al obispo, y observaba cómo jugueteaba con la comida, empujando por el plato el beicon, los huevos, la salchicha y el riñón. Volvía a tener mal aspecto, y sabía que si le preguntaba cómo se encontraba, se lo diría. En ese caso, tal y como se le exigía, debería escuchar y mostrarse compasiva con su habitual amabilidad. La generosidad dictaba que hiciera más que eso, pero era incapaz de experimentar tal sentimiento. De modo que terminó su tostada con mermelada y eludió su mirada.

El mayordomo trajo el periódico de la mañana y el obispo le hizo señas para que lo dejara en su lado de la mesa, donde pudiera alcanzarlo al cabo de un par de minutos cuando hubiera acabado.

– Retire mi plato -ordenó.

– Sí, señor. ¿Le traigo otra cosa? -preguntó el mayordomo, solícito, haciendo lo que se le ordenaba-. Estoy seguro de que la cocinera le complacería encantada.

– No, gracias -contestó el obispo, rehusando el ofrecimiento-. No tengo apetito. Sirva el té únicamente, ¿quiere?

– Sí, señor. -De nuevo hizo lo que se le ordenaba y se retiró con discreción.

– ¿Te sientes mal? -preguntó Isadora antes de comprobarlo por ella misma. Estaba tan acostumbrada a ello que debía hacer un esfuerzo consciente para contenerse.

– Las noticias son deprimentes -respondió él, aunque el periódico seguía en su sitio-. Van a ganar los liberales y Gladstone volverá a formar gobierno, pero no durará mucho. Claro que nada dura.

Ella debía hacer un esfuerzo. Se lo había prometido, y percibía cierto miedo en él, al otro lado de la mesa, como un hedor que flotara en el aire.

– Los gobiernos no duran, pero tampoco deberían hacerlo -dijo ella con suavidad-. Las cosas buenas sí que duran. Llevas toda la vida predicándolo y sabes que es cierto. Y cuando las cosas se destruyen por una causa justa, Dios las vuelve a construir. ¿No consiste en eso la resurrección?

– Esa es la idea, o la esperanza -repuso él, pero su voz era inexpresiva y no levantó la mirada hacia ella.

– ¿Acaso no es la verdad? -Ella creyó que provocándole sus palabras cobrarían fuerza. Se daría cuenta de que creía en ello.

– Lo cierto es que… no tengo ni idea -respondió él-. Estoy acostumbrado a pensar así. Lo repito una y otra vez cada domingo porque en eso consiste mi trabajo. No puedo permitirme dejar de hacerlo. Pero no sé si creo en ello más que los miembros de mi congregación, que vienen porque es lo que se espera de ellos. Arrodíllate en tu banco cada domingo, repite todas las oraciones, canta todos los himnos y finge que escuchas el sermón, y parecerás un buen hombre. Puedes tener la cabeza en otra parte: en la mujer de tu vecino o en sus bienes, o saboreando sus pecados. ¿Quién va a enterarse?

– Dios lo sabrá -dijo ella, sorprendida por su tono furioso-. Y tú también lo sabes.

– ¡Somos millones, Isadora! ¿Crees que Dios no tiene nada mejor que hacer que escucharnos cuando parloteamos y le pedimos «Quiero esto» y «Dame aquello», o «Bendice a fulanito, pues me librará de la necesidad de hacer algo por él»? Esa es la clase de órdenes que doy a mis criados, y es la principal razón por la que los tenemos: para no tener que hacerlo todo nosotros mismos. -Torció el gesto indignado-. Eso no es rendir culto, es un ritual que hacemos nosotros mismos para impresionarnos unos a otros. ¿Qué clase de Dios puede querer o necesitar algo así? -En su mirada había desdén y cólera, como si le hubieran defraudado y acabara de comprenderlo en toda su plenitud.

– ¿Quién ha dicho que eso sea lo que Dios quiere? -preguntó ella.

El obispo se sorprendió.

– ¡Es lo que ha hecho la Iglesia durante casi dos mil años! -replicó-. ¡En realidad, lo ha hecho siempre!

– Creía que se suponía que era un instrumento para nuestro crecimiento -replicó Isadora-, no un fin en sí mismo.

Él frunció el entrecejo, irritado.

– A veces dices las mayores sandeces, Isadora. Soy un obispo, ordenado por Dios. No trates de decirme para qué sirve la Iglesia. Te pones en ridículo.

– Si has sido ordenado por Dios, no deberías dudar de él -replicó ella-. Pero si te han ordenado los hombres, tal vez deberías estar buscando lo que Dios desea. Puede que ambas cosas no coincidan.

Él se quedó helado. Permaneció inmóvil por un instante, luego se inclinó y cogió el periódico, y lo sostuvo a bastante altura para ocultarse detrás de él.

– Francis Wray se suicidó -dijo al poco rato-. Por lo visto, ese maldito policía, el tal Pitt, le estuvo acosando con el tema del asesinato de la médium, creyendo que sabía algo. ¡Qué estúpido!

Isadora se quedó horrorizada. Se acordaba de Pitt. Había sido uno de los hombres de Cornwallis; uno al que él tenía particular afecto. Lo primero que pensó fue cuánto le dolería a Cornwallis aquella injusticia si no era verdad, o la desilusión que se llevaría si por alguna terrible casualidad lo era.

– ¿Por qué demonios iba a creerlo? -preguntó ella elevando el tono.

– Quién sabe. -Sonó rotundo, como si aquello zanjara el asunto.

– Bueno, ¿y qué dice el periódico? -preguntó ella-. Lo tienes delante.

El obispo se irritó.

– Estaba en el de ayer. Hoy hablan poco de ello.

– ¿Qué decía? -insistió ella-. ¿De qué acusan a Pitt? ¿Por qué iba a creer que Francis Wray, precisamente, sabía algo de la médium?

– En realidad eso no importa -respondió el obispo sin bajar el periódico-. Y de todos modos, Pitt estaba totalmente equivocado. Wray no tuvo nada que ver con ello. Se ha demostrado. -Y se negó a decir más.

Isadora se sirvió una segunda taza de té y la bebió en silencio.

Luego oyó una inhalación repentina y una boqueada. El periódico resbaló de las manos del obispo y cayó con las hojas sueltas en su regazo y sobre la vajilla. Tenía la cara cenicienta.

– ¿Qué tienes? -preguntó ella alarmada, temiendo que hubiera sufrido alguna clase de ataque-. ¿Qué te pasa? ¿Te duele algo? ¿Reginald? ¿Llamo…? -Se interrumpió. Él luchaba por levantarse.

– Tengo… que salir -murmuró. Dio un manotazo al periódico y las hojas aterrizaron ruidosamente en el suelo.

– ¡Pero el pastor Williams estará aquí dentro de media hora! -protestó ella-. ¡Viene de Brighton!

– Dile que espere -respondió él, agitando una mano hacia ella.

– ¿Adonde vas? -Ella también estaba levantada-. ¡Reginald! ¿Adonde vas?

– No muy lejos -dijo él desde el umbral-. ¡Dile que espere!

Era inútil preguntar más. No iba a decírselo. Tenía que estar relacionado con algo que había leído en el periódico y le había dejado aterrado. Se inclinó y lo recogió, y empezó a buscar en la segunda página, donde calculaba aproximadamente que había estado leyendo él.

Lo vio casi inmediatamente. Era un comunicado de la policía sobre el caso de Maude Lamont. Tres clientes habían asistido a la última sesión de espiritismo que había organizado en su casa de Southampton Row. Dos de ellos aparecían mencionados en su agenda; el tercero estaba representado por un pequeño dibujo, un pictograma o cartucho. Era como una pequeña «f» garabateada bajo un semicírculo. O bien, a los ojos de Isadora, un báculo de obispo debajo de una colina dibujada a grandes trazos: Underhill.