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La multitud empezaba a impacientarse y a hablar de marcharse cuando a unos veinte pasos se detuvo un coche, no un carruaje, y Pitt vio cómo la alta figura de Voisey se apeaba y se encaminaba hacia ellos. Sintió un escalofrío de aprensión, como si en medio de toda esa gente Voisey pudiera verle y su odio pudiera alcanzarle.

– Ha venido después de todo, ¿eh? -gritó una voz, rompiendo por un instante el hechizo del momento.

– ¡Por supuesto que he venido! -respondió Voisey volviéndose hacia ellos con la cabeza alta y una expresión ligeramente divertida, mientras Pitt permanecía invisible a sus ojos, un rostro anónimo entre cientos-. Tenéis votos, ¿no?

Media docena de hombres se rieron.

– ¡Al menos no finge que le importamos! -exclamó alguien unos metros a la izquierda-. Prefiero a un canalla honrado que a otro que no lo es.

Voisey se acercó al carro que habían colocado a modo de tarima improvisada y con un movimiento ágil se subió a él.

La gente observaba atenta, pero su actitud era hostil, esperando la oportunidad de criticar, desafiar e insultar. Voisey parecía estar solo, pero Pitt reparó en dos o tres policías situados al fondo, y en media docena o más de hombres que acababan de llegar, todos vigilando a la multitud; hombres fornidos y vestidos con ropa discreta de colores apagados, pero con una fluidez de movimientos y una inquietud que contrastaban con el cansancio de los trabajadores de las fábricas.

– Habéis venido -empezó a decir Voisey- porque tenéis curiosidad por oír lo que voy a decir y os intriga saber si voy a proponer algo que justifique que me votéis a mí en lugar de al candidato liberal, el señor Serracold, cuyo partido os ha representado desde que tengo memoria. A lo mejor hasta esperáis divertiros a mi costa.

Hubo risas y un par de silbidos.

– Bueno, ¿qué queréis de un gobierno? -preguntó Voisey, y antes de que pudiera responder le hicieron callar con gritos.

– ¡Menos impuestos! -gritó alguien, y sonó un coro de burlas.

– ¡Trabajar menos horas! ¡Una semana laboral decente, no más larga que la suya!

Se oyeron más risas, pero esta vez eran ásperas, furiosas.

– ¡Sueldos decentes! Casas sin goteras. ¡Alcantarillas!

– ¡Bien! Yo también -concedió Voisey, haciéndose oír pese a que no daba la impresión de estar elevando la voz-. También me gustaría que hubiera trabajo para todo el que quiera trabajar, hombre o mujer. Me gustaría que hubiera paz, un buen comercio exterior, menos crímenes, más justicia, policía responsable y no corrupta, comida barata, pan para todos, ropa y botas para todos. También me gustaría que hiciera buen tiempo, pero…

El resto de sus palabras se perdieron entre las carcajadas.

– ¡Pero no me creeríais si os dijera que puedo conseguirlo! -terminó.

– ¡No te creemos de todas maneras! -respondió una voz a gritos, seguida de más burlas y gritos de aprobación.

Voisey sonrió, pero tenía el cuerpo rígido.

– ¡Pero me vais a escuchar, porque para eso habéis venido! Os intriga lo que os voy a decir, y sois justos.

Esta vez no hubo silbidos. Pitt advirtió el cambio en el ambiente, como si una tormenta hubiera pasado de largo sin estallar.

– ¿Trabajáis casi todos en estas fábricas? -Voisey las abarcó con un ademán-. ¿Y en estos muelles?

Hubo un murmullo de asentimiento.

– ¿Produciendo mercancías que llegan a todo el mundo? -continuó.

De nuevo se produjo un asentimiento, y se notó una ligera impaciencia. No comprendían por qué lo preguntaba. Pitt sí lo sabía, como si ya le hubiera escuchado antes.

– ¿Ropa confeccionada con algodón egipcio? -preguntó Voisey elevando la voz y escudriñando sus rostros, el lenguaje de sus cuerpos, el aburrimiento o el comienzo de la comprensión-. ¿Brocados de Persia y de la vieja ruta de la seda hasta China e India? -continuó-. ¿Lino de Irlanda? ¿Madera de África, caucho de Birmania…? Podría continuar, pero probablemente os sabéis la lista tan bien como yo. Son los productos del Imperio. Por eso somos el mayor país comercial del mundo, por eso Gran Bretaña gobierna los mares, una cuarta parte del planeta habla nuestro idioma, y los soldados de la reina velan por la paz, por tierra y por mar, hasta en el último rincón del globo.

Esta vez la respuesta de la multitud adquirió una nota distinta de orgullo, cólera y curiosidad. Varios hombres se irguieron y se pusieron firmes. Pitt se apresuró a apartarse del campo de visión de Voisey.

Voisey gritó por encima de ellos.

– No se trata solo de gloria… Es el techo que tenéis sobre vuestras cabezas y la comida que lleváis a la mesa.

– ¿Qué hay de una jornada de menos horas? -gritó un hombre pelirrojo.

– Si perdemos el Imperio, ¿para quién trabajaréis? -le desafió Voisey-. ¿A quién compraréis y venderéis?

– ¡Nadie va a perder el Imperio! -replicó el hombre pelirrojo con tono burlón-. ¡Ni siquiera los socialistas son tan tontos!

– El señor Gladstone va a perderlo -replicó Voisey-. ¡Trozo a trozo! Primero Irlanda, luego tal vez Escocia y Gales. Quién sabe qué vendrá después… ¿India, quizá? Se acabarán el cáñamo y el yute, la madera de caoba y el caucho de Birmania. Luego África, Egipto, una porción cada vez. Si es capaz de perder Irlanda, que está tan cerca de nuestras fronteras, ¿por qué no va a perder todo lo demás?

Hubo un silencio repentino y acto seguido resonaron unas fuertes carcajadas, pero en ellas no había el menor rastro de humor, sino una nota callada de duda, tal vez hasta de miedo.

Pitt observó a los hombres más próximos a él. Todos miraban a Voisey.

– Necesitamos tener comercio -continuó Voisey, pero esta vez no tuvo necesidad de gritar. Le bastó con dirigir la voz hacia el final de la multitud-. Necesitamos el imperio de la ley y el dominio de los mares. ¡Si queremos compartir más equitativamente nuestras riquezas, debemos asegurarnos primero de que las tenemos!

Se oyó un murmullo que parecía de asentimiento.

– ¡Hagáis lo que hagáis, hacedlo bien, mejor que nadie en el mundo! -En el tono de Voisey había un matiz de orgullo, incluso de triunfo-. Y votad libremente para que os representen hombres que sepan hacer y mantener las leyes dentro de nuestro país, y tengan tratos honrados y fructuosos con los demás países del mundo para conservar y aumentar lo que tenemos. No votéis a hombres viejos que hablan en nombre de Dios, pero en realidad sólo hablan en nombre del pasado, hombres que llevan a cabo sus deseos sin escuchar los vuestros.

Se oyeron nuevos gritos de la multitud, pero a Pitt le pareció que en muchos sectores sonaban como una aclamación.

Voisey no retuvo mucho más tiempo a los trabajadores. Sabía que estaban cansados y hambrientos, y que la mañana siguiente llegaría demasiado pronto. Fue lo suficientemente inteligente para terminar mientras seguían interesados y, lo que es más importante, mientras todavía estaban a tiempo de cenar bien y pasar un par de horas en la taberna tomándose unas pintas de cerveza y hablando de ello.

Les contó un par de chistes breves y los dejó riendo mientras volvía a su coche y se marchaba.

Pitt tenía el cuerpo entumecido de haber permanecido tan inmóvil, y sentía un frío en su interior, y una admiración llena de resentimiento hacia Voisey por el modo en que había convertido esa multitud de desconocidos hostiles en hombres que se acordarían de su nombre, que se acordarían de que él no les había traicionado ni hecho falsas promesas, que no había dado por sentado que iba a caerles bien y que les había hecho reír. No olvidarían lo que había dicho sobre perder el Imperio que les proporcionaba trabajo. Podía hacer ricos a sus jefes, pero la verdad era que si sus jefes eran pobres, ellos lo eran aún más. Podía ser injusto o no, pero muchos hombres de los que estaban allí eran lo bastante realistas para saber que así eran las cosas.