– Tiene miedo a morir -se apresuró a continuar ella-. Me refiero a que está realmente asustado. Supongo que debería haberme dado cuenta hace años. -Ahora hablaba demasiado deprisa, comiéndose las palabras-. Todas las señales estaban presentes, pero nunca se me ocurrió pensarlo. Predicaba con tanta pasión… a veces… con tanta fuerza… -Eso era cierto; o al menos asilo recordaba. Bajó la voz-. Pero no cree en Dios. Ahora, cuando realmente importa, no está seguro de si hay algo más allá de la tumba o no. Por eso acudió a una médium, para tratar de ponerse en contacto con alguna persona muerta, cualquiera, solo para saber si estaban allí.
Cornwallis parecía perplejo. Ella lo vio en su cara, en sus ojos que no parpadeaban, en sus labios apretados. No tenía ni idea de qué responder. ¿Era la compasión lo que le hacía callar, o la indignación?
Ella misma sentía ambas cosas, además de vergüenza porque Reginald era su marido. Por alejados que estuvieran en sus opiniones o afectos, seguían unidos por los años que llevaban casados. Tal vez ella habría podido ayudarle si le hubiera querido lo suficiente. Tal vez el amor profundo que ella anhelaba no tenía nada que ver con aquello. ¡El sentimientos de humanidad hacia el prójimo debería haber tendido un puente sobre el abismo y ofrecido algo!
Era ya demasiado tarde.
– Por supuesto, al enterarse de quién era él, ella encontró un arma para hacerle chantaje. -Su voz ahora era apenas un susurro. Sentía las mejillas encendidas-. ¡El obispo de la Iglesia de Inglaterra acude a una médium en busca de pruebas que demuestren si hay vida después de la muerte! Se convertiría en el hazmerreír, y eso acabaría con él. -Mientras decía aquello, se dio cuenta de lo cierto que era. ¿Habría matado para impedirlo? Había empezado bastante segura de que era posible… pero ¿lo era? Si su reputación se veía arruinada, ¿qué le quedaba? ¿Hasta qué punto se había trastornado por culpa de la enfermedad y el miedo a la muerte? El miedo podía alterar prácticamente cualquier cosa; solo el amor tenía bastante poder para vencerlo… pero ¿verdaderamente había algo que despertase en Reginald el suficiente amor para ello?
– Lo siento mucho -dijo Cornwallis con la voz quebrada-. Me… gustaría poder… -Se interrumpió, mirándola impotente, sin saber qué hacer con las manos.
– ¿No va a hacer… nada? -preguntó ella-. Si encuentra las pruebas, las destruirá. Para eso ha ido allí.
Cornwallis sacudió la cabeza.
– No hay ninguna -respondió en voz baja-. Hicimos que lo publicaran en el periódico para hacer que Cartucho apareciera.
– Oh… -Isadora estaba perpleja. Reginald se había delatado innecesariamente. Le cogerían. La policía le estaría esperando. Pero para eso había acudido ella allí; era algo que tenía que suceder. Nunca habría imaginado que Cornwallis se limitaría a escuchar sin actuar, y sin embargo, ahora que iba a ocurrir, se dio cuenta de la gravedad de todo aquello. Sería el final de la carrera de Reginald, una deshonra. No podría escudarse alegando que tenía mala salud, porque la policía tomaría cartas en el asunto. Incluso podrían acusarle de algo; tal vez de obstrucción u ocultamiento de pruebas. Se negaba a pensar, aunque solo fuera vagamente, en una acusación de asesinato.
De pronto, Cornwallis estaba de pie delante de ella agarrándole los brazos, sosteniéndola como si se hubiera desmayado y estuviera a punto de caerse.
– Por favor… -dijo con tono apremiante-. Siéntese, por favor. Deje que le pida un té… u otra cosa. ¿Coñac? -La rodeó con un brazo y la acompañó hasta la silla, y la sujetó incluso mientras se dejaba caer en ella.
– El dibujo -dijo ella, jadeando un poco-. No era una efe, sino un báculo de obispo debajo de una colina. Es muy ingenioso, si uno lo piensa detenidamente. No quiero coñac, gracias. Un té me vendrá muy bien.
Pitt sabía que si iba solo a Southampton Row no podría probar nada de manera satisfactoria: ni la identidad de Cartucho ni su implicación en la muerte de Maude Lamont. Tellman estaba en Devon, y no confiaba en nadie de Bow Street, aun suponiendo que Wetron accediera a asignarle algún hombre, lo que era poco probable si no le daba una explicación. Y naturalmente, no podría explicarle nada… sin saber con certeza si estaba implicado en el asunto.
De modo que acudió directamente a Narraway, y fue él quien le acompañó en persona a Southampton Row, bajo la brillante y temprana luz del sol de aquella mañana de julio. Guardaron silencio durante todo el trayecto en coche; cada uno estaba absorto en sus propios pensamientos.
Pitt no podía apartar de su mente el recuerdo de Francis Wray. No se atrevía a albergar la esperanza de que una autopsia revelara que Wray no se había suicidado.
Repasó mentalmente todo lo que creía que había preguntado a la gente del pueblo. ¿Tan abiertas habían sido las preguntas? ¿Tan acusadoras habían resultado como para que cualquiera dedujese que se sospechaba que Wray estaba involucrado en la muerte de Maude Lamont? Y si Wray había acudido a ella con la intención de poner al descubierto sus manifestaciones fraudulentas, ¿qué delito o hipocresía había en ello?
Y era muy fácil creer que, indignado ante el daño que podía hacer la médium, Wray había volcado toda su energía en poner al descubierto dichas manifestaciones. Pitt pensó de nuevo en la historia de la joven Penélope, que había vivido en Teddington y a quien Wray había conocido. Había perdido a su hijo y se había dejado engañar por las sesiones de espiritismo y las manifestaciones, y cuando se había percatado se había suicidado en un arrebato de desesperación.
Pitt ya sabía que Maude Lamont había utilizado trucos mecánicos, al menos algunas veces -la mesa, por ejemplo-, y no podía evitar pensar que las bombillas también formaban parte de una ilusión óptica. Tal cantidad no podía ser solo para uso doméstico.
¿Era concebible que tuviera algún poder verdadero del que solo ella era en parte consciente? Más de uno de sus clientes había dicho que parecía asombrarse de algunas de las manifestaciones, como si no las hubiera preparado ella. Y no tenía ningún ayudante. Lena Forrest negaba todo conocimiento sobre sus artes o el modo en que las ejercía.
De pronto le asaltó otro pensamiento, nuevo y extraordinario, pero cuanto más lo sopesaba y lo comparaba con todo lo que sabía, más sentido le parecía que tenía.
Cuando llegaron a Southampton Row se bajó del coche seguido de Narraway, quien pagó al cochero, y esperaron hasta que se hubo alejado antes de adentrare en el callejón de Cosmo Place.
Narraway miró la puerta del jardín de la casa de Maude Lamont.
– Estará cerrada con llave -observó Pitt.
– Probablemente. -Narraway la miró entrecerrando los ojos-. Pero no quiero trepar por ese maldito muro para luego darme cuenta de que no era necesario. -Probó la argolla de hierro, girándola cuarenta y cinco grados hasta que se detuvo. Emitió un gruñido.
– Deje que le ayude a subir -dijo Pitt, ofreciéndose.
Narraway le lanzó una mirada maliciosa, pero teniendo en cuenta la estatura de ambos, y la delgadez de Narraway, habría sido absurdo que él hubiera intentado alzar a Pitt. Se miró los pantalones, apretando los labios al imaginar cómo iba a dejarlos la piedra cubierta de moho, y a continuación se volvió hacia Pitt con impaciencia.
– ¡Acabemos de una vez! ¡Preferiría que no me sorprendieran haciendo esto y tuviera que justificarme ante el agente de ronda!
Pitt esbozó una sonrisa al imaginárselo, aunque fue breve y reflejaba poca satisfacción. Se inclinó y entrelazó las manos, y Narraway apoyó un pie en ellas con cautela. Acto seguido, Pitt se irguió y aupó a Narraway a lo alto del muro. Una vez allí, se movió con torpeza hasta que encontró el equilibrio y se sentó a horcajadas, y luego se echó hacia delante y tendió una mano a Pitt. A este le costó un gran esfuerzo alzarse, pero, tras retorcerse de forma un tanto indecorosa, coronó el muro, sacó las piernas por el otro lado y saltó al suelo, seguido de Narraway.