Latimer volvió al texto de la confesión y la examinó con expresión pensativa… Parecía verdadera: respecto a esto, no cabía ninguna duda. Era cuestión de un sentimiento que surgía fuera de control. El negro Dhris había sido, obviamente, un hombre muy estúpido. ¿Cómo pudo haber inventado todos aquellos detalles de la escena en el cuarto de Sholem? Un individuo culpable que hubiera inventado su historia armaría seguramente su relato de una manera muy distinta. Y allí hacía alusión al miedo de que Dimitrios le asesinara también a él. De haber sido responsable de la muerte del judío, no se le habría pasado por la cabeza semejante idea. El coronel Haki había dicho que aquélla era una de esas historias que un hombre sólo es capaz de inventar con el solo fin de salvar su pellejo. El miedo excita increíblemente la imaginación, pero, ¿puede excitarla en ese sentido? Era evidente que las autoridades no se habían preocupado mucho por comprobar si la confesión era verdadera o no. Las pesquisas habían sido de una lamentable mezquindad y, a pesar de todo, cuanto se averiguó tendía a confirmar la confesión del negro.
Se suponía que Dimitrios había muerto durante el incendio. Pero no había ninguna prueba que apoyara tal suposición. No cabía ninguna duda de que colgar a Dhris Mohammed había resultado mucho más fácil que intentar, en medio de la terrible confusión de aquellos días de octubre, encontrar a un griego desconocido llamado Dimitrios. Por supuesto que Dimitrios había contado con esa posibilidad. Pero debido al fortuito traslado del coronel Haki al servicio de la policía secreta, se había visto finalmente implicado en aquel caso.
En cierta ocasión, Latimer había visto cómo un zoólogo amigo suyo iba reconstruyendo el esqueleto entero de un animal prehistórico, a partir de un trozo de hueso fosilizado. El trabajo le llevó unos dos años, y Latimer, el economista, se quedó maravillado ante el inagotable entusiasmo con que su amigo había llevado a cabo la tarea. Ahora, por primera vez, comprendía aquel entusiasmo. Después de haber desenterrado un pequeñísimo e informe fragmento de la personalidad de Dimitrios, anhelaba completar la estructura. El fragmento era muy pequeño, sin duda, pero era esencial.
El cuitado de Dhris jamás había tenido la más mínima oportunidad. Dimitrios se había servido de la obtusa mentalidad del negro, había jugado con su fanatismo religioso, con su simpleza, con su ansia de dinero, echando mano de una astucia que tenía algo de aterrador. «Pero dividimos el dinero en partes iguales y Dimitrios me sonrió, sin intentar matarme.» Dimitrios había sonreído. Y el negro había sentido tanto miedo ante aquel hombre al que podía haber partido en dos sólo con sus manos, que se había preguntado qué significaba aquella sonrisa cuando ya era demasiado tarde.
Aquellos ojos castaños, que reflejaban un gran cansancio, habían observado a Dhris Mohammed y le habían penetrado de manera perfecta.
Latimer dobló los folios, los guardó en su bolsillo y se volvió hacia Muishkin.
– Ciento cincuenta piastras es lo que le debo.
– Exacto -dijo Muishkin con su boca metida casi dentro de la copa. Había pedido otra al camarero: estaba a punto de terminarse su tercer ajenjo. Después de depositar la copa sobre la mesa, cogió el dinero que le ofrecía Latimer-. Usted me cae bien -aseguró con tono serio-; usted no tiene nada de esnob. Ahora se tomará un trago conmigo, ¿verdad?
Latimer echó una ojeada a su reloj.
– ¿Por qué no cena usted conmigo, antes?
– ¡Estupendo! -exclamó Muishkin al tiempo que se ponía en pie, con gran esfuerzo-. Estupendo -repitió; Latimer había advertido que en los ojos del traductor había un brillo distinto del habitual.
El ruso sugirió que fueran a un restaurante: era un lugar de luces tenues, lleno de espejos con marcos de terciopelo encarnado y volutas doradas, con manchas indelebles en los cristales; allí servían comida francesa. El local estaba abarrotado de clientes y el aire se había cargado con el humo de los cigarrillos.
Se sentaron en unas sillas tapizadas que desprendían un olor casi fétido.
– Ton [14] -dijo Muishkin mientras echaba un vistazo a su alrededor; cogió el menú y después de algunas deliberaciones, eligió el plato más caro que había.
Acompañaron la comida con un vino resinoso, un jarabe casi, típico de Esmirna. Muishkin empezó a contar su vida. Odessa, 1918. Estambul, 1919. Esmirna, 1921. Los bolcheviques. El ejército de Wrangel. Kiev. Una mujer a la que llamaban El Carnicero. Utilizaban el matadero como prisión, porque la cárcel se había convertido en un matadero. Terribles, espantosas atrocidades. Un ejército aliado de ocupación. El sentido deportivo de los ingleses. La ayuda de los americanos. Chinches en las camas. Tifus. Los cañones Vickers. Los griegos… ¡oh, Dios, aquellos griegos! Verdaderas fortunas a la espera de que alguien las cogiera. Los kemalistas. La voz de Muishkin continuó oyéndose mientras fuera, más allá del humo de los cigarrillos, más allá del terciopelo encarnado, de las volutas doradas, de los manteles blancos, la penumbra de color amatista se había convertido en una noche profunda.
Otra botella de aquel vino parecido a un jarabe había sido depositada en la mesa. Latimer comenzaba a sentir que lo invadía el sueño.
– Y después de tanta locura, ¿dónde estamos ahora?-preguntaba él ruso; su inglés se había ido deteriorando de manera gradual; en esos momentos su labio inferior estaba húmedo y tembloroso por la emoción y Muishkin clavó en su anfitrión aquella fija mirada propia del borracho que está a punto de convertirse en filósofo-. ¿Dónde estamos ahora?-repitió la pregunta acompañándola con un golpe sobre la mesa.
– En Esmirna -respondió Latimer y, al punto, comprendió que había bebido demasiado vino.
Muishkin negó, sacudiendo la cabeza con un movimiento que revelaba su enfado.
– Estamos descendiendo velozmente hacia el maldito infierno -declaró-. ¿Es usted marxista?
– No.
Muishkin se inclinó hacia delante, como quien está a punto de hacer una confidencia.
– Yo tampoco -y comenzó a tironear de la manga de Latimer; el labio inferior le temblaba con violencia-. Soy un timador.
– ¿De veras?
– Sí. -Rebuscó dentro de sus bolsillos-. Usted no es un esnob. Debo devolverle sus cincuenta piastras.
– ¿Por qué?
– Cójalas -ordenó; las lágrimas se deslizaban por sus mejillas para ir a mezclarse con el sudor y todo convergía en la punta del mentón-. Le he estafado, señor. No tengo ningún amigo a quien pagarle ese dinero, ningún permiso, nada.
– ¿Quiere decir que usted ha inventado estos documentos?
Muishkin se enderezó en su silla con un brusco movimiento.
– Je ne suis pas un faussaire [15] -dijo en tono categórico y comenzó a agitar un dedo ante los ojos de Latimer-. Hace tres meses apareció aquel tío. Mediante el pago de altísimos sobornos -sacudía el dedo con énfasis-, altísimos sobornos, había obtenido el permiso para examinar los archivos, en busca del dossier del asesinato de Sholem. El dossier estaba escrito con la antigua grafía árabe y aquel tío me trajo fotografías de los folios cuya traducción decía necesitar. Después recogió las fotografías, pero yo me guardé una copia de la traducción en mi propio archivo. ¿Lo comprende usted? Le he timado. Me ha pagado cincuenta piastras de más. ¡Puaf! -hizo castañetear los dedos-. Podría haberle estafado en cincuenta piastras; usted las hubiera pagado. Pero soy demasiado blando.
– ¿Por qué le interesaba obtener esta información?
Muishkin adoptó una expresión de pésimo humor.
– No crea que soy incapaz de meter mis malditas narices sólo en mis propios asuntos.
– ¿Qué aspecto tenía?
– El de un francés.
– ¿Qué clase de francés?
Pero la cabeza de Muishkin se había deslizado hacia delante y reposaba en su pecho; el ruso no respondió. Luego, ál cabo de unos pocos segundos, alzó la cabeza y le dirigió a Latimer una mirada vacía. Tenía el rostro lívido y, al parecer, le faltaban apenas tan sólo unos minutos para ponerse muy malo. Los labios del ruso se movieron.
– Je ne suis pas un faussaire -murmuró-; trescientas piastras, ¡asquerosamente barato! -De pronto se puso en pie y musitó-: Excusez-moi [16] -y echó a andar de prisa hacia los servicios.
Latimer aguardó durante unos minutos; después pidió la cuenta, pagó y se encaminó a investigar.
En los servicios había otra puerta y Muishkin se había marchado. Latimer volvió al hotel a pie.
Desde el balcón de su cuarto podía ver la bahía y las colinas que se alzaban al otro lado. La luna había aparecido ya y sus reflejos destellaban entre la maraña de grúas erguidas sobre la dársena en que estaban anclados varios buques de carga.
Los reflectores de un crucero turco, anclado en la rada que se abría fuera del fondeadero de carga, giraban como largos y blanquísimos dedos, rozaban las cimas de las colinas y, luego, se extinguían.
Fuera del abrigo del puerto y en las ondulaciones que coronaban la ciudad, se advertía el titilar de algunas lucecillas. Una suave brisa bonancible soplaba desde el mar y había comenzado a agitar las hojas de un árbol del jardín, cuya copa casi alcanzaba el balcón de Latimer.
En el cuarto del hotel, una mujer reía. A lo lejos, en algún lugar, resonaban las notas de un tango. El plato del gramófono giraba demasiado rápidamente y el sonido era áspero, precipitado.
Latimer encendió el último cigarrillo del día y por centésima vez se preguntó qué habría estado buscando aquel hombre que tenía aspecto de francés en el dossier del asesinato de Sholem. Por fin, arrojó la colilla de su cigarrillo y se encogió de hombros. Una sola cosa era segura: aquel hombre no podía estar interesado en Dimitrios.