– ¿Qué aspecto tenía?
– El de un francés.
– ¿Qué clase de francés?
Pero la cabeza de Muishkin se había deslizado hacia delante y reposaba en su pecho; el ruso no respondió. Luego, ál cabo de unos pocos segundos, alzó la cabeza y le dirigió a Latimer una mirada vacía. Tenía el rostro lívido y, al parecer, le faltaban apenas tan sólo unos minutos para ponerse muy malo. Los labios del ruso se movieron.
– Je ne suis pas un faussaire -murmuró-; trescientas piastras, ¡asquerosamente barato! -De pronto se puso en pie y musitó-: Excusez-moi [16] -y echó a andar de prisa hacia los servicios.
Latimer aguardó durante unos minutos; después pidió la cuenta, pagó y se encaminó a investigar.
En los servicios había otra puerta y Muishkin se había marchado. Latimer volvió al hotel a pie.
Desde el balcón de su cuarto podía ver la bahía y las colinas que se alzaban al otro lado. La luna había aparecido ya y sus reflejos destellaban entre la maraña de grúas erguidas sobre la dársena en que estaban anclados varios buques de carga.
Los reflectores de un crucero turco, anclado en la rada que se abría fuera del fondeadero de carga, giraban como largos y blanquísimos dedos, rozaban las cimas de las colinas y, luego, se extinguían.
Fuera del abrigo del puerto y en las ondulaciones que coronaban la ciudad, se advertía el titilar de algunas lucecillas. Una suave brisa bonancible soplaba desde el mar y había comenzado a agitar las hojas de un árbol del jardín, cuya copa casi alcanzaba el balcón de Latimer.
En el cuarto del hotel, una mujer reía. A lo lejos, en algún lugar, resonaban las notas de un tango. El plato del gramófono giraba demasiado rápidamente y el sonido era áspero, precipitado.
Latimer encendió el último cigarrillo del día y por centésima vez se preguntó qué habría estado buscando aquel hombre que tenía aspecto de francés en el dossier del asesinato de Sholem. Por fin, arrojó la colilla de su cigarrillo y se encogió de hombros. Una sola cosa era segura: aquel hombre no podía estar interesado en Dimitrios.
4. Mister Peters
Dos días más tarde, Latimer partió de Esmirna. No había vuelto a ver a Muishkin.
Siempre ha sido algo fascinante ver que una persona, aunque con ingenua arrogancia crea dominar los hilos que mueven su destino, resulte ser juguete de circunstancias que van más allá de sus propias posibilidades de control. Esto es lo esencial de las mejores obras de teatro, desde el Edipo de Sófocles hasta East Lynne.
Sin embargo, cuando uno mismo ha pasado por esta situación y reflexiona sobre ella, esa fascinación se convierte en algo baladí un tanto ambiguo. De modo que cuando Latimer, tiempo atrás, reconsideró aquellos días pasados en Esmirna, se sintió abrumado no tanto por desconocer el papel que estaba desempeñando, como por el carácter bienaventurado que acompaña a la ignorancia.
Se había metido en aquel asunto convencido de que tenía los ojos bien abiertos, cuando, en realidad, los tenía absolutamente cerrados. Pero eso, al menos, era un hecho irreversible. Lo irritante del caso consistía en que no se había percatado de nada durante un largo período. Por cierto que no era justo consigo mismo, pero su orgullo, la estima de sí mismo, había sufrido una mengua. Sin darse cuenta de ello, de su papel de sofisticado e impersonal registrador de hechos, había llegado a convertirse en el activo participante de un melodrama.
A la mañana siguiente de la cena con Muishkin, se sentó ante su libreta de notas para poner en orden el material de sus pesquisas.
Un día de principios del mes de octubre de 1922, Dimitrios partió de Esmirna. Entonces tenía dinero suficiente para comprar un billete en uno de aquellos barcos griegos. Luego, el coronel Haki volvió a tener noticias de él estando en Adrianópolis, dos años más tarde. Pero en ese intervalo, la policía búlgara supo de la participación de Dimitrios en el intento de asesinar a Stambutisky.
Latimer no podía precisar con seguridad la fecha de aquel atentado, pero aun así comenzó a establecer una tabla cronológica no muy exacta.
FECHA: 1922 (octubre)
LUGAR: Esmirna
OBSERVACIONES: Sholem
FUENTE: Archivos policiales
FECHA: 1923 (comienzos)
LUGAR: Sofía
OBSERVACIONES: Stambulisky
FUENTE: Cor. Haki
FECHA: 1924
LUGAR: Adrianópolis
OBSERVACIONES: Atentado contra Kemal
FUENTE: Cor. Haki
FECHA: 1926
LUGAR: Belgrado
OBSERVACIONES: Espionaje para Francia
FUENTE: Cor. Haki
FECHA: 1926
LUGAR: Suiza
OBSERVACIONES: Pasaporte a nombre de Talat
FUENTE: Cor. Haki
FECHA: 1929-31 (?)
LUGAR: París
OBSERVACIONES: Drogas
FUENTE: Cor. Haki
FECHA: 1932
LUGAR: Zagreb
OBSERVACIONES: Asesino croata
FUENTE: Cor. Haki
FECHA: 1937
LUGAR: I von
OBSERVACIONES: Carte d'identité
FUENTE: Cor. Haki
FECHA: 1938
LUGAR: Estambul
OBSERVACIONES: Asesinado
FUENTE: Cor. Haki
El problema más inmediato era, pues, comenzar a desenmarañar todo aquello. En los seis meses siguientes al asesinato de Sholem, Dimitrios salió de Esmirna, se encaminó a Sofía y se sumó al complot para asesinar al primer ministro búlgaro. Latimer encontraba difícil llegar a calcular el tiempo que se requiere para entrar a tomar parte de una conspiración destinada a asesinar a un primer ministro; no obstante, no resultaba descabellado pensar que Dimitrios hubiese llegado a Sofía poco tiempo después de su partida de Esmirna.
De haber escapado en un barco griego, su primer destino habría sido, sin duda, el puerto del Pireo y, luego, Atenas. Desde Atenas podía haber llegado por tierra hasta Sofia, vía Salónica, o bien por mar, a través del estrecho de los Dardanelos, el Bósforo, podía haber desembarcado en Burgas o en Varna, puertos búlgaros del mar Negro.
En aquellos días, Estambul estaba en poder de los aliados. Y Dimitrios no tenía nada que temer de los aliados. El problema era saber qué le llevaba a Sofía.
Pues bien, lo más lógico era ir a Atenas y desde allí emprender la tarea de rastrear su paradero. Iba a resultar difícil, sin duda. Aun cuando en esa época se hubiera intentado llevar un registro de los refugiados que llegaban, de diez mil en diez mil, era más que probable que esos registros, si aún existían, fueran incompletos. Pero no tenía sentido augurarse a sí mismo el fracaso.
Latimer tenía varios amigos influyentes en Atenas, de modo que si existía alguna clase de registro, daba por sentado que podría tener acceso al documento. Y así, se decidió a cerrar su libreta de notas.
Cuando el barco que cada semana soltaba amarras en Esmirna y ponía proa hacia el Pireo partió al día siguiente, Latimer era uno de sus viajeros.
Durante los meses subsiguientes a la ocupación de Esmirna por los turcos, más de ochocientos mil griegos regresaron a su país. Cargamento tras cargamento, llegaban apiñados en las cubiertas y en las bodegas de los barcos. Muchos de ellos iban desnudos y estaban famélicos. Algunos llevaban aún entre sus brazos los cuerpos de criaturas muertas que no habían podido sepultar. Con ellos llegaron los gérmenes del tifus y de la viruela.
Destrozados por la guerra, en la ruina total, debilitados por la falta de comida y diezmados por la carencia de medicinas, eran recibidos por su país de origen. En los presurosamente improvisados campos de refugiados morían como moscas. En las afueras de Atenas, del Pireo y de Salónica, una multitud informe yacía congelándose en medio del frío del invierno griego.
En Ginebra, la IV Asamblea de la Liga de las Naciones votó la entrega de cien mil francos oro a la organización Nansen, para que acudiera inmediatamente en ayuda de los refugiados griegos. Y así comenzó el trabajo de asistencia. Se montaron enormes edificios para albergar a aquellos infelices. Se les proporcionó comida, ropa y medicamentos. Las epidemias fueron controladas. Los supervivientes empezaron a dividirse por su propia voluntad, en nuevas comunidades. Por primera vez en la historia, un desastre de proporciones desmesuradas se había solucionado gracias al esfuerzo humanitario y a la razón. Parecía que, por fin, el animal humano descubría su conciencia, se hacía cargo del valor de su condición humana y racional.