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Esto y mucho más aún oyó Latimer de boca de su amigo Siantos, en Atenas. Sin embargo, cuando llegó el momento de sus preguntas, el escritor vio que los labios de su amigo se fruncían en un gesto de desaliento:

– ¿Un registro completo de los refugiados provenientes de Esmirna? Eso es demasiado pedir. Si usted hubiera visto cómo llegaban… Eran tantos y en un estado tan desesperado… -y después formuló la pregunta inevitable-: ¿qué interés puede tener en eso?

Latimer ya había pensado que esa pregunta surgiría una y otra vez, y, por lo tanto, había preparado su explicación. Decir la verdad, explicar que, por razones meramente académicas, intentaba seguir el rastro de un criminal muerto llamado Dimitrios, sería una larga y compleja tarea. Además, no pretendía que nadie creyera en el éxito de su trabajo. Lo que en un depósito de cadáveres de Turquía pudo haberle parecido una idea brillante, a la luz nítida y cálida del otoño griego bien podía convertirse en algo perfectamente absurdo. Mucho más sencillo le tendría que resultar el uso de un subterfugio elegante.

Y respondió así:

– Todo esto está relacionado con el nuevo libro que estoy escribiendo. Se trata de un detalle que debo comprobar. Quiero saber si después de tanto tiempo es posible seguir la pista de un refugiado.

Siantos dijo que comprendía y Latimer sonrió, abrumado por la vergüenza en el fondo de su corazón. El hecho de ser escritor podía ser aducido en las más diversas circunstancias con el fin de explicar incluso actitudes extravagantes.

Había acudido a Siantos porque sabía que, en Atenas, ese hombre ocupaba un importante puesto en el gobierno; y por medio de 61 le salió al encuentro la primera dificultad.

Sólo al cabo de una semana Siantos pudo comunicarle que existía un único registro, custodiado por las autoridades municipales y que no se permitía que personas no autorizadas tuvieran acceso a los archivos. Y el permiso exigía un trámite detallado. Le llevó otra semana: una semana de espera, de estar sentado en kafenios, de ser presentado a sedientos caballeros que tenían contactos dentro de las oficinas del municipio.

Con todo, el permiso fue expedido finalmente y al día siguiente Latimer, hacía acto de presencia en las oficinas en las que estaba archivado aquel registro.

La oficina de información era una habitación desnuda, con el piso cubierto de mosaicos y un mostrador en un extremo. Sentado detrás del mostrador se hallaba el empleado encargado del archivo. Aquel hombre se encogió de hombros una vez Latimer hubo formulado su pedido. ¿Un empacador de higos llamado Dimitrios? ¿Octubre de 1922? Era imposible. El registro había sido ordenado por orden alfabético de apellidos.

El corazón de Latimer se ensombreció. Tantas molestias para nada. Ya había dado las gracias al empleado y algunos pasos para marcharse, cuando se le ocurrió una idea. La posibilidad era muy remota…

Volvió junto al empleado.

– El apellido -le dijo- podría ser Makropoulos.

Como diría más tarde, Latimer tuvo en ese momento la vaga seguridad de ver entrar a un hombre en la oficina, por la puerta que daba a la calle. El sol dejaba caer sus rayos oblicuamente dentro de la habitación y durante una fracción de segundo, una larga sombra deformada se balanceó sobre los mosaicos del piso, mientras aquel visitante pasaba junto a la ventana.

– ¿Dimitrios Makropoulos?-repitió el empleado-. Eso ya es otra cosa. Si existe alguna persona con ese nombre en el registro, la encontraremos. Es cuestión de paciencia y de organización. Pase por aquí, por favor.

Alzó una tapa del mostrador para que Latimer pasara. Mientras la mantenía levantada, miró hacia el fondo de la habitación, por encima del hombro de Latimer.

– ¡Se ha ido! -exclamó-. Nadie me echa una mano en mi trabajo de organización. Todo el peso recae sobre mis espaldas. Pero la gente no tiene paciencia. Si de momento estoy ocupado. Y no pueden esperar -liquidó el asunto con un gesto-. En fin, eso es cosa de cada uno. Yo cumplo con mi deber. ¿Quiere usted seguirme, por favor?

Latimer le siguió a través de un tramo de escaleras de piedra, hasta desembocar en un extenso sótano ocupado por numerosas filas paralelas de armarios metálicos.

– Organización -comentó el empleado-, ése es el secreto del arte de gobernar en los días que corren. La organización engrandecerá a Grecia. Un nuevo imperio. Pero hay que tener paciencia -dijo mientras se dirigía hacia un grupo de pequeños armarios ordenados en un ángulo del sótano; abrió un cajón y comenzó a separar las tarjetas allí ordenadas; al cabo de un momento se detuvo, separó una tarjeta y la leyó con atención antes de devolverla a su sitio-. Makropoulos. Si este hombre ha sido registrado, encontraremos su ficha en el cajón número dieciséis. Esto es la organización.

En el cajón número dieciséis, sin embargo, no encontraron nada. El empleado hizo un gesto de impotencia y volvió a buscar, pero sin éxito. En ese instante, Latimer recordó algo:

– Busque por el apellido Talat -pidió, con acento casi desesperado.

– Pero es un apellido turco.

– Lo sé, pero búsquelo.

El empleado se encogió de hombros. Volvió, pues, a consultar el fichero principal.

– Cajón veintisiete -anunció el hombre, con cierta impaciencia-. ¿Está usted seguro de que ese individuo vino a Atenas? En aquellos días muchos desembarcaban en Salónica. ¿Por qué no pudo haberlo hecho este empacador de higos?

Esa era la pregunta que el mismo Latimer se había formulado ya antes. Pero nada dijo y observó los dedos de su acompañante recorriendo otro grupo de tarjetas. De pronto el hombre se detuvo.

– ¿Lo ha encontrado?-preguntó Latimer, ansioso.

El empleado extrajo una tarjeta del cajón.

– Aquí hay uno -dijo-. Este hombre era empacador de higos, pero se llamaba Dimitrios Taladis.

– Permítame verlo.

Latimer cogió la tarjeta. ¡Dimitrios Taladis! Allí estaba, y por escrito. Había descubierto ya algo que el coronel Haki ignoraba: Dimitrios había utilizado el apellido Talat antes de 1926. No cabía duda de que ése era Dimitrios. Simplemente había agregado un sufijo griego al apellido. Echó una rápida mirada al texto. Allí había otras cosas que el coronel Haki tampoco sabía.

Observó la expresión radiante del empleado.

– ¿Puedo copiar esto?

– Claro que sí. Paciencia y organización, ya lo ha visto usted. Mi organización tiene por fin ser útil. Pero no puedo permitir que el registro permanezca fuera de mi vista. Así lo exige el reglamento.

Bajo los ojos un tanto ofuscados del apóstol de la organización y de la paciencia, Latimer comenzó a copiar las frases anotadas en la tarjeta, traduciendo el texto al pasarlo a su libreta de notas. La tarjeta decía así:

NUMERO T. 53462

ORGANIZACIÓN NACIONAL

DE SOCORRO

Sector de refugio: Atenas

Sexo: masculino. Nombre: Dimitrios. Lugar y fecha de nacimiento: Salónica, 1889. Ocupación: empacador de higos. Padres: se cree que han muerto. Documento de identidad o pasaporte: carnet de identidad extraviado. Dice haberlo tramitado en Esmirna. Nacionalidad: griega. Llegada: 1 de octubre de 1922. Procedencia: Esmirna. Resultados del examen médico: físicamente apto, sin enfermedades. Observaciones: sin dinero; asignado al campo de Tabouria; se le ha entregado una tarjeta de identidad provisional.