Siantos suspiró.
– ¡Extraños intereses! -comentó-. La tendrá usted mañana mismo. ¡Ustedes los escritores…!
Antes de una semana, Latimer había obtenido ya la carta de presentación y, después de hacer los preparativos para salir de Grecia y de pedir el visado de entrada en Bulgaria, abordaba un tren nocturno que le conduciría a la capital búlgara.
El tren no llevaba demasiados viajeros y Latimer había abrigado la esperanza de disponer para él solo todo un compartimiento de un coche de literas. Pero cinco minutos antes de la hora fijada para la partida del tren, un mozo de cordel depositó un par de maletas en el compartimiento. El dueño del equipaje llegó al cabo de unos instantes.
– Discúlpeme por entrar de esta manera como un intruso -dijo a Latimer en inglés.
Era un hombre gordo, de aspecto poco saludable, que parecía haber cumplido ya los cincuenta y cinco años. Se había dado la vuelta para darle una propina al mozo, antes de hablar con Latimer, y lo primero que el escritor pudo advertir en él fue la anchura absurda de sus pantalones: cuando se movía, hacía pensar en el trasero fláccido de un elefante. Luego, al ver su cara, Latimer olvidó la comparación con el paquidermo. En sus facciones se advertía la pálida deformidad que ocasiona el exceso de comida, y también la falta de sueño. Por encima de dos pesadas bolsas de carne, se asomaban unos ojos inyectados de sangre, de un pálido azul, que parecían continuamente llorosos. Su nariz parecía de caucho y amorfa. La boca era el rasgo más expresivo de aquel rostro. Los labios, pálidos e informes, sin ser gruesos, lo parecían; apretados por encima de una dentadura blanca y regular, postiza, mostraban una continua sonrisa azucarada. En conjunto, con los ojos llorosos, aquella boca daba la impresión de una dulce resignación ante la adversidad; la hondura de ese gesto llamaba la atención del observador.
Aquí, parecía decir el mensaje de aquel rostro, hay un hombre que ha sufrido, que ha sido abofeteado por perversos Hados vengativos, tanto como ningún otro hombre haya podido serlo, y no obstante, ha mantenido viva su humilde fe en la esencial bondad del Hombre; aquí hay un mártir que ha sonreído en medio de las llamas y ha sonreído aunque no hubiera podido hacer otra cosa que llorar, mientras mostraba aquella sonrisa.
Latimer recordó al sacerdote de una iglesia, que conoció en Inglaterra, al que se había despojado de sus hábitos por haberse apropiado del dinero de su parroquia.
– Oh, el maletero estaba libre -señaló Latimer-; no se puede hablar de intrusión.
Mientras suspiraba sólo mentalmente, el escritor anotó que aquel hombre respiraba con pesadez y de manera ruidosa por su congestionada nariz: roncaría, sin duda.
El nuevo viajero se sentó en su puesto y sacudió la cabeza con lentitud:
– ¡Cuánta amabilidad la suya! ¡Qué poca gente buena se encuentra hoy en día por el mundo! ¡Qué poca consideración se tiene hacia el prójimo! -Los ojos inyectados de sangre se encontraron con la mirada de Latimer-, ¿no le importaría decirme adónde va?
– A Sofía.
– A Sofía, ¿eh? Una hermosa ciudad, muy hermosa. Yo seguiré hasta Bucarest. Espero que juntos disfrutemos de up viaje agradable.
Latimer le aseguró que él mismo abrigaba idéntica esperanza. El inglés de aquel obeso viajero era muy elaborado, pero su acento atroz, de procedencia imposible de establecer. Era un acento pesado, poco gutural, como si hablara con la boca llena de pastel. En algunos momentos, en mitad de una oración de complejísima sintaxis, aquel elaborado inglés cedía el paso a un fluido francés o a un alemán muy correcto, con lo que Latimer se afirmó en su primera impresión: ese hombre había aprendido inglés en los libros.
El viajero gordo se dio la vuelta y comenzó a desempacar; de un pequeño maletín sacó un pijama de lana, algunos calcetines de dormir, y un libro de bolsillo, cuyas páginas mostraban, en los ángulos externos, unos dobleces lamentables.
Latimer se esforzó por ver el título del libro: Joyas de la sabiduría cotidiana; estaba escrito en francés.
El hombre acomodó todas sus cosas con gran cuidado sobre la red del maletero. Acto seguido se sacó del bolsillo un paquete de finos y largos cigarrillos griegos.
– ¿Le importa que fume?-preguntó mientras le alargaba el paquete a Latimer.
– Oh, fume usted; ahora no me apetece, gracias.
El tren comenzó a tomar velocidad y el camarero se presentó en la cabina, para preparar las literas. Cuando acabó y se hubo marchado, Latimer se desvistió a medias y se echó sobre su cama.,
El viajero gordo había cogido el libro, pero lo abandonó al cabo de unos minutos.
– Sabe usted -dijo-, cuando el revisor me ha dicho que había un caballero inglés viajando en el tren, he comprendido que me aguardaba una agradable jornada. -Espiritual, dulce y compasivo, su sonrisa parecía, en este instante, equivaler a una palmada sobre la cabeza.
– Le agradezco su gentileza.
– Oh, no se trata de una formalidad: se lo digo sinceramente.
– Habla usted un inglés estupendo.
– Creo que el inglés es la más hermosa de las lenguas. Shakespeare, H.G. Wells…; ah, los grandes escritores ingleses. Sin embargo, me resulta imposible expresar todas mis ideas en inglés. Supongo que ya habrá observado usted que me resulta más fácil hablar en francés.
– ¿Pero su verdadera lengua…?
El gordo separó sus grandes y suaves manos, en uno de cuyos dedos despuntaba el brillo de un diamante de imitación, en un gesto de abarcadora amplitud.
– Soy un ciudadano del mundo -aseguró-. Para mí, todos los países y todas las lenguas son hermosas. Ah, si sólo los hombres fueran capaces de vivir como hermanos, sin odiarse, viendo exclusivamente las cosas bellas. ¡Pero no es así! Siempre esos comunistas, etcétera, etcétera…
– Creo que ahora intentaré dormir -interrumpió momentáneamente Latimer.
– ¡Dormir! -apostrofó como en un arrebato su compañero-. ¡El enorme bien que se nos ha hecho a nosotros, pobres seres humanos! Mi nombre -agregó de modo sin duda alguna incongruente- es mister Peters.
– Ha sido un gran placer conocerle a usted, mister Peters -respondió Latimer con tono seco-. Llegaremos a Sofía muy temprano; creo que no merece la pena que me desvista.
De inmediato, Latimer apagó la luz principal de la cabina. Sólo quedaron encendidas la luz azul de emergencia, que brillaba a un lado, y las bombillas que alumbraban cada litera. A continuación quitó una sábana de su cama, se envolvió en ella y entornó los ojos.
Mister Peters había observado todos aquellos preparativos en medio de un silencio cargado de avidez. Pero también él se dispuso a dormir, al parecer: comenzó a quitarse la ropa, balanceándose con pericia para compensar el movimiento del tren, mientras se ponía el pijama. Por último trepó trabajosamente hasta su litera y permaneció tendido e inmóvil durante unos minutos, respirando ruidosamente por la nariz. Luego se volvió de costado, cogió su libro y comenzó a leer.
Latimer apagó su bombilla de lectura. Al cabo de unos pocos minutos estaba ya dormido.
El tren llegó a la frontera en las primeras horas de la mañana y el escritor fue despertado por el revisor que le pedía sus documentos. Mister Peters continuaba leyendo en esos momentos; sus papeles ya habían sido revisados por los oficiales griegos y búlgaros en el pasillo, de modo que Latimer no pudo enterarse de la verdadera nacionalidad del ciudadano del mundo.
Un oficial aduanero búlgaro metió la cabeza dentro de la cabina, frunció el entrecejo ante las maletas de cada uno y se escurrió hacia fuera. El tren abandonó muy pronto la zona fronteriza. Adormilado por momentos, Latimer vio que la delgada franja de cielo dibujada entre las tablillas de la persiana se volvía primero de color azul oscuro y luego gris.
El tren llegó a Sofía a las siete. Cuando se puso en pie para vestirse y recoger sus ropas, Latimer vio que mister Peters había apagado su lamparilla de lectura y tenía los ojos cerrados.