Cuando el tren comenzó a estremecerse encima del tupido tapiz de raíles que señalaban la cercanía de la estación, Latimer abrió con cuidado la puerta del compartimiento.
Mister Peters se rebulló en su litera y abrió los ojos.
– Lo siento -dijo Latimer-, no quería despertarle.
En la penumbra de la cabina, la sonrisa del obeso viajero hacía pensar en la mueca de un payaso.
– Oh, por favor, no se preocupe por mí -dijo-. No estaba dormido. Quería decirle que el mejor hotel en que puede alojarse es el Salvianska Besseda.
– Es usted muy amable, muchas gracias. Pero ya he enviado un telegrama desde Atenas, para que me reserven una habitación en el Grand Palace. Me lo han recomendado. ¿Lo conoce usted?
– Sí. Creo que es bastante bueno. -El tren había disminuido la velocidad-. Adiós, mister Latimer.
– Adiós.
Entre las prisas por ir al lavabo y tomar el desayuno, no se le había ocurrido preguntarse cómo había logrado mister Peters saber su nombre.
5. Mil novecientos veintitrés
Con especial atención, Latimer había analizado el problema que le aguardaba en Sofía.
En Esmirna y en Atenas, todo se había reducido a lograr el acceso a los registros escritos. Cualquier investigador privado competente podía haber descubierto tanto como él.
Sin embargo, ahora las cosas serían muy diferentes. Era seguro que Dimitrios tuviera antecedentes policiales en Sofía. Pero, según las palabras del coronel Haki, la policía búlgara sabía muy poco de ese hombre. La poca importancia que le habían dado a su persona era obvia: hasta que no fueron consultados por el coronel Haki, no se habían molestado en pedir una descripción de Dimitrios a la mujer con quien se sabía que había estado relacionado. Era obvio, pues, que lo interesante sería aquello que no se hallaba en los archivos policiales y lo superfluo lo que sí se encontraba en ellos.
Tal como había dicho el coronel, en el caso de un asesinato político no es importante saber quién ha disparado la bala, sino quién ha pagado por ella. Cualquier información que tuviera la policía ordinaria sería valiosa, sin duda, aun cuando se habían preocupado más por el tirador que por el que había comprado los proyectiles.
Su primer cometido sería averiguar quién había ganado o quién hubiera podido ganar con la muerte de Stambulisky. Hasta tanto no tuviera esa información básica, era ociosa toda especulación acerca del papel que había jugado Dimitrios.
En el caso de que obtuviera la información, bien podía ser que resultara poco útil, a menos que se la aplicara a la redacción de un panfleto comunista; pero esa contingencia no formaba parte de las elucubraciones de Latimer, por el momento. Comenzaba a disfrutar con su experimento y no quería abandonarlo por motivos triviales. Si estaba destinado a morir, que tuviera, al menos, una muerte digna.
Durante la tarde del día de su llegada fue a las oficinas de la agencia francesa de noticias, en busca de Marukakis y le entregó la carta de presentación.
El griego era un hombre moreno, delgado, de mediana edad, con protuberantes e inteligentes ojos; al hablar, al final de cada una de sus frases, estiraba los labios hacia adelante, como si su propia falta de discreción le asombrara. Saludó a Latimer con la mesurada cortesía de un negociador en una tregua armada. Marukakis hablaba francés.
– ¿Qué información necesita usted, monsieur?
– Toda la que pueda proporcionarme sobre la gestión de Stambulisky en 1923.
Marukakis alzó las cejas.
– ¿Información sobre un hecho de tanto tiempo atrás? Tendré que refrescar mi memoria. Pero eso no es ningún inconveniente. Deme una hora.
– Me encantaría que cenara conmigo esta noche, en mi hotel.
– ¿Dónde se aloja?
– En el Grand Palace.
– Podríamos cenar mejor y por mucho menos dinero en otro sitio. Si lo desea, puedo llamarle a las ocho y pasar a recogerle para ir al restaurante. ¿De acuerdo?
– De acuerdo.
– Bueno. A las ocho en punto, pues. Au'voir [18].
Marukakis llegó puntualmente a las ocho y, en silencio, subieron andando por el boulevard Maria-Louise y por la calle Alabinska hasta una callejuela lateral. A mitad de la calleja había una tienda de comestibles. Marukakis se detuvo: tenía el aire de quien recupera la conciencia de sí mismo.
– Oh, no tiene un aspecto muy atractivo -dijo con un tono de duda-. Pero algunas veces la comida es muy buena aquí. ¿Prefiere ir usted a otro sitio?
– No, no, me fío de su elección.
– He pensado que era mi deber preguntárselo a usted -dijo el periodista griego tranquilizado antes de abrir la puerta de la tienda.
Dos de las mesas estaban ocupadas por un grupo de hombres y mujeres que sorbían una sopa ruidosamente. Latimer y su acompañante se sentaron en una tercera mesa. Un hombre de enormes bigotes, en mangas de camisa y con un delantal de rústica tela verde, se les acercó para dirigirles algunas palabras en búlgaro, con tono campechano.
– Será mejor que pida la comida usted -dijo Latimer.
Marukakis habló con el camarero, quien se atusó las puntas del mostacho antes de alejarse para gritar algo en dirección a una sombría abertura de la pared: al parecer, la entrada al sótano. Se oyó una voz que, débilmente, acusaba recibo del pedido. El camarero volvió, con una botella en una mano y tres vasos en la otra.
– He pedido vodka -dijo Marukakis-. Espero que le guste a usted.
– Sí, mucho.
– Estupendo.
El camarero llenó los tres vasos, cogió uno de ellos, hizo un gesto de saludo a Latimer y, echando atrás la cabeza se lo engulló. A continuación se marchó.
– A votre santé [19] -brindó Marukakis cortésmente-. Pues bien -prosiguió, cuando ambos dejaron los vasos sobre la mesa-, ahora que hemos bebido juntos, lo cual significa que somos camaradas, le propondré un trato. Yo le comunicaré lo que sé sobre el tema y después usted me dirá para qué quiere saber todo eso. ¿Le parece un trato justo?
– Muy justo.
– De acuerdo, pues.
Les pusieron delante sendos platos de sopa. Era espesa, muy aromatizada con especias y mezclada con nata ácida. Mientras comían, Marukakis comenzó a hablar.
En una civilización decadente, el prestigio político no es la mejor recompensa para el que posee el más perspicaz de los olfatos para el diagnóstico, sino que eso corresponde al hombre que tiene los mejores modales de salón. Es la condecoración que la ignorancia otorga a la mediocridad. Sin embargo, aún subsiste una suerte de prestigio político que puede ser llevado con una cierta patética dignidad: es el que se otorga, dentro de un partido en el que luchan doctrinarios extremistas, a un líder de mentalidad liberal. La dignidad de ese hombre es la de todos los hombres condenados. Porque él también está condenado, ya sea a sufrir el desprecio y el odio del pueblo o bien a morir como un mártir, cuando los dos extremos se destruyan mutuamente o cuando uno de ellos prevalezca sobre el otro.
Ese era el caso de monsieur Stambulisky, el líder del partido agrario campesino búlgaro, primer ministro y ministro de Relaciones Exteriores.
El partido agrario, enfrentado a la reacción organizada, se paralizó, porque sus conflictos internos le habían dividido hasta la impotencia. Y así murió, sin siquiera disparar una sola bala en su propia defensa.
Todo recomenzó de nuevo tan pronto como Stambulisky regresó a Sofía, en enero de 1923. Había asistido a la conferencia de Lausana.
El 23 de enero, el Gobierno yugoslavo (en manos de los servios por aquel entonces) había presentado en Sofía una protesta oficial contra una serie de incursiones armadas que grupos de comitadji [20] búlgaros habían llevado a cabo en la zona fronteriza con Yugoslavia. Pocos días más tarde, el 5 de febrero; durante la función inaugural del Teatro Nacional de Sofía, función a la que asistían el rey y las princesas, se colocó una bomba en un palco en el que se encontraban varios ministros del Gobierno. La bomba estalló. Hubo muchos heridos.