Tanto los autores como los objetivos de estos atentados quedaron en evidencia de inmediato.
Desde un principio, la política de Stambulisky ante el Gobierno yugoslavo había sido pacifista y conciliatoria. Las relaciones entre ambos países habían experimentado una rápida mejoría. Pero a aquella mejora se encontró un escollo en los autonomistas de Macedonia, representados por el muy conocido Comité Revolucionario Macedonio, que actuaba a la vez en Yugoslavia y en Bulgaria. Temerosos de que las relaciones amistosas entre ambos países desembocaran en una acción conjunta en contra de ellos, los macedonios comenzaron a maquinar sistemáticamente para envenenar aquellas relaciones y para destruir a su enemigo, Stambulisky. Los ataques de los comitadji y el atentado en el teatro inauguraron un período de terrorismo organizado.
El 8 de marzo, Stambulisky jugaría su baza decisiva, al anunciar que la Narodno Sobranie sería abolida el día 13 y que habría una convocatoria a elecciones generales para el mes de abril.
Estas medidas significaban un duro golpe para los partidos reaccionarios. Bulgaria caminaba hacia la prosperidad bajo las riendas del gobierno agrario. El campesinado constituía el más firme respaldo al poder de Stambulisky. Una reelección le podía dar una estabilidad aún mayor. Pero de pronto los caudales del Comité Revolucionario Macedonio aumentaron.
Casi de inmediato se produjo un conato de asesinato a Stambulisky y a su ministro de Ferrocarriles, Atanassoff, en la ciudad de Haskovo, en la frontera tracia. Fue desbaratado en el último momento. Muchos oficiales de la policía, responsables de la prohibición de las actividades de los comitadji, incluido el prefecto de la ciudad fronteriza de Petrich, recibieron amenazas de muerte. Consideradas tales amenazas, se aplazó la convocatoria a elecciones.
Más tarde, el 4 de junio, la policía de la capital descubrió una conspiración para asesinar no sólo a Stambulisky, sino también al ministro de la Guerra, Muravieff, y al ministro del Interior, Stoyanoff.
Un joven oficial del ejército, sospechoso de haber recibido la orden de matar a Stoyanoff fue acribillado a tiros durante una refriega con la policía. Otros jóvenes oficiales, también bajo las órdenes del comité terrorista, habían llegado a Sofía, al parecer. Se ordenó la búsqueda de estos conspiradores. Pero la policía había empezado a perder el control de la situación.
Ese hubiera sido el momento adecuado para que el Partido Agrario actuara, para que armara al campesinado que lo apoyaba. Pero no se tomaron las medidas necesarias. Y, a cambio, las cabezas del partido se jugaron sus cartas políticas entre sí. Para ellos, el enemigo era el Comité Revolucionario Macedonio, una banda terrorista, una pequeña organización totalmente incapaz de derrocar a un Gobierno que se atrincheraba tras cientos de miles de votos campesinos. Todos demostraron su ceguera al no ver que las actividades del Comité no habían sido otra cosa que una cortina de humo, tras la cual los partidos reaccionarios, sin detenerse ni un instante, habían llevado a cabo sus preparativos para una ofensiva. Bien pronto pagarían los jefes del partido agrario aquella falta de perspicacia.
En la medianoche del 8 de junio todo estaba en calma. A las cuatro de la madrugada del día 9 todos los miembros del Gobierno de Stambulisky, con la sola excepción del mismo Stambulisky, se hallaban en la cárcel y se decretaba la ley marcial. Los caudillos de ese coup d'état eran los reaccionarios Zankoff y Rouseff: ninguno de ellos había mantenido jamás relaciones con el Comité macedonio.
Demasiado tarde ya, Stambulisky trató de reunir al campesinado para defenderse. Algunas semanas después fue cercado, junto con algunos de sus seguidores, en una casa de campo, a unos centenares de millas de Sofía. Allí fue capturado. Poco después, en circunstancias que todavía hoy resultan oscuras, fue asesinado de un balazo.
Así fue como Latimer recordaría los hechos que le narrara Marukakis durante la cena. El griego era conciso al hablar, pero se mostraba propenso a pasar el relato de los hechos a la exposición de la teoría revolucionaria, si veía la ocasión de hacerlo. Su narración terminó, cuando Latimer estaba bebiéndose su tercera taza de té.
Permaneció en silencio durante unos segundos. Tras la pausa, dijo:
– ¿Sabe usted quiénes proporcionaban dinero al Comité?
Marukakis sonrió.
– Algún tiempo más tarde comenzaron a circular diversos rumores. Y las explicaciones que se barajaron no fueron pocas; pero en mi opinión, la más razonable y, dicho sea de paso, la única que he podido comprobar en parte, ha sido la de que el dinero había sido adelantado por el banco en el que se depositaban los fondos del Comité. Se llama Banco de Crédito Eurasiático.
– ¿O sea que ese banco adelantaba el dinero en favor de un tercer partido?
– No. El banco adelantaba el dinero en beneficio propio. He podido descubrir que esa institución había estado a punto de quebrar debido al alza del valor del lev durante la administración de Stambulisky. En los primeros meses del año 1923, antes de que los disturbios se acentuaran, el lev había llegado a duplicar su valor al término de dos meses. De ochocientos por libra esterlina pasó a cuatrocientos por cada libra. Podría averiguar el valor actual si le interesa. Cualquiera que hubiera vendido la moneda búlgara en esos meses, contra pagos a noventa días o más, contando con una baja en el mercado internacional, hubiera tenido que hacer frente a enormes pérdidas. Y el Banco de Crédito Eurasiático no era, y tampoco lo es ahora, de esa clase de entidades bancarias que aceptarían una pérdida como ésa.
– ¿Qué tipo de banco es?
– Está registrado en Mónaco. Eso quiere decir que no sólo no paga impuestos en los países en los que opera, sino que no publica sus balances, además, y que no se puede investigar al respecto. Hay otras muchas instituciones bancarias similares en toda Europa. El Eurasiático tiene sus oficinas centrales en París, pero su campo de operaciones está en los países balcánicos. Entre otras cosas, se dedica a financiar la manufactura clandestina de heroína en Bulgaria, para exportar después la droga mediante el contrabando.
– ¿Cree usted que ese banco ha financiado el coup d'état de Zankoff?
– Puede ser. De cualquier modo, ha financiado las condiciones que ha hecho posible aquel golpe de estado. Era un secreto a voces que el atentado contra Stambulisky y Atanassoff en Haskovo había sido una faena de pistoleros venidos del exterior y pagados por alguien, para que cumplieran con ese específico objetivo. Mucha gente ha dicho también que aunque se hablaba demasiado y las amenazas eran moneda corriente, todo el jaleo se habría aplacado si no hubieran intervenido los agents provocateurs [21] extranjeros.
Eso era más de lo que Latimer había esperado.
– ¿Puedo encontrar detalles sobre el atentado de Haskovo, de algún modo? Marukakis hizo un gesto dubitativo.
– Eso ocurrió hace más de quince años. Tal vez la policía podría decirle algo, pero no me parece fácil. Si supiera lo que a usted le interesa saber…
Latimer tomó una decisión.
– Pues bien, le he dicho que le explicaría por qué necesito esta información y lo haré -comenzó a decir y prosiguió de prisa-: Hace algunas semanas, encontrándome en Estambul, comí con un hombre que resultaría ser el jefe de la policía secreta turca. Una persona interesada en novelas policíacas y empeñado en que yo elabore un argumento planeado por él. Estábamos hablando de lo que diferencia a los asesinos reales de los de ficción cuando me leyó, para ilustrar el tema, el dossier de un hombre llamado Dimitrios Makropoulos o Dimitrios Talat. El hombre había sido un bandido y un degollador de la peor ralea. Había asesinado a un hombre en Esmirna disponiéndolo todo para que las autoridades ahorcaran a otro por ese crimen. Ha estado implicado en tres conatos de asesinato, incluido el de Stambulisky. Ha trabajado de espía para los franceses y ha dirigido una banda organizada que se dedicaba a la distribución de droga en París. El día antes de que me hablaran de él, le habían hallado flotando en las aguas del Bósforo. Tenía una profunda cuchillada en el vientre. Por alguna oscura razón, sentí la curiosidad de verle y así convencí al jefe de la policía secreta para que me llevara consigo al depósito de cadáveres. Dimitrios yacía allí, sobre una mesa, con sus ropas apiladas a su lado.