Durante unos momentos permanecieron fuera. La puerta parecía menos descuidada que las otras. Latimer sintió el impulso de comprobar si su cartera estaba a buen recaudo en el fondo de su bolsillo cuando Marukakis empujó la puerta y se metió en el club nocturno.
Se encontraron en un salón de techo bajo, de unos treinta pies cuadrados. A intervalos regulares, en las paredes pintadas de pálido color azul, colgaban espejos ovalados, sostenidos por querubines de cartón piedra. Los espacios que mediaban entre uno y otro espejo estaban decorados, sin relación aparente, por pinturas muy estilizadas que representaban hombres con monóculo, pelo pajizo y torsos desnudos, y mujeres que llevaban trajes de corte severo y medias a rayas. En uno de los rincones del salón había un diminuto bar; en el extremo opuesto se alzaba la plataforma sobre la que se había sentado la orquesta: cuatro negros de aire indiferente, vestidos con blusas blancas «argentinas». Cerca de ellos, una cortina de terciopelo azul ocultaba una puerta. El resto de la pared estaba cubierto por pequeños cubículos cuyos tabiques divisorios llegaban hasta los hombros de quienes se sentaban en las mesas situadas dentro de cada espacio. Unas pocas mesas más delimitaban la pista de baile central.
Cuando Latimer y su acompañante entraron al club, había una docena de personas sentadas en los cubículos. La orquesta tocaba mientras dos muchachas, que tenían todo el aspecto de formar parte del personal del cabaret, bailaban en la pista, solemnemente enlazadas.
– No es una hora adecuada todavía -murmuró Marukakis, con un tono desilusionado-. Pero pronto tendremos mayor animación, sin duda.
Un camarero se escurrió de uno de los cubículos, alejándose de prisa; al cabo de un par de minutos, regresó con una botella de champagne.
– ¿Tiene suficiente dinero?-murmuró Marukakis-. Tendremos que pagar por lo menos doscientos leva por ese veneno.
Latimer asintió. Doscientos leva equivalían, poco más o menos, a diez chelines.
La orquesta dejó de tocar. Las dos muchachas habían dejado de bailar y una de ellas miró a Latimer. Ambas se acercaron al cubículo y los observaron sonriendo. Marukakis les dijo algo. Las dos mujeres, sonriendo siempre, se encogieron de hombros y se alejaron. Marukakis echó una mirada inquisitiva a Latimer.
– Les he dicho que debemos hablar de negocios, pero que más tarde las invitaremos. Pero, por supuesto, si usted no quiere enredarse con ellas…
– No quiero -respondió Latimer con firmeza.
Al beber el primer trago de aquel champagne, el escritor se estremeció.
Marukakis dejó escapar un suspiro.
– Es una lástima. Tendremos que pagar el champaña. Y alguien más podría beber de esta botella…
– (,Dónde está La Preveza?
– Supongo que bajará en cualquier momento. Claro está -agregó con cautela- que podríamos subir a verla -y alzó los ojos en una significativa mirada hacia el cielorraso-. Este lugar es muy refinado, de verdad. Todo se realiza aquí con la mayor discreción.
– Si va a bajar de un momento a otro, no creo que tenga sentido subir ahora.
Latimer se sentía como una persona austera y llena de melindres y sólo hubiera querido que el champagne no hubiese resultado tan malo.
– Esperaremos, entonces -asintió Marukakis, melancólico.
Pero habría de transcurrir una hora y media antes de que la propietaria de La Vierge St. Marie hiciera su aparición. Durante ese lapso, el ambiente del club nocturno se había animado, por cierto. Había llegado más gente, hombres casi todos, aun cuando junto con ellos llegaron algunas mujeres de aspecto muy particular.
Un individuo que no podía ser sino un rufián de aspecto muy sobrio irrumpió remolcando a una pareja de alemanes aparentemente borrachos perdidos, que podrían haber sido hombres de negocios en una noche de juerga. Un par de hombres jóvenes, siniestros a primera vista, se sentaron en una mesa y pidieron una botella de agua de Vichy. No pocas idas y venidas se registraban en la puerta cubierta por la cortina de terciopelo azul. Todos los cubículos estaban ocupados, así como también las mesas cercanas a la pista de baile, que había desaparecido bajo un enjambre de parejas ondulantes y sudorosas.
De pronto, sin embargo, se produjo un claro en la pista y varias jóvenes que algunos minutos antes habían desaparecido, para cambiar sus ropas por uno o dos ramilletes de rosas artificiales y una buena capa de polvos color de bronce, ejecutaron una breve danza. A continuación, un muchacho vestido con ropas de mujer las reemplazó para cantar unas canciones en alemán. Y regresaron las muchachas, con sus ramilletes de rosas, y bailaron otra danza.
Con eso concluyó el espectáculo de la noche y la mayoría de los presentes volvió a apiñarse en la pista de baile. La atmósfera, muy cargada ya, se volvía más cálida a cada instante.
Con una astuta mirada, y sin demasiado interés, Latimer observó cómo uno de los dos jóvenes de siniestro aspecto le ofrecía al otro algo que bien podía pensarse que fuera rapé, pero que claro está, no lo era. Se preguntaba si sería o no conveniente volver a intentar quitarse la sed con aquel champagne, cuando Marukakis le tocó el brazo.
– Creo que es ella -dijo.
Latimer dirigió una mirada a través del salón. De momento, una pareja que bailaba en un extremo de la pista de baile le tapaba la vista; al cabo de un segundo la pareja se movió unos centímetros y la vio, de pie, inmóvil, junto a la cortina azul de terciopelo; acababa de entrar.
Aquella mujer tenía ese aire despreocupado que va más allá de la calidad de las ropas, del peinado de los cabellos y de un maquillaje bien aplicado. Su figura era plena, pero proporcionada; su porte causaba una buena impresión; el vestido que llevaba era, sin duda, caro y su abundante cabellera oscura hacía pensar en un laborioso trabajo de manos expertas. Así y todo, el aspecto de La Preveza era, inequívoca e irremediablemente, el de una mujer poco pulcra. Todo en su figura hacía pensar en algo efímero, a punto de transformarse. Parecía que su peinado fuese a deshacerse de un momento a otro, los pliegues del vestido se deslizaban con negligencia sobre un hombro suave y marfileño; la mano en la que brillaba una sortija con un racimo de diamantes, que hasta ese momento había permanecido quieta a un costado del cuerpo, se alzó hasta los pliegues rosados de la tela y ganó luego la cabeza, donde acomodó sin prisa un mechón de cabellos. Todo eso estaba reflejado en los ojos oscuros.
La boca de Irana Preveza era firme y casi sonriente entre los pliegues carnosos que la rodeaban. Pero sus ojos estaban húmedos de sueño, invadidos aún por la indolencia de quien apenas hace unos minutos ha despertado.
De pronto, aquellos ojos se abrieron en una mirada de alerta, moviéndose hacia uno y otro lado, mientras los labios sonreían y saludaban aquí y allá.
Latimer la vio girar, casi con un movimiento brusco, y encaminarse hacia el bar.
Marukakis llamó al camarero con un gesto, y le dijo algo. El hombre, después de vacilar durante un segundo, asintió. Latimer le vio dirigirse hacia el lugar donde madame Preveza hablaba con un hombre gordo que, con su brazo, enlazaba la cintura de una de las bailarinas. El camarero susurró algo. Madame Preveza dejó de hablar y miró al escritor, mientras su empleado apuntaba hacia la mesa en que estaban sentados él y Marukakis. La mujer desvió la mirada, dijo algunas palabras al camarero y reanudó su conversación.
– Vendrá dentro de un minuto aseguró Marukakis.
Transcurridos unos breves instantes, Irana Preveza abandonó a su gordo cliente y comenzó a recorrer el salón, entre leves inclinaciones e indulgentes sonrisas con las que obsequiaba a los presentes. Por fin llegó hasta la mesa. Inopinadamente Latimer se puso en pie. Aquellos ojos oscuros estudiaban sus facciones.
– ¿Ustedes querían hablar conmigo, messieurs?-su voz era ronca, apenas estridente; hablaba en francés, con marcado acento extranjero.