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– Nos sentiríamos honrados si usted se sentara a nuestra mesa unos minutos -respondió Marukakis.

– Será un placer. -Madame Preveza se sentó junto al griego. Acto seguido se presentó el camarero. La mujer le hizo un gesto para que se alejara y clavó sus ojos en Latimer-. No le he visto antes, monsieur. He visto a su amigo, pero no en mi casa. -Miró a Marukakis para preguntarles-: ¿Escribirá sobre mí en los periódicos de París, monsieur? Si lo hace, tendrá que ver el resto de las diversiones que ofrece mi casa… usted y también su amigo.

Marukakis sonrió.

– No, madame. Hemos abusado de su hospitalidad para pedirle cierta información.

– ¿Cierta información?-una mirada vacía invadió los ojos oscuros-. No sé nada que pueda resultar de interés para nadie.

– Su discreción es bien conocida, madame. En este caso, sin embargo, se trata de un hombre ya muerto y enterrado, al que usted conoció quince años atrás.

Madame Preveza emitió una seca carcajada y Latimer observó que su dentadura estaba en mal estado. Después de una breve pausa la mujer se echó a reír con tanta fuerza que su cuerpo se estremeció. El sonido de sus carcajadas era desagradable, contrastaba con aquella suerte de dignidad soñolienta, que la había circundado hasta ese instante, y la convertía en una mujer vieja. Mientras su risa se desvanecía, Irana Preveza tosió un par de veces.

– Sus cumplidos son de exquisita delicadeza, monsieur -dijo con voz entrecortada-. ¡Quince años…! ¿Cómo quiere usted que recuerde a un hombre durante tanto tiempo? Santa Madre de Dios, creo que, después de todo, tendrían que pagarme una copa.

Latimer hizo una seña al camarero.

– ¿Qué quiere tomar, madame?

– Champagne. Pero no esta porquería. El camarero ya lo sabe. ¡Quince años…! -Aún parecía divertida por esa idea.

– Pensábamos que, tal vez, apenas le recordaría -dijo Marukakis, en un tono frío-. Pero si un nombre significa algo para usted… Dimitrios… se trata de Dimitrios Makropoulos.

Madame Preveza estaba encendiéndose un cigarrillo. Con la cerilla encendida entre los dedos se detuvo. Sus ojos estaban clavados en el extremo del cigarrillo. Durante varios segundos, el único movimiento que Latimer advirtió en aquella cara fue el de las comisuras de los labios, descendiendo con lentitud.

De pronto, parecía que el ruido se hubiera aplacado en torno a ellos; el escritor pensó que tal vez tuviera algodón en los oídos.

Madame Preveza movió con gesto cansado la cerilla y la arrojó al cenicero que tenía ante sí. Sus ojos siguieron inmóviles. Después, con un tono muy suave, dijo:

– No me gusta su presencia aquí. Largo… Largo de aquí, ¡los dos!

– Pero…

– ¡Largo de aquí! -repitió sin alzar la voz ni mover la cabeza.

Marukakis echó una mirada a Latimer, se encogió de hombros y se puso de pie. Latimer le imitó. La mujer esbozó un gesto de fastidio.

– Siéntense -ordenó con brusquedad-. No quiero escenas en este lugar.

Los dos hombres se sentaron.

– Madame, si usted nos explica cómo podemos largarnos sin ponernos en pie antes -dijo Marukakis ácidamente-, se lo agradeceríamos.

Los dedos de la mano derecha de Irana Preveza se movieron, veloces, para coger el pie de una copa. Por un momento, Latimer creyó que la mujer estrellaría la copa contra la cara del griego. Pero después sus dedos se abrieron, mientras ella decía algo en griego, con excesiva rapidez para que Latimer lograra comprenderlo.

Marukakis negó con un gesto.

– No, mi amigo no es policía. Es escritor de novelas y busca información.

– ¿Por qué?

– Es un hombre curioso. Vio el cadáver de Dimitrios Makropoulos en Estambul, hace un mes o dos, y tiene curiosidad por saber algo más acerca de ese individuo.

Madame Preveza se volvió hacia Latimer y le aferró el brazo con fuerza.

– ¿Ha muerto?¿Está seguro de que ha muerto?¿Ha visto usted mismo su cadáver?

Latimer asintió con un gesto. La actitud de aquella mujer le hacía sentirse como si fuera un médico que desciende por una escalera para anunciar que todo ha terminado.

– Le han acuchillado y le han arrojado al mar -dijo, pero en seguida se maldijo a sí mismo: había sido demasiado torpe.

En los ojos de la mujer brilló una emoción que Latimer no pudo identificar. Quizá, a su manera, ella le había amado. ¡Una parte de vida! Sin duda seguirían las lágrimas.

Pero no las hubo, sino una pregunta:

– ¿Llevaba dinero encima?

Sin comprender, Latimer sacudió la cabeza.

– Merde! -exclamó madame, sin demasiada preocupación por el purismo-. Ese hijo de camella enferma me debía mil francos franceses. Y ahora jamás los volveré a ver. Salop! [22] ¡Largo de aquí, ustedes dos, antes de que les haga echar a la calle!

Poco faltaba para las tres y media de la madrugada cuando Latimer y Marukakis se marcharon de La Vierge St. Marie.

Las dos horas precedentes las habían pasado en el despacho privado de madame Preveza, una habitación con doble nivel en el piso, llena de muebles: un piano de cola, de madera de nogal cubierto con un chal de seda blanca, con flecos y pájaros pintados en los extremos, algunas mesillas con miniaturas y fruslerías, varias sillas, una palmera que languidecía en un tiesto revestido con cañas de bambú, un sofá y un escritorio muy grande, con una tapa plegable, de roble español. Conducidos por la dueña del club nocturno, Marukakis y Latimer habían llegado al despacho después de haber atravesado la cortina de terciopelo azul y de haber recorrido un tramo de escalera y un pasillo apenas iluminado, que tenía a ambos lados puertas numeradas; allí, el olor hizo pensar a Latimer en una clínica particular, muy cara, durante las horas de visita a los enfermos.

Por cierto que aquella invitación a subir al despacho había sido lo último que Latimer se esperaba. Había seguido muy de cerca la última exhortación para que se largaran. Pero madame se había mostrado apenada: les había pedido disculpas. Mil francos eran mil francos. Ahora podía estar bien segura de que no los volvería a ver jamás. Sus ojos se habían llenado de lágrimas. Latimer pensaba que aquella mujer era fantástica. La deuda databa del año 1923. No resultaba creíble que hubiera estado esperando la devolución del dinero, después de quince años. Tal vez en algún rincón de su cerebro había mantenido intacta la romántica ilusión de que algún día Dimitrios habría de llegar para cubrirla con una lluvia de francos. ¡El gesto clásico de los cuentos de hadas! Las noticias traídas por Latimer habían hecho añicos aquella ilusión y cuando se hubo disipado su ira, madame Preveza sintió que necesitaba un poco de simpatía a su lado. Quedaba olvidada aquella petición de información sobre Dimitrios. Los portadores de las malas noticias debían saber hasta qué punto habían sido malas aquellas nuevas. Irana Preveza estaba diciéndole adiós a una leyenda. Necesitaba, pues, una audiencia: una audiencia que fuera capaz de comprender hasta qué punto era ella una mujer tonta y generosa.

Y así, echando sal a la herida, había anunciado con cierta unción que la casa pagaba los tragos.

Marukakis y Latimer se sentaron en el sofá, en tanto que La Preveza prefería apoyarse en el escritorio. De uno de los innumerables casilleros del mueble, había sacado una libreta pequeña, con los ángulos superior e inferior derechos doblados por el uso. Después de pasar varias páginas, leyó:

– 15 de febrero de 1923 -cerró la libreta con un golpe seco y levantó los ojos, poniendo a los cielos por testigos de la absoluta veracidad de aquella fecha-. Fue ese día; ese día le presté el dinero. Mil francos que Dimitrios me prometió con insistencia devolverme. Era un dinero que me debían a mí y que recibió el. Antes que hacer una escena (porque yo detesto las escenas), preferí decirle que le prestaba ese dinero. Y Dimitrios me aseguró que me lo pagaría, que al cabo de unas semanas recibiría mucho dinero. El recibió el dinero, pero jamás me ha pagado mis mil francos. ¡Y después de todo lo que he hecho por él!

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[22] En francés en el original; «basura». (N. del T.)