»Comprendí que eso era verdad. Y también me di cuenta de que podía acudir a otros amigos míos y molestarles a menos que yo aceptara el trato. De modo que Dimitrios se convirtió en mi protector y verdaderamente me presentó hombres muy ricos. Al mismo tiempo, él se compraba ropas muy elegantes y a veces iba a los mejores cafés.
»Pero no pasó mucho tiempo antes de que un conocido mío me dijera que Dimitrios estaba metido en cuestiones de política y que a menudo se le veía en ciertos cafés que la policía vigilaba. Advertí a Dimitrios que su comportamiento era el de un tonto. Pero me aseguró que muy pronto tendría una enorme cantidad de dinero.
»A menudo Dimitrios marchaba a algún lugar, desaparecía durante períodos más o menos largos. Nunca me dijo adónde iba y yo jamás se lo pregunté.
»Sin embargo, yo supe que Dimitrios se había relacionado con personas importantes, porque cierta vez, cuando la policía le puso problemas por sus papeles de identidad y permanencia, él se echó a reír y me dijo que no me preocupara por la policía. No se atreverían a tocarle, me dijo.
»Pero una mañana llegó a verme presa de una gran agitación. Por su aspecto pensé que había viajado durante toda la noche y también advertí que llevaba una barba de varios días. Jamás le había visto nervioso hasta ese punto. Me cogió de las muñecas y me dijo que si alguien me lo preguntaba, tendría que asegurar que él había estado conmigo durante los tres últimos días. Por cierto que no le había visto durante toda la semana, pero tuve que asentir y dejar que durmiera en mi cuarto.
»Nadie me preguntó nada acerca de Dimitrios. Pero ese día, hacia la noche, leí en los periódicos que se había cometido un atentado contra Stambulisky, en Haskovo, y de esa manera comprendí dónde había estado ese individuo durante aquellos días.
»Me sentí aterrorizada. Un viejo amigo mío, al que había conocido antes que a Dimitrios, quería darme un apartamento para que viviera sola allí. Cuando Dimitrios se fue, después de haber dormido, acudí a mi amigo y le dije que aceptaría su ofrecimiento.
»Tuve miedo al adoptar esa determinación pero, a pesar de todo, esa noche busqué a Dimitrios y le comuniqué lo que había decidido. Me había figurado que él se pondría furioso; sin embargo, se mostró muy tranquilo y dijo que eso era lo mejor para mí. Pero me resultaba imposible saber qué pensaba Dimitrios en realidad: siempre se le veía con la misma expresión, la de un doctor que te está haciendo algo que te resulta doloroso. Me di ánimos y le dije que teníamos que arreglar nuestros negocios. Dimitrios asintió y me propuso que nos viéramos al cabo de tres días; entonces podría darme el dinero que me debía.
»Al tercer día le esperé inútilmente en el café donde siempre nos encontrábamos. Algunas semanas más tarde, le encontré; me dijo que había estado fuera de la ciudad pero que si podíamos vernos al día siguiente, me devolvería mi dinero. El lugar donde convinimos encontrarnos era un café de la calle Perotska, en un barrio bajo que me resultaba muy desagradable.
»Esta vez acudió a la cita, tal como me lo había prometido. Me explicó que pasaba apuros de dinero, que esperaba que pronto le pagaran una suma importante y que en pocas semanas podría devolverme aquel dinero.
»Me pregunté para qué había ido a la cita, porque me parecía raro que hubiera acudido para decirme eso, tan sólo. Más tarde comprendí sus motivos. Seguimos hablando y me dijo que debía pedirme un favor: necesitaba que alguien de su confianza recibiera algunas cartas que llegarían dirigidas no a él mismo, sino a un amigo suyo, un turco llamado Talat. Si su amigo podía usar las señas de mi apartamento, Dimitrios en persona iría a buscar las cartas, cuando tuviera el dinero para pagarme su deuda.
»Accedí. No podía hacer otra cosa. Porque si Dimitrios iba a recoger aquellas cartas, yo podría exigirle que me devolviera mi dinero. Pero en el fondo de mi corazón bien sabía yo (y también él lo sabía) que podría recoger las cartas sin pagarme ni un céntimo y sin que yo pudiese hacer nada al respecto.
»Allí estábamos, sentados, tomando café (porque Dimitrios era muy tacaño en sus gastos), cuando la policía entró para revisar los papeles de identidad de la gente que había dentro. Era una cosa muy común en aquellos tiempos, pero no era nada bueno que te encontraran en ese café, que tenía una reputación pésima. Dimitrios tenía sus papeles en orden, pero por ser él extranjero, los policías tomaron nota de su hombre y también del mío, pues le estaba acompañando en ese momento. Cuando los policías marcharon de allí, Dimitrios estaba muy enfadado, pero no porque hubieran anotado su nombre, sino porque habían tomado nota del mío como el de una persona relacionada con él.
»Le vi desconcertado, pero me aseguró que no me preocupara por aquello de las cartas; él lo arreglaría de otra manera, con otra persona. Salimos del café y nunca más he vuelto a verle.
Madame Preveza se había servido una copa de Curaçao y se la bebió con avidez. Latimer se aclaró la garganta antes de preguntarle:
– ¿Y cuándo tuvo noticias suyas por última vez?
Una sombra de sospecha cubrió los ojos de la mujer y Latimer la tranquilizó:
– Dimitrios ha muerto, madame. Ya han transcurrido quince años. Han cambiado las cosas en Sofía.
Una sonrisa extraña, tensa, entreabrió los labios de Irana Preveza.
– «Dimitrios ha muerto, madame». Me suenan extrañas esas palabras. Es difícil pensar que Dimitrios ha muerto. Descríbame su cadáver.
– Tenía cabellos grises. Llevaba ropas compradas en Grecia y en Francia, de mala calidad -inconscientemente había recordado la frase del coronel Haki.
– ¿O sea que no se había vuelto rico?
– Lo era años atrás, en París, pero perdió su dinero.
Madame se echó a reír.
– Eso le habrá hecho daño -y de inmediato reapareció su mirada suspicaz-. Usted sabe muchas cosas sobre Dimitrios, monsieur. Si él ha muerto… no lo comprendo.
– Mi amigo es escritor -intervino Marukakis-, está interesado en desentrañar la naturaleza humana.
– ¿Qué escribe usted?
– Novelas policíacas.
La mujer se encogió de hombros.
– Para eso no necesita usted conocer la naturaleza humana. Para las historias de amor, para los romances es preciso conocer la naturaleza humana. Los romans policiers son feos. Folle Farine es una obra muy bonita. ¿Le parece buena a usted?
– Muy buena.
– La he leído diecisiete veces. Es el mejor libro de Ouida y yo los he leído todos. Algún día escribiré mis memorias. He visto mucho de la naturaleza humana, ya me comprende usted.
La sonrisa de madame había adquirido un leve mohín de picardía, mientras ella suspiraba acariciando su broche de diamantes.
– Pero usted quiere saber algo más sobre Dimitrios. De acuerdo. Un año más tarde, volví a tener noticias de él. Un día recibí una carta suya, desde Adrianópolis. Me daba una dirección de la lista de correos. En la carta me preguntaba si había recibido algo para aquel Talat. Si era así, debía escribirle haciéndoselo saber, pero tenía que guardar las cartas. Me ordenaba que no dijera a nadie que él había escrito. Y me prometía, una vez más, pagar el dinero que me debía. Ninguna carta a nombre de Talat me había sido enviada y así se lo hice saber; también le comuniqué que necesitaba mucho aquel dinero, porque después de haberse marchado él, había perdido a todos mis amigos. Esto no era cierto, pero me había imaginado que halagando su vanidad haría que Dimitrios me pagara. Pero tendría que haberle conocido mejor… Ni siquiera respondió a mi carta.
»Unas semanas después, un hombre fue a verme. Tenía el tipo de un fonctionnaire [25], un aspecto severo, de persona importante. Llevaba ropas muy caras. Me dijo que era posible que la policía me interrogara acerca de Dimitrios.