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»No pude disimular mi miedo. Pero aquel hombre me dijo que no había motivos para que me intranquilizara; sólo tendría que cuidarme de lo que dijera a los policías. También me aleccionó sobre cómo debía ser mi declaración, sobre cómo tendría que describir a Dimitrios para que ellos quedaran satisfechos.

»Le mostré entonces la carta que había llegado de Adrianópolis y leerla, al parecer, le divirtió. Me pidió que revelara a la policía el contenido de la carta, pero sin mencionar el nombre de ese Talat. Dijo que esa carta era un documento peligroso y la quemó, con lo que me puse hecha una fiera, pero el hombre me entregó mil leva y me preguntó si yo estimaba a Dimitrios, si le consideraba un amigo. Le respondí que le odiaba. Entonces él exclamó que la amistad era algo sublime y que me daría cinco mil leva si mis declaraciones a la policía eran tal como me había explicado que debían ser -Irana Preveza hizo una pausa y se encogió de hombros antes de continuar-. Eso era hablar en serio, messieurs. ¡Cinco mil leva!

»Cuando la policía fue a interrogarme, declaré todo lo que aquel hombre me había pedido que declarara. Al día siguiente por correo, me llegó un sobre que contenía cinco mil leva. No había nada más en el sobre, ninguna nota. Hasta allí todo fue bien. Pero ya verán ustedes. Unos dos años más tarde vi a aquel hombre en la calle. Me acerqué a él, pero el salop fingió que no me conocía y quiso hacerme arrestar. La amistad es algo sublime.

Madame Preveza cogió su libreta y la volvió a su sitio. Después, se excusó:

– Me disculparán, messieurs, pero es hora de que atienda a mis huéspedes. Creo que he hablado mucho ya. ¿Lo ve usted? No sé nada interesante acerca de Dimitrios.

– Su relato nos ha parecido muy interesante, madame.

La Preveza sonrió.

– Si no tuvieran prisa, messieurs, bien podría yo enseñarles cosas más interesantes que Dimitrios. Tengo aquí dos jóvenes encantadoras que…

– Ahora nos corre prisa, madame. En otro momento nos encantará conocerlas. Espero que nos permita pagar lo que hemos bebido.

Madame volvió a sonreír.

– Como deseen, messieurs, pero ha sido un placer para mí esta charla. ¡No, no, por favor! Soy supersticiosa, no quiero ver dinero en mi despacho privado. Ya le pedirán ustedes la cuenta al camarero, abajo, en la mesa. Me disculparán que no les acompañe, ¿verdad? Tengo que atender cierto negocio ahora. Au'voir, Monsieur. Au'voir, Monsieur. A bientôt.

Los ojos oscuros y húmedos se habían posado sobre ellos con afecto; en ese instante, Latimer se sintió apenado por tener que marcharse.

Abajo, en el club, un encargado les dijo cuánto debían pagar.

– Mil cien leva, messieurs.

– ¡¡¿Qué?!!

– Es el precio que ustedes han convenido con madame, messieurs.

– Verá usted, creo que hacemos mal al desaprobar por entero a Dimitrios -observó Marukakis, mientras esperaban el cambio-. Tenía sus motivos, sin duda.

– Dimitrios había sido contratado por Vazoff para que actuara por cuenta del Banco de Crédito Surasiático; tenía que trabajar en el caso Stambulisky, colaborar en su desaparición. Sería muy interesante llegar a saber cómo se había conectado con esa gente, pero nunca lo sabremos. Sin embargo, les pareció apto, porque más tarde le emplearían para llevar a cabo una tarea del mismo estilo en Adrianópolis. Es posible que allí haya utilizado el apellido Talat.

– La policía turca ignoraba ese apellido. Siempre le han llamado «Dimitrios» -recordó Latimer-. Lo que no logro entender es por qué Vazoff (es evidente que era Vazoff aquel hombre que visitara a La Preveza en 1924) ha permitido que ella dijera que había recibido una carta enviada desde Adrianópolis.

– No cabe duda de que lo ha hecho por una única razón. Porque Dimitrios ya no se encontraba en Adrianópolis -Marukakis reprimió un bostezo-. Ha sido una velada curiosa, ésta.

Estaban de pie, en la acera ante la puerta del hotel de Latimer. El aire de la noche era frío.

– Creo que seguiré mi camino ahora -anunció el escritor.

– ¿Se irá de Sofía?

– Sí, a Belgrado.

– ¿O sea que todavía sigue interesado en Dimitrios?

– Oh, sí -Latimer dudó un instante antes de proseguir-. No puedo expresarle toda mi gratitud por la ayuda que me ha prestado. Para usted todo esto no ha sido más que una tremenda pérdida de tiempo.

Marukakis se echó a reír y después se corrigió con la sonrisa de quien pide disculpas:

– Me he reído de mí mismo: porque le envidio a usted su Dimitrios. Me agradaría que, si descubre algo más en Belgrado, me escriba unas líneas. ¿Lo hará?

– Claro que sí.

Pero Latimer no habría de llegar a Belgrado.

Volvió a darle las gracias a Marukakis y le estrechó la mano. Acto seguido entró en el hotel. Su habitación estaba en el segundo piso. Llave en mano, el escritor subió la escalera. A lo largo del pasillo cubierto por una gruesa alfombra, sus pasos no hacían ningún ruido. Puso la llave en la cerradura y abrió la puerta.

Había esperado encontrarlo todo a oscuras, pero todas las luces estaban encendidas.

Eso le desconcertó. En su mente surgió la idea fugaz de que, quizá, se había equivocado de habitación; pero casi al mismo tiempo advirtió algo que disipaba por entero tal idea. Ese algo era el caos.

Esparcido por el suelo, en un desorden total, estaba el contenido de sus maletas. Tiradas sin cuidado sobre una silla, las sábanas y mantas de la cama. Sobre el colchón, despojado de la funda, estaban diseminados los pocos libros ingleses que había llevado consigo a Atenas. La habitación tenía el aspecto de un cuarto en el que hubieran abierto una jaula llena de chimpancés.

Estupefacto, Latimer avanzó un par de pasos. En ese instante un leve sonido le hizo girar la cabeza hacia la derecha.

Y entonces su corazón comenzó a latir desbocado.

La puerta del lavabo estaba abierta. De pie en el vano, con un tubo de crema dental, completamente estrujado, en una mano y una poderosa Lüger en la otra, abiertos los labios en una dulce y tristona sonrisa, se hallaba mister Peters.

7. Medio millón de francos

Peters empuñó con mayor firmeza su pistola.

– ¿Podría usted -dijo con gentil tono de voz- cerrar la puerta? Creo que si estira su brazo derecho lo hará sin necesidad de mover sus pies. -La Lüger estaba nivelada en una posición inconfundible.

Latimer obedeció. Por cierto que en ese instante tuvo un miedo considerable. Temía recibir un balazo; casi podía sentir al médico buscando el proyectil en su cuerpo. Iba a rogarle que utilizara algún anestésico. Temía que Peters no supiera manejar bien la pistola, que disparara accidentalmente. Temía mover su mano con demasiada rapidez y que ese brusco movimiento fuera mal interpretado.

La puerta se cerró. Latimer comenzó a temblar de la cabeza a los pies y no pudo discernir si lo estaba haciendo a causa de la ira, del miedo o de la sorpresa. De pronto logró articular algunas palabras.

– ¿Qué diablos significa esto?-preguntó con voz ronca y echando, después, un par de maldiciones; en verdad es que no se había propuesto soltar tacos: no era un hombre que acostumbraba a hacerlo; y en ese momento comprendió que la ira le estaba haciendo temblar. Echó una mirada furibunda a los húmedos ojos de Peters.

El obeso intruso bajó la pistola y se sentó en un borde del colchón.

– Esta situación es muy embarazosa -dijo con una expresión de desdicha en la cara-. No esperaba que regresara tan pronto. Su maison close [26] debe haberle resultado poco agradable. Las inevitables muchachas armenias, por supuesto. Están bien para un rato, pero después no son más que unas rústicas. Muy a menudo he dado en pensar que este enorme mundo en el que vivimos quizá sería un lugar mucho más bonito si… -se detuvo-. En fin, de esto podríamos hablar en alguna otra ocasión. -Con un gesto cuidadoso puso los restos del tubo de crema dental sobre la mesa de noche-. Había pensado dejar todo esto un poco mejor arreglado antes de marchar -agregó.

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[26] En francés en el texto original. La expresión es un eufemismo para designar un burdel. (N. del T.)