Latimer decidió que debía ganar tiempo.
– ¿Libros incluidos, mister Peters?
– ¡Oh, sí! ¡Los libros! -sacudió la cabeza con un marcado aire de abatimiento-. Un acto de vandalismo. Un libro es una cosa bonita, un jardín lleno de bellas flores, una alfombra mágica sobre la que puedes volar hacia lugares desconocidos. Lo siento. Pero ha sido necesario.
– ¿Qué ha sido necesario? ¿De qué me está hablando usted?
Peters sonrió: era una sonrisa triste, que arrastraba un viejo sufrimiento.
– Un poco de franqueza, mister Latimer, por favor. Sólo puede haber una única razón por la que se haya de registrar su habitación y usted la conoce tan bien como yo mismo. Puedo comprender cuál es su problema. Ahora mismo usted se pregunta en qué situación exactamente me encuentro yo. Si le sirve de consuelo, podría asegurarle que mi problema consiste en que me estoy preguntando en qué situación se encuentra precisamente usted.
Aquello era fantástico. En medio de su exasperación, Latimer había olvidado su miedo. Llenó de aire sus pulmones.
– Mire usted, mister Peters o cualquiera que sea su nombre. Estoy muy cansado y quiero acostarme. Si no recuerdo mal, hice el viaje con usted en un tren, desde Atenas, hace ya varios días. Según creo recordar, usted se dirigía a Bucarest. Por mi parte, he estado aquí, en Sofía. He salido con un amigo. Y regreso a mi hotel para encontrar mi habitación convertida en un lamentable campo de batalla, mis libros destrozados y usted blandiendo una pistola en su mano, en mis propias narices. He llegado a la conclusión de que es usted un ratero, un ladrón o un borracho. De su pistola que, se lo digo sinceramente, me da miedo, he pensado que me autorizaba a pedir auxilio. Pero también he pensado que los ladrones no tienen por costumbre buscar a sus víctimas en coches-litera de primera clase ni destrozarles los libros. Además, no me parece que esté usted borracho. Como es natural, he comenzado a preguntarme si no estará usted loco. Si lo está, no puedo hacer otra cosa que entretenerle, por supuesto, y esperar que la cosa no pase a mayores. Pero si está usted relativamente cuerdo, debo pedirle una vez más una explicación. Lo repito, mister Peters: ¿qué diablos significa esto?
Los ojos colmados de lágrimas de Peters permanecían entornados.
– ¡Perfecto! -dijo el intruso, casi en éxtasis-. ¡Perfecto! No, mister Latimer, manténgase alejado de ese timbre, por favor. Así es mejor. Sabe usted: por un momento casi me ha convencido de su sinceridad. Casi. Pero, desde luego, no del todo. No está bien que trate de engañarme. No, no está bien, y además es una falta de consideración y supone una lamentable pérdida de tiempo.
Latimer dio un paso hacia delante.
– Escúcheme usted…
La Lüger se elevó bruscamente. La sonrisa abandonó la boca de Peters, cuyos fláccidos labios se entreabrieron. Tenía el aspecto de un individuo visceral, peligroso. Latimer volvió a su posición anterior de inmediato. La sonrisa volvió a distender lentamente aquellos labios.
– Vaya, mister Latimer. Sea un poco franco, por favor. No he pensado hacerle ningún daño. No he buscado esta entrevista. Pero, ya que ha regresado a hora tan intempestiva, y en vista de que ya no le podré ver dentro de los esquemas de, digámoslo así, una desinteresada amistad, seamos francos el uno con el otro -Peters se inclinó hacia delante-. ¿Por qué está tan interesado en Dimitrios?
– ¡Dimitrios!
– Sí, mi querido mister Latimer, Dimitrios. Usted ha venido desde el Levante. Dimitrios también había llegado desde allí. En Atenas usted ha buscado con empeño los datos de ese hombre en los archivos de la comisión de socorro. Aquí, en Sofía, usted se ha valido de un agente para tener acceso a los antecedentes policiales de ese individuo. ¿Por qué? Espere un poco antes de responder. No siento ningún odio hacia usted; ni le deseo ningún mal. Créame, se lo aseguro. Pero ocurre que yo también estoy interesado en Dimitrios y por ese motivo estoy interesado en usted. Ahora, mister Latimer, dígame con franqueza cuál es su situación. Explíqueme (y le pido excusas por la expresión) cuál es su juego.
Latimer guardó silencio durante unos instantes. Trataba de pensar de prisa, pero era incapaz de hacerlo. Se encontraba confuso. Había llegado a creer que Dimitrios era algo tan exclusivamente suyo, un problema tan académico como el de la autoría de un poema lírico anónimo del siglo dieciséis. Y he aquí que ahora se había presentado aquel odioso Peters, con su dios zaparrastroso y sus sonrisas y su pistola Lüger, reivindicando sus derechos, como si él, Latimer, fuera el intruso, en realidad. Desde luego que no existía motivo alguno para sorprenderse. No cabía duda de que Dimitrios tenía que haber conocido a mucha gente. Sin embargo, de modo instintivo o inconsciente, Latimer había pensado que todos debieron haber muerto junto con Dimitrios. Era una tontería, por cierto, pero…
– Bueno, mister Latimer -la sonrisa del gordo no había perdido ni un ápice de su dulzura, pero en esas palabras su voz ronca había adquirido un timbre que hizo pensar a Latimer en un niño que estuviera arrancando las patas a una mosca.
– Creo que de responder a sus preguntas -dijo- tendría usted que permitirme hacerle unas preguntas, por mi parte. En otras palabras, mister Peters: si usted me dice cuál es su juego, le hablaré del mío. No tengo nada que esconder, por cierto, pero tengo una curiosidad que satisfacer. ¿Le importaría decirme qué esperaba encontrar aquí… en las páginas de mis libros o en el tubo de crema dental?
– He buscado una respuesta a mis preguntas, mister Latimer. Pero lo único que he encontrado ha sido esto -y le alargó un trozo de papel hacia Latimer; era la tabla cronológica que el escritor había hecho en Esmirna, y que, según él creía recordar, había quedado plegado, entre las páginas de un libro que estaba leyendo-. Ya ve usted, mister Latimer, pensé que si escondía ciertos papeles entre las páginas de un libro, bien podría esconder otras cosas más interesantes en las encuadernaciones de las tapas.
– Pero si yo no había escondido ese trozo de papel.
Peters, al parecer, ni siquiera se percató del sentido de aquella frase, sino que alzó el papel, delicadamente cogido entre el pulgar y el índice, tal como lo hubiera hecho un profesor que estuviera a punto de juzgar el trabajo de uno de sus alumnos. Peters sacudió la cabeza.
– ¿Es esto todo lo que usted sabe de Dimitrios, mister Latimer?
– No.
– ¡Ah! -el gordo echó una mirada patética a la corbata de Latimer-. Ahora bien, ¿quién es, me pregunto yo, este coronel Haki, que parece estar tan bien informado y ser tan indiscreto? El apellido es turco. Y el pobrecito Dimitrios nos ha sido arrebatado en Estambul, ¿verdad? Y usted ha iniciado este viaje en Estambul, ¿no es cierto?
Con un gesto involuntario, Latimer asintió y en ese mismo instante se hubiera propinado a sí mismo una buena patada: la sonrisa de Peters se había iluminado.
– Gracias, mister Latimer. Ya veo que está preparado para cooperar. Veamos, pues. Usted estaba en Estambul; también estaba allí Dimitrios y otro tanto ocurría con el coronel Haki. Aquí hay una anotación sobre un pasaporte a nombre de Talat. Ese también es un apellido turco. Y aquí dice Adrianópolis y, a su lado, ha sido escrita la frase «atentado contra Kemal». «Atentado…» ¡Ah, sí! Me figuro que usted ha traducido literalmente la palabra francesa attentat. ¿No quiere decirme nada? Bueno, bueno. Supongo que es mejor que demos por sentado que es así. ¿Sabe usted?, tengo la impresión de que ha estado leyendo un dossier de la policía turca. ¿No es así?