Latimer comenzaba a sentirse como un perfecto idiota. Y sólo atinó a decir:
– No creo que pueda avanzar demasiado por ese camino. Se ha olvidado que por cada pregunta que me haga tendrá que responderme a otra mía. Por ejemplo: me interesaría muchísimo saber si usted alguna vez ha conocido a Dimitrios de verdad.
Peters le echó una mirada y se mantuvo en silencio. Al cabo de algunos segundos, dijo tranquilamente:
– No me parece que esté usted muy seguro de sí mismo, mister Latimer. Tengo la impresión de que yo podría decirle muchas más cosas de las que usted podrá decirme a mí. -La Lüger desapareció dentro de uno de los bolsillos de la chaqueta de Peters mientras él se ponía en pie-. Debo irme -agregó.
Eso no era, de ninguna de las maneras, lo que Latimer había esperado ni tampoco lo que quería que ocurriese, pero logró mantener la calma al decir:
– Buenas noches.
El obeso visitante se encaminó hacia la puerta. Pero se detuvo junto a la jamba.
– Estambul -le oyó murmurar Latimer, con voz que denotaba un activo análisis-. Estambul. Esmirna, 1922. Atenas, en el mismo año. Sofía en 1923. Adrianópolis… no, porque ha venido de Turquía. -Con un movimiento brusco, Peters giró sobre sí mismo-. Me estoy preguntando, ahora mismo… -hizo una pausa y luego, al parecer, decidió proseguir- me estoy preguntando si no será una estupidez de mi parte suponer que usted debe haber pensado ir a Belgrado los próximos días. ¿Lo hará usted, mister Latimer?
Latimer sintió que lo cogía por sorpresa y, aun cuando comenzó a decir con tono firme que no era más que una tontería que Peters supusiera tal cosa, supo por la sonrisa triunfante de su interlocutor que su sorpresa había sido detectada e interpretada con corrección.
– Belgrado le encantará -continuó Peters en un tono exultante-; es una ciudad muy hermosa. Las vistas desde el Terazija y el Kalemegdan son magníficas.
Latimer quitó las sábanas que cubrían la silla y se sentó cara a su interlocutor.
– Mister Peters -dijo-, en Esmirna he podido examinar ciertos dossiers policiales de hace quince años. Después de mis pesquisas descubrí que esos mismos papeles habían sido examinados tres meses antes por otra persona. Ahora me pregunto si no le importará decirme si esa persona era usted mismo.
Los ojos lacrimosos del gordo Peters permanecieron fijos en el vacío. Una arruga apenas visible le atravesaba la frente. Como si quisiera controlar algún posible error de entonación en la voz de Latimer, le rogó:
– ¿Sería usted tan amable de repetir esa pregunta?
Latimer la repitió.
Hubo otro silencio. Después Peters sacudió la cabeza con un firme movimiento:
– No, mister Latimer, no era yo.
– Pero usted ha estado haciendo averiguaciones sobre Dimitrios en Atenas, ¿no es cierto? Usted es la persona que llegó a aquella oficina mientras yo preguntaba por Dimitrios, ¿verdad? Creo recordar que salió muy de prisa de allí. Por desgracia, yo no me fije, pero el empleado sí lo hizo y comentó algo al respecto. Y fue por su propia voluntad, no por una casualidad, por lo que hizo el viaje a Sofía en el mismo tren que el mío, ¿no es verdad? También se encargó de sonsacarme (y debo admitir que lo ha hecho con gran astucia) en qué hotel me hospedaría, antes de que yo fuera a parar aquí. ¿Me he equivocado en algo?
Peters había vuelto a desplegar su sonrisa resplandeciente. Hizo un gesto negando.
– No, mister Latimer, no se ha equivocado. Sé todo lo que usted ha hecho a partir del momento en que se marchó de la oficina de Atenas. Ya le he dicho que me interesa cualquier persona interesada por Dimitrios. Supongo que ya habrá averiguado todo lo que había de averiguar acerca de ese hombre que estuvo en Esmirna antes que usted, ¿no es así?
La última frase había sido articulada en un tono tal vez demasiado casual. Latimer respondió:
– No, mister Peters, no lo he averiguado.
– Pero sin duda se habrá interesado por conseguirlo.
– No mucho.
El gordo suspiró.
– Creo que usted no está hablando con franqueza. Todo saldría mejor si…
– ¡Oiga! -le interrumpió Latimer con rudeza-, estoy dispuesto a serle franco: usted está haciendo grandes esfuerzos para sonsacarme lo que pueda. No le permitiré que lo logre. Y que esto quede bien claro. Le he hecho un ofrecimiento: si usted responde a mis preguntas, yo responderé a las suyas. Las únicas preguntas que me ha contestado, de momento, son aquellas cuyas respuestas ya había supuesto o intuido yo mismo. Todavía me pregunto por qué le interesa a usted Dimitrios, un hombre que está muerto.
»Usted me ha dicho que podría decirme más de lo que yo podría decirle a usted. Tal vez sea así. Pero yo, mister Peters, creo que le importa más a usted obtener mis respuestas que a mí oír las suyas. Irrumpir en las habitaciones de un hotel y hacer estos destrozos no es una actividad propia de quien lleva a cabo una investigación con espíritu desinteresado. Y, para serle sincero, he de decirle que no logro imaginarme por qué motivo puede estar usted interesado por Dimitrios. Ni se me ha ocurrido pensar que tal vez Dimitrios guardara parte del dinero obtenido en París… Usted estará enterado de todo eso, supongo… -En respuesta a una débil inclinación de cabeza afirmativa, Latimer prosiguió-: Sí, por supuesto, ya se me había ocurrido que lo sabría. Pero, como le he dicho ya, no puedo creer que Dimitrios haya ocultado su tesoro y que usted se esfuerce por encontrarlo. Por desgracia mi información niega esa posibilidad. Las pertenencias de Dimitrios estaban en el depósito de cadáveres, en la mesa en que descansaba el suyo: allí no había ni siquiera un penique; sólo un montón de ropas baratas. En cuanto a…
Peters se había acercado al escritor y le observaba con una peculiar expresión en su rostro. Latimer dejó que la frase que había iniciado se desvaneciera en el aire, en el silencio de la habitación. Al cabo de unos segundos preguntó:
– ¿Qué sucede?
– No sé si he comprendido bien -dijo el obeso intruso lentamente-. ¿Dice usted que ha visto el cadáver de Dimitrios en aquel depósito?
– Así es, ¿y qué?¿He dejado escapar otra valiosa información?
Pero Peters no contestó a la pregunta. Había sacado de algún bolsillo un cigarro largo y fino y lo estaba encendiendo con especial atención. De pronto expulsó una bocanada de humo y echó a andar de un lado a otro de la habitación, con lentitud, con sus ojos clavados en lo alto, como si estuviera sintiendo una aguda pena. Entonces comenzó a hablar.
– Mister Latimer, debemos llegar a un acuerdo. Debemos poner punto final a esta disputa. -Tras esa afirmación se detuvo y fijó otra vez sus ojos en los de Latimer-. Es absolutamente necesario, mister Latimer, que yo sepa qué se propone usted. ¡No, no, por favor! No me interrumpa. Admito que, tal vez, sus respuestas me interesan más a mí que las mías a usted. Pero, de momento, no puedo responderle. Sí, sí, ya he oído lo que me ha dicho. Pero le estoy hablando muy en serio. Le ruego que me preste atención.
»Usted está interesado en la historia de Dimitrios. Y ha decidido ir a Belgrado para averiguar algo más sobre él. No lo niegue, no puede hacerlo. Ahora bien: ambos sabemos que Dimitrios estuvo en Belgrado en mil novecientos veintiséis. Y yo puedo asegurarle que nunca volvió a esa ciudad. ¿Por qué quiere saber todo lo concerniente a ese hombre? Se niega a decírmelo. De acuerdo. Le diré algo más. En el caso de que fuera a Belgrado, no descubriría ni una sola pista de Dimitrios. Y lo que es más, tal vez tuviera algunos problemas con las autoridades si persiste en su investigación. Existe sólo una persona que podría decirle y, bajo ciertas condiciones lo diría, aquello que usted quiere saber. Es un súbdito polaco que vive cerca de Ginebra.