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»¡Pues bien! Le daré el nombre de esta persona y una carta de presentación para que usted se la entregue. Lo haré por usted. Pero antes quiero que me diga para qué quiere esa información. En un principio pensé que, tal vez, estuviera en contacto con la policía turca… hay tantos ingleses en los departamentos de policía de los países del cercano Oriente, en estos tiempos que corren… pero ya he desechado esa posibilidad. Su pasaporte dice que es escritor, pero esa palabra tiene un significado muy elástico. ¿Quién es usted, mister Latimer? ¿Cuál es su juego?

Hubo una pausa de expectación. Latimer le devolvió a su interlocutor una mirada que pretendía ser inescrutable.

Sin mostrar ninguna confusión, Peters prosiguió con su exposición:

– Por supuesto que cuando le pregunto cuál es su juego, empleo estas palabras en un sentido específico. Desde luego que su juego es el de conseguir dinero. Pero no es ésa la respuesta que necesito. ¿Es usted rico, mister Latimer? ¿No? Bueno, eso simplificará lo que tengo que decirle. Le propongo establecer una alianza, mister Latimer, una fuente de recursos inagotable. Estoy al corriente de ciertos hechos que, de momento, no puedo transmitírselos a usted. Por otra parte, usted posee una importante información. Quizá usted no lo sepa, pero de todas formas, se trata de algo importante. Pues bien, los hechos que conozco, en sí, poco valen. Lo que usted sabe carece de valor si no lo relacionamos con mis hechos. Sin embargo, ambas cosas juntas valen por lo menos -Peters se acarició el mentón-, por lo menos cinco mil libras esterlinas, un millón de francos franceses. -Una sonrisa triunfal había invadido su rostro-. ¿Qué me dice usted de esto?

– Perdóneme usted -replicó Latimer con frialdad-, pero le aseguro que no sé de qué me está hablando, ¿no es verdad? En fin, poco importa que usted me disculpe o no. Estoy cansado, mister Peters, muy cansado. Lo único que deseo, de momento, es meterme en la cama. -Se puso en pie y cogió las sábanas para rehacer la cama-. Supongo que no hay ninguna razón por la que usted no pueda saber por qué estoy interesado en la historia de Dimitrios -prosiguió diciendo, mientras acomodaba las sábanas-. No es por motivos de dinero, por cierto. Me gano la vida escribiendo novelas policíacas. En Estambul, el coronel Haki, un hombre que tiene alguna relación con la policía turca, me habló de un criminal llamado Dimitrios, al que habían hallado muerto en las aguas del Bósforo. Medio para divertirme (como quien se pone a resolver un crucigrama), medio para poner a prueba mi habilidad como verdadero investigador, decidí seguir la pista de ese hombre, reconstruir su historia. Eso es todo. No espero que usted me comprenda. Tal vez ahora mismo se esté preguntando por qué no he pensado en algún otro subterfugio más convincente. Lo siento. Si no le gusta la verdad, olvídela.

Peters había permanecido en silencio, escuchando con interés. Antes de hablar se acercó a la ventana, arrojó la colilla de su cigarro y se encaró con Latimer desde el otro lado de la cama.

– ¡Novelas policíacas! Pues eso me parece muy interesante, mister Latimer. Son mis preferidas. ¿Le importaría decirme el título de algunos de sus libros?

Latimer dijo varios títulos.

– ¿Cuál es su editorial?

– ¿Inglesa, americana, francesa, sueca, noruega, holandesa o húngara?

– Húngara, por favor.

Latimer se lo dijo.

Peters asintió con lentos cabeceos.

– Es una buena editorial, según tengo entendido. -Al parecer había adoptado una decisión-. ¿Tiene una estilográfica y un papel, mister Latimer?

Con un gesto de hastío, Latimer señaló el escritorio. Peters se sentó y comenzó a escribir.

Mientras terminaba de arreglar su cama y recogía algunas de sus pertenencias diseminadas por el piso, Latimer oyó el rasguido de la pluma del hotel sobre un trozo de papel. Peters se atenía a la palabra dada.

Por fin cesó el rasguido y la silla crujió cuando el gordo se puso en pie. Latimer, que estaba guardando sus zapatos, se enderezó. Peters había recuperado su dulzona sonrisa. Toda su figura reflejaba una actitud benevolente.

– Aquí tengo, mister Latimer -anunció-, tres papeles. En el primero he escrito el nombre de la persona de la que le he hablado. Se llama Grodek… Wladyslaw Grodek. Vive en las cercanías de Ginebra. El segundo es una carta para este hombre. Si le entrega esta carta él sabrá que usted es amigo mío y que puede hablar con entera franqueza. Ahora vive retirado de sus actividades, de modo que no es nada arriesgado decirle a usted que ha sido, en otros tiempos, el más hábil de los agentes profesionales europeos. Ha tenido en sus manos más información naval y militar secreta que la que pueda haber visto ningún otro hombre. Y lo que es más importante aún, ha sido siempre certero. Ha tenido tratos con muchos gobiernos. Operaba desde su cuartel general de Bruselas. Creo que, para un escritor, la personalidad de Grodek ha de resultar fascinante. Me figuro que le parecerá encantador. Es amante de los animales. Un personaje estupendo en el fondo. Dicho sea de paso, él fue quien empleó a Dimitrios en mil novecientos veintiséis.

– Ya entiendo. Le doy las gracias. ¿Y qué ocurre con ese tercer papel?

Peters vacilaba. Su sonrisa había adquirido un matiz de complacencia.

– Creo que me ha dicho que no es usted un hombre demasiado rico.

– No, no lo soy.

– ¿Le vendría mal medio millón de francos, dos mil quinientas libras esterlinas?

– No, desde luego.

– Pues bien, mister Latimer, cuando se haya cansado de Ginebra, quisiera que… por decirlo así, matara usted dos pájaros de un solo tiro. -Tras decir esto, Peters se sacó de un bolsillo la lista cronológica de Latimer-. En esta lista elaborada por usted, hay fechas posteriores a la del año mil novecientos veintiséis, y tendrá que investigar sobre esos hechos si quiere enterarse de cuanto se pueda saber acerca de Dimitrios. El lugar donde puede obtener esa información es París. Esto lo primero. Lo segundo que, si usted va a París, si se pone en contacto conmigo allá, si quiere tomar en cuenta lo que le he dicho sobre esa fuente de recursos, sobre la alianza que podríamos establecer, puedo garantizarle con absoluta certeza que en pocos días recibirá dos mil quinientas libras inglesas, que le serán pagadas a su nombre… ¡medio millón de francos franceses!

– Me agradaría mucho que fuera un poco más explícito -replicó Latimer, enfadado-. ¿Medio millón de francos a cambio de qué?¿Quién me pagará ese dinero? Desde luego que es usted demasiado misterioso, señor Peters… demasiado misterioso, a decir la verdad.

La sonrisa de Peters se fortaleció: había en él un cristiano, denigrado, pero no abrumado por la amargura, un cristiano que aguardaba sin claudicar que los leones fueran introducidos en la arena.

– Sé que usted no confía en mí, mister Latimer -dijo con tono cortés-. Por ese motivo le he entregado esa carta para Grodek y sus señas. Quiero ofrecerle una muestra concreta de mi buena voluntad para con usted, quiero demostrarle que puede confiar en mis palabras. Y también quiero demostrarle que tengo confianza en usted, que he creído todo lo que me ha dicho.

»De momento no puedo decirle nada más. Pero si me cree, si llega a confiar en mí, irá entonces a París. Aquí, en este papel hay una dirección. Cuando llegue a la ciudad envíeme una nota por correo. No vaya allí, esta dirección es la de un amigo. Con sólo que me envíe una nota con sus señas, iré a verle para explicárselo todo. Se trata de algo muy simple.

Latimer decidió que ya era hora de desembarazarse del intruso.

– Bueno -dijo-, todo esto me parece muy confuso. Según veo, usted ha llegado a muchas conclusiones. Todavía no he decidido definitivamente ir a Belgrado. No es seguro que pueda disponer de tiempo para viajar a Ginebra. Y en cuanto a mi ida a París… es algo que ahora mismo no puedo ni pensar en ello. Tengo muchísimo trabajo, por supuesto, y…