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Nuestro hombre asegura que las «experiencias del conflicto de 1914-1918» han demostrado que en una guerra futura (eso suena a algo hermosamente lejano, ¿no es verdad?) la capacidad de movimientos y el poder de choque de los ejércitos y de la marina modernos, así como la existencia de fuerzas aéreas, harán que el elemento sorpresa sea más importante que nunca. Tan importante, en rigor, que posiblemente la nación que realice el primer ataque por sorpresa sea la que salga victoriosa de la guerra. Más que nunca, pues, se pensaba durante la posguerra en la necesidad de estar prevenido contra las sorpresas, guardarse de ellas y hacerlo, evidentemente, antes de que la guerra hubiera comenzado.

Ahora bien, en total en Europa existen cerca de unos veintisiete estados independientes. Cada uno posee un ejército y una fuerza aérea y la mayoría tiene un cuerpo de marina, más o menos importante, según los casos.

Para su propia seguridad, cada uno de esos ejércitos, cada fuerza aérea y cada marina debe conocer los recursos de cada fuerza correspondiente en cada uno de los otros veintiséis países y debe saber qué hacen esos grupos militares: de qué poderío disponen, cuál es su eficacia, qué entrenamiento secreto realizan. Todo esto requiere espías… un verdadero ejército de espías.

En 1926, G. había sido contratado por el gobierno de Italia; durante la primavera de ese año, plantó su cuartel general en Belgrado.

Las relaciones entre Yugoslavia e Italia, por ese tiempo, eran muy tensas. Italia se había apoderado de Fiume, hecho que estaba aún tan fresco en las mentes yugoslavas como los bombardeos de Corfú. También circulaban rumores (que más tarde, durante ese mismo año, resultarían ser fundados) de que Mussolini contemplaba la posibilidad de ocupar Albania.

Italia, por su parte, abrigaba sospechas contra Yugoslavia. La ciudad de Fiume permanecía constantemente encañonada por las armas yugoslavas. Una Albania yugoslava a lo largo del Canal de Otranto resultaba ser una propuesta inadmisible. Y la posibilidad de una Albania independiente sólo era aceptable en la medida en que se admitiese una influencia italiana predominante. Lo ideal era consolidar cualquier estado de cosas favorable a Italia. Pero los yugoslavos podrían presentar batalla. Los informes de los agentes italianos en Belgrado indicaban que, en caso de que estallara una guerra, Yugoslavia se proponía proteger su costa obstruyendo de modo deliberado el Adriático con campos de minas que se tenderían al norte del Canal de Otranto.

Mi conocimiento de estas cuestiones es muy pobre, pero al parecer un país no necesita minar doscientas millas marinas para hacer que un corredor marítimo de doscientas millas sea impenetrable. Basta con que plante dos campos de minas, reducidos, o tal vez uno solo, sin dejar que el enemigo se entere de la posición exacta. O sea que el enemigo necesita llegar a conocer la posición de esos lugares minados.

Pues bien, ésa era la labor que debía desarrollar G. en Belgrado. Los agentes italianos se habían enterado de la existencia de esos campos de minas. Y G., espía experto, había sido enviado para descubrir la exacta localización de esas minas, sin que el gobierno yugoslavo (esta condición era la más importante de su trabajo) llegara a saber que el presunto enemigo poseía esa información. Porque, en caso de saberlo, sin duda, Yugoslavia cambiaría de lugar aquellas minas.

En este sentido, la operación planeada por G. fracasó. Y la razón del fracaso fue Dimitrios.

Siempre se me ha ocurrido la idea de que el trabajo de espía debe ser extraordinariamente difícil. Me refiero a que, si yo fuera enviado a la capital yugoslava por el gobierno británico, con la misión de obtener los detalles de un proyecto de minar el Canal de Otranto, ni siquiera sabría por dónde empezar mis averiguaciones.

Supongamos que yo supiera, como lo sabía G., que los detalles del plan estaban registrados con marcas especiales en cartas de navegación del canal. Pues bien. ¿Cuántas copias existen de esas cartas? Yo no llegaría a saberlo. ¿Dónde pueden estar esas cartas de navegación? Tampoco eso.

Una mínima reflexión lógica me llevaría a pensar que, al menos una copia, debía hallarse en alguna de las divisiones del Ministerio de Marina; pero el Ministerio de Marina es un lugar muy grande. Y además, claro está, esos mapas tendrían que estar custodiados bajo llave y sello.

De modo que, aunque fuera capaz de descubrir en qué oficinas está guardado el mapa y cómo puedo llegar hasta allí, ¿cómo lograr una copia sin permitir que los yugoslavos se percataran del hecho?

Pues bien, un mes después de llegar a Belgrado, G. no sólo había averiguado dónde se guardaba una de las copias de aquella carta de navegación, sino que también había elaborado un plan para hacerse de una copia, sin permitir que los yugoslavos se enteraran. Como verá es una persona competente.

¿Cómo lo había logrado? ¿A qué maniobra ingeniosa, a qué trampa sutil había recurrido? Trataré de explicarle paso a paso cada uno de sus movimientos.

En primer lugar, fingió ser un súbdito alemán, representante de una fábrica de instrumentos ópticos de Dresde. De ese modo, estableció cierta relación con un empleado del Departamento de Defensa Submarina (que se ocupa de todo lo relacionado con redes y cables submarinos, lanzaminas y barreminas) del Ministerio de Marina.

¡Qué lamentable!, ¿verdad? Lo más asombroso es que él mismo cree que ésa fue una astuta ocurrencia. Su sentido del humor ya no le funciona, por cierto. Al preguntarle si había leído alguna vez novelas de espionaje, me ha respondido que no, porque siempre las consideró demasiado ingenuas. Pero aún falta lo peor.

G. estableció relación con aquel empleado del siguiente modo: fue al Ministerio y preguntó al bedel por el Departamento de Suministros, pregunta que bien podía haber hecho cualquier extraño. Una vez dentro del edificio, lejos de la vista del bedel, detuvo a otro empleado, le explicó que le habían indicado cómo llegar hasta el Departamento de Defensa Submarina, pero que se había extraviado por los pasillos y le pidió que le orientara de nuevo. Una vez ante las oficinas del Departamento de Defensa Submarina, sin vacilar lo más mínimo, entró en él y preguntó si aquél era el Departamento de Suministros. Le dijeron que no y se marchó. No estuvo dentro más de un minuto, pero eso le bastó para echar un rápido vistazo al personal del departamento o, al menos, al que trabajaba en ese despacho. Y escogió a tres hombres. Esa tarde, G. esperó fuera del Ministerio hasta ver salir a uno de esos tres hombres. Siguió al empleado hasta su casa. Después de averiguar el nombre del individuo y cuantos pormenores pudo acerca de su vida, hizo lo mismo con los otros dos, en tardes sucesivas.

Así fue como eligió a un hombre llamado Bulic.

Pues bien: aun cuando el método que G. empleó carecía, a todas luces, de sutileza, él mismo fue sutil por el modo cómo lo llevó a la práctica. En realidad, G. no es capaz de darse cuenta de esto, con lo cual no deja de ser precisamente el primer hombre que ha triunfado sin lograr ver claramente las verdaderas razones de sus propios logros.

La primera prueba de la sutileza de G. radica en haber elegido a Bulic como conducto.

Bulic era un desagradable engreído, de unos cuarenta o cincuenta años de edad, mayor que sus compañeros de trabajo y poco apreciado por ellos. La mujer de Bulic, diez años menor que su marido, era bonita y tenía el aire de una persona insatisfecha.

Además, Bulic padecía de catarro crónico y acostumbraba tomarse una copa en un determinado bar cada día, al abandonar el Ministerio. En ese bar, G. se acercaría a él, le pediría una cerilla, le ofrecería un cigarrillo y, por último le invitaría a una copa.

Ya puede usted suponer que un empleado de un departamento gubernamental que se ocupa de asuntos estrictamente confidenciales se inclinará, como es natural, a sospechar de las amistades que pueda hacer en un bar, sobre todo si esas personas intentan sonsacarle alguna información referente a su trabajo. G. estaba dispuesto a evitar esas sospechas mucho antes de que se le pasaran, siquiera, por la mente a Bulic.