La relación maduraba. G. estaba ya en el bar, cada tarde, cuando Bulic aparecía en aquel lugar. Charlaban sobre cosas más o menos interesantes. Como forastero que era en Belgrado, G. le pedía a su ocasional amigo consejo acerca de una u otra cosa, le pagaba las copas y permitía que Bulic fuera condescendiente con él. Algunas veces jugaban largas partidas de ajedrez: siempre ganaba Bulic; otras veces, en compañía de un par de parroquianos, jugaban al bezique.
Así las cosas, una noche G. inició su ofensiva.
Le contó a Bulic que un amigo común le había dicho que él, Bulic, tenía un cargo de suma importancia dentro del Ministerio de Marina.
Para Bulic, aquel «amigo común» bien podía ser cualquiera de los asiduos clientes del bar, con los que jugaban a las cartas y conversaban y que, vagamente, sabían que él trabajaba en alguna oficina del Ministerio.
El yugoslavo frunció el ceño y abrió la boca; quizá se disponía a oponer algún reparo al calificativo «de suma importancia», quizá se disponía a mofarse de ello con falsa modestia. Pero G. no le dejó hablar. Le explicó que, como jefe de ventas de una respetable firma fabricante de instrumentos ópticos de medición, estaba facultado para negociar con el Ministerio de Marina la compra de cierta cantidad de binoculares. Ya había presentado los papeles para la cotización y confiaba en obtener el pedido, pero como Bulic ya sabía sin duda, en esos casos nada era tan importante como tener un amigo metido en el asunto. Por lo tanto, si el amable e influyente señor Bulic pudiera interceder para que la compañía de Dresde se adjudicara el pedido se embolsaría una suma del orden de los veinte mil dinares [33].
Juzgue esa proposición desde el punto de vista de Bulic: él, un insignificante empleado, era agasajado y halagado por el representante de una gran compañía alemana, que le prometía veinte mil dinares, o sea, una suma de dinero equivalente a seis meses de su sueldo, por no hacer exactamente nada. Si las cotizaciones ya habían sido estudiadas, nada podía hacer. Pero podría haber de por medio otras cotizaciones. Si la compañía de Dresde obtenía el pedido, él obtendría mil dinares sin compromiso alguno. Si lo perdía, él no perdería mucho más que el respeto de aquel estúpido y mal informado alemán.
G. dice que Bulic se esforzó sólo a medias por ser sincero; murmuró algo acerca de que no estaba seguro de que su influencia sirviera de mucho; G. fingió interpretar esto como un intento de elevar la cifra del soborno; Bulic protestó: no se le había pasado por la cabeza semejante idea. De modo que ya estaba perdido. Al cabo de cinco minutos había aceptado.
Durante los días siguientes, Bulic y G. se convirtieron en íntimos amigos. G. nada arriesgaba. Bulic no podía enterarse de que ninguna compañía de Dresde había enviado una cotización, ya que todas las cotizaciones recibidas por el Departamento de Suministros se consideraban confidenciales hasta tanto se adjudicara el pedido. En el caso de que quisiera averiguar algo más, podría enterarse (tal como se había enterado G. leyendo la Gaceta Oficial) de que realmente el Departamento de Suministros había pedido la cotización de una cierta cantidad de binoculares.
G. se entregó, pues, a su tarea.
Bulic (recuérdelo usted) se veía obligado a representar el papel que le había asignado su pretendido amigo, el papel de un funcionario influyente. G., por su parte, comenzó a mostrarse muy deferente con el yugoslavo y su hermosa pero estúpida mujer: les invitaba a restaurantes y a night casi continuamente.
La pareja respondía como puede hacerlo una planta sedienta ante la lluvia. ¿Cómo podía Bulic andarse con cautela, después de haberse bebido casi una botella de excelente champaña dulce, de enzarzarse en una conversación sobre el asombroso poderío naval de Italia y el peligro que suponía para las costas yugoslavas? No, no podía hacerlo. Estaba un poco ebrio, su mujer estaba presente, por primera vez en su sombría y monótona vida alguien se interesaba por sus opiniones con todo el respeto que merecían. Además, tenía que representar su papel con dignidad, no podía mostrar ignorancia ante los sucesos que se desarrollaban tras el telón.
O sea, que Bulic se volvió presuntuoso: había tenido ante sus mismos ojos los detallados planes operativos que detendrían, en tal caso, a la flota italiana en el Adriático. Por supuesto que estaba obligado a ser discreto, pero…
Al final de aquella velada, G. supo que Bulic tenía acceso a una copia de dicho mapa. Y también había planeado su estrategia: Bulic sería quien le proporcionara una copia de aquel documento.
Con gran cuidado, G. elaboró su plan. Luego buscó a la persona capaz de llevarlo a buen fin. El mediador era indispensable. Así fue como dio con Dimitrios.
Le he preguntado a este ex espía en qué se ocupaba la persona que le había hablado de Dimitrios. Admito que lo he hecho con la esperanza de hallar algún nexo con el Banco de Crédito Eurasiático. Pero la respuesta de G. ha sido muy vaga: a pesar del tiempo transcurrido, recuerda las palabras que acompañaron a aquella recomendación.
Dimitrios Talat era un turco, hablaba griego, con pasaporte «efectivo», con una reputación de «útil» y discreto a la vez; también decían de él que tenía experiencia en «trabajos financieros de índole confidencial».
Quien no supiera para qué era útil y desconociera la índole de los trabajos financieros que había llevado a cabo, podía llegar a pensar que el hombre en cuestión era una especie de contable. Pero, al parecer, existe una jerga propia para estos asuntos. G. comprendió el significado de aquellas palabras y decidió que Dimitrios era el hombre adecuado para la misión que se le había encomendado. Y así, pues, le escribió (me dijo a qué dirección como si se tratara de una especie de lista de correos del American Express) ¡a cargo del Banco de Crédito Eurasiático, de su sucursal en Bucarest!
Dimitrios llegó a Belgrado cinco días después y se presentó en casa de G. en Knez Miletina.
G. recuerda ese encuentro con toda precisión. Dimitrios, me ha dicho, era un hombre de mediana estatura y de edad difícil de determinar, entre los treinta y cinco y los cincuenta años (en realidad tenía treinta y siete). Iba vestido con elegancia y… pero será mejor que le cite las propias palabras de G.:
– Vestía con una elegancia costosa y su pelo se iba agrisando poco a poco en las sienes. Tenía un aire pulido, satisfecho, confiado, y algo en sus ojos que adiviné al instante. Ese hombre era un rufián. Y nunca me he equivocado en estas apreciaciones. No me pregunte por qué. En esto tengo un instinto de mujer.
Aquí lo tenemos, pues. Dimitrios había prosperado. ¿Hubo más mujeres como madame Preveza en su vida? Jamás llegaremos a saberlo.
El hecho es que G. había detectado a un rufián en Dimitrios y eso no le parecía mal. Según el, un rufián nunca se busca líos con ninguna mujer en detrimento de la misión que se le ha encomendado. Además, Dimitrios tenía el aspecto adecuado para el caso. Creo que será mejor que le cite de nuevo las palabras de G.:
– Vestía con elegancia. Y también tenía aspecto de persona inteligente. Esto me pareció estupendo, porque nunca me ha gustado emplear gentuza del montón. A veces era imprescindible hacerlo, pero nunca me ha gustado: esa gente no siempre ha comprendido mi temperamento.
Ya lo ve usted: G. era muy exigente.
Dimitrios no había malgastado su tiempo. Para aquel entonces ya hablaba alemán y francés con bastante soltura.
– Nada más recibir su carta, me he venido hasta aquí. Tenía muchas cosas que hacer en Bucarest, pero me seducía la idea de conocerle; me he enterado de sus actividades.