– Puede irse -dijo.
G. se fue. A su vez, Dimitrios había cometido su propio error.
Durante toda aquella noche, un buen número de hombres, reclutados a toda prisa en los cafés de los barrios bajos, recorrieron de cabo a rabo la ciudad de Belgrado para hallar a Dimitrios. Fue inúticlass="underline" Dimitrios había desaparecido y G. nunca volvió a verle.
¿Qué ocurrió con el negativo? Le cito las propias palabras de G.:
– A la mañana siguiente, al enterarme de que mis hombres no le habían encontrado, supe qué tenía que hacer. Sentía una profunda amargura. Después de todo aquel trabajo, planeado tan meticulosamente, la desilusión era enorme. Pero de nada servía lamentarse. Una semana antes de aquel final, me había enterado de que Dimitrios estaba en contacto con un agente francés. El negativo, en esos momentos, tenía que estar en manos del francés. Y no me quedaba otra opción. Un amigo mío, de la Embajada de Alemania, podía echarme una mano. En aquellos días, los alemanes estaban deseosos de congraciarse con el Gobierno yugoslavo. Era lógico, pues, que le pasaran cierta interesante información al Gobierno de Belgrado.
– ¿Quiere decir -pregunté- que usted mismo lo dispuso todo para que el Gobierno yugoslavo se enterara de la sustracción del mapa y de que había sido fotografiado?
– Por desgracia era lo único que podía hacer. Ya lo ve usted, aquel mapa tenía que perder su valor. Dimitrios había cometido un gran error al dejarme marchar: carecía de experiencia. Tal vez pensó que yo volvería a chantajear a Bulic para obtener otra fotografía del mapa. Pero yo no ignoraba que una información que conocieran los franceses tenía poco valor. Además, estaba en juego mi reputación. Estaba muy furioso por el desenlace de aquella misión. Lo único divertido fue que los franceses ya le habían pagado a Dimitrios la mitad del precio convenido cuando descubrieron que esa información no valía de nada debido a mi pequeña démarche [36].
– ¿Y qué ocurrió con Bulic?
G. hizo una mueca.
– Sí, ha sido lamentable. Siempre me he considerado un tanto responsable por la gente que ha trabajado para mí. Fue arrestado casi de inmediato. No hubo dudas en cuanto a cuál de las copias guardadas en el Ministerio había sido sustraída. Era la única que tenía dobleces. Las impresiones dactilares hicieron lo demás. Bulic demostró su sensatez al decir a las autoridades todo cuanto sabía acerca de Dimitrios. Como resultado le condenaron a cadena perpetua, en lugar de fusilarle. Por cierto que yo esperaba verme complicado en todo aquello, pero no sucedió así. Eso me extrañó un poco, en su momento. Fuera como fuese, yo le había presentado a Dimitrios. En esos días me preguntaba a menudo si lo había hecho porque no quería enfrentarse con el cargo adicional de haber aceptado sobornos o porque sentía agradecimiento hacia mí por haberle prestado los doscientos cincuenta dinares. Tal vez no me había relacionado con el asunto del mapa náutico. En fin, de todas maneras, me sentí complacido. Aún me quedaba algún trabajo que hacer en Belgrado y que la policía me estuviera buscando, aunque con otro nombre, habría representado una complicación en mi vida. Nunca he podido soportar los disfraces.
Le hice una última pregunta. Me respondió lo siguiente:
– Sí, desde luego; conseguí el nuevo mapa tan pronto como lo hicieron. Por un conducto muy distinto, por supuesto. Después de invertir tanto dinero mío en esa misión, no podía regresar con las manos vacías. Siempre ocurre así: por uno u otro motivo, siempre se presentan ese tipo de demoras, esos derroches de esfuerzos y de dinero. Quizá usted piense que fui poco hábil en el modo como manejé a Dimitrios. Sería una apreciación injusta. No fue más que un pequeño error el juicio por mi parte, eso es todo. Supuse que sería como todos los demás tontos que hay en el mundo, demasiado proclive a la codicia. Pensé que esperaría a que yo le pagara los cuarenta mil dinares antes de intentar arrebatarme el negativo. Pero me cogió por sorpresa. Ese error de juicio me costó mucho dinero.
– A Bulic le costó su libertad.
Temo haber dicho esas palabras con un tono de reproche, porque G. frunció el ceño.
– Mi querido monsieur Latimer -me replicó con acritud-, Bulic no era más que un traidor y ha recibido la recompensa que le corresponde. No es posible ponerse sentimental ante un caso como el suyo. En toda guerra se producen, siempre, algunas bajas.
Y Bulic ha tenido suerte, a pesar de todo. Hubiera podido utilizarle una vez más y con eso le habrían fusilado, al final. Tal como se desarrolló todo, ha ido a parar sólo a la cárcel. Y de acuerdo con la información que poseo, todavía está allí.
No quiero mostrarme demasiado duro, pero es preciso admitir que está mejor dentro. ¿Su libertad? ¡Tonterías! No tenía nada que perder. Y en cuanto a su mujer, no me cabe ninguna duda de que ya se las habrá arreglado lo mejor que habrá podido por sí misma. Siempre me dio la impresión de que esa mujer no soportaba a su marido. Y no se lo reprocharía. Era un hombre desagradable, ese pobrecito Bulic. Creo que le caía la baba al comer. Y más aún, representaba un engorro. ¿Se le ocurrió pensar a usted que aquella noche, después de marcharse del hotel de Dimitrios, fuese a ir al casino de juego, para pagarle la deuda a Alessandro? Pues no lo hizo; al día siguiente, cuando la policía le arrestó, todavía llevaba los cincuenta mil dinares en el bolsillo. Otro gasto inútil.
Amigo mío, en momentos como ése resulta imprescindible un poco de sentido del humor.
Pues bien, mi apreciado Marukakis, esto es todo.
Y creo que más que suficiente. Mientras avanzo entre los fantasmas de estas viejas mentiras, me reconforta pensar que tal vez usted me escribirá para decirme que ha merecido la pena descubrir estas cosas. Quizá lo haga, quizá lo vea así. Yo mismo he comenzado a dudar. Es una historia muy mezquina, ¿no es cierto? No hay héroe; tampoco heroína; sólo bandidos y tontos. ¿O tendría que decir tontos, únicamente?
Pero a primeras horas de la tarde, no es momento apropiado para hacerse esta pregunta. Además, tendré que hacer el equipaje.
Dentro de pocos días le enviaré una tarjeta postal con mi nombre y mi nueva dirección. Espero que tenga usted tiempo para escribirme. De todas maneras, me figuro que pronto volveremos a vernos. Croyez en mes meilleurs souvenirs [37].
CHARLES LATIMER"
10. Los ocho ángeles
Latimer llegó a París en un día gris de noviembre.
Mientras el taxi atravesaba el puente en dirección a la Île de la Cité, observó durante unos momentos el cúmulo de nubes bajas y negras, deslizándose impulsadas por un viento frío y cargado de polvo.
Las grandes fachadas de las casas del quai de Corse se escudaban tras su secreto silencio. Uno hubiera dicho que en cada ventana se ocultaba un observador. Poca era la gente que transitaba por las calles. En esa tarde de finales de otoño, París tenía el macabro aspecto de un grabado antiguo.
Se sintió deprimido al subir las escaleras de su hotel en el quai de Voltaire y se arrepintió profundamente por no haber regresado a Atenas.
Su habitación estaba fría. Era demasiado temprano para tomar un aperitivo. En el tren había comido lo suficiente para que no le apeteciera cenar demasiado pronto. Estaba decidido a inspeccionar, desde fuera, el número 3 de la impasse des Huit Anges.
No sin cierta dificultad logró dar con el pasaje, oculto en una calle que cruzaba la rue de Rennes.
El pasaje, amplio, empedrado, describía una L; a cada lado de la entrada había una alta verja de hierro. Ambas estaban sujetas a las paredes, en las que se apoyaban sus goznes, con unos pesados ganchos de hierro que, evidentemente, no habían sido quitados durante años. Una fila continua de hierros rematados en puntas formaba una reja que separaba un lado del pasaje de la alta pared ciega del edificio contiguo. Otra pared ciega, sin estar protegida por las rejas, pero sí amparada por las palabras: «DÉFENSE D'AFFICHER, LOI DU 10 AVRIL 1929» [38], escritas con pintura resistente a la intemperie, encaraba a la primera.