Peters guardó silencio durante unos segundos, mientras contemplaba a Latimer con aquel gesto de amarga admonición que podría dibujarse en la cara del buen pastor que se dirige a una oveja descarriada.
Tras la pausa, el gordo dijo:
– Mister Latimer, creo que es usted demasiado indiscreto.
– ¿De veras?
– Y también muy afortunado. Admitamos por un instante que, tal como usted ha sugerido, yo haya asesinado a Dimitrios. Piense en lo que me vería obligado a hacer: me vería obligado a asesinarle a usted también, ¿no es así?-Peters metió una mano en el bolsillo superior de su abrigo y la mano emergió empuñando la Lüger-. Ya lo ve usted: le he mentido hace unos momentos. Lo reconozco. Me interesaba muchísimo saber qué haría si creía que yo iba desarmado. Y, por otra parte, es una actitud nada elegante venir aquí con una pistola en el bolsillo. Probar que no había traído la pistola para emplearla contra usted hubiera sido casi imposible. De modo que le he mentido. ¿Comprende mis sentimientos, aunque sea un poco? Me gustaría mucho lograr que usted se fiase de mí.
– ¡Oh! Como respuesta a una acusación de asesinato, todo lo que acaba de decirme es muy astuto.
Peters guardó su pistola con un mohín de cansancio.
– Esto no es una novela policíaca, mister Latimer. No hay por qué comportarse tan estúpidamente. Si lo que ocurre es que usted no es capaz de ser discreto, utilice su imaginación, por lo menos. ¿Le parece verosímil que Dimitrios haya dejado un testamento a mi favor? No, no lo es. ¿Cómo supone usted, entonces, que he podido matarle para apoderarme de su dinero?En los tiempos que corren, la gente no lleva su fortuna en el bolsillo de la chaqueta. Vaya, mister Latimer, seamos razonables. Le invito a cenar, después hablaremos de negocios. Y propongo que tomemos el café en mi apartamento… es un poco más cómodo que esta habitación… Aunque si usted prefiriera ir a algún café, le comprendería. Es posible que no tenga una opinión demasiado buena sobre mí. No se lo reprocho, por cierto. Pero, por lo menos, déjeme creer en nuestra amistad.
Por un momento, Latimer sintió buena disposición hacia Peters. Aunque la parte final de su exhortación había ido acompañada por una excesiva autocompasión, el antiguo traficante de droga no había sonreído.
Además, ese hombre ya le había hecho sentirse estúpido y Latimer no quería que ahora le hiciera sentirse un perfecto melindroso. Al mismo tiempo…
– Tengo tanta hambre como usted -dijo- y no tengo ninguna razón para preferir un café a su apartamento. Al mismo tiempo, mister Peters, por muchas causas que tenga yo de mostrarme amigable, creo que es mi deber advertirle algo: a menos que esta misma noche reciba una explicación satisfactoria de por qué me ha hecho venir a verle a París, me iré en el primer tren que salga mañana, haya o no de por medio ese medio millón de francos. ¿Está claro?
La sonrisa de Peters volvía a florecer.
– Imposible estarlo más claro, mister Latimer. ¿Es necesario que le explique hasta qué punto aprecio su franqueza?
– ¿Dónde iremos a cenar? Hay un restaurante danés muy cerca de aquí, ¿verdad?
Peters luchaba para ponerse el abrigo.
– No, mister Latimer, como usted ya sabrá muy bien, sin duda alguna, no existe ese restaurante. -Peters suspiró con amargura-. Es poco amable de su parte al burlarse de mí de esta manera. En fin, sea como fuere, prefiero la cocina francesa, amigo mío.
Mientras bajaban por la escalera, Latimer pensó que la capacidad de Peters para hacerle sentir un perfecto idiota era enorme.
Por sugerencia de Peters, y a sus expensas, cenaron en un restaurante barato de la rue Jacob. Luego se dirigieron hacia la impasse des Huit Anges.
– ¿Qué pasa con Caillé?-preguntó Latimer mientras subían por la polvorienta escalera.
– No está en la ciudad. De momento soy el único que vive en la casa.
– Ya lo veo.
Peters, que respiraba con dificultad, se detuvo en cuanto llegó al segundo rellano. -Habrá pensado que soy Caillé.
– Sí.
Peters reanudó el ascenso. Los peldaños crujían bajo sus pies.
Latimer, que le seguía a dos o tres escalones de distancia, imaginó la escena de un elefante de circo que va subiendo, de mal grado, por una pirámide de módulos de distintos colores, para realizar alguna prueba de equilibrio en la cima.
Llegaron al cuarto piso. Peters se detuvo, jadeante, y buscó en sus bolsillos un manojo de llaves. Introdujo una en la cerradura de la vieja y desquiciada puerta que tenía ante sí y abrió. Después de accionar el interruptor de la luz, con un gesto le cedió el paso a Latimer.
El cuarto se extendía de un extremo a otro de la casa y estaba dividido en dos por una cortina que colgaba a la izquierda de la puerta de entrada. La mitad oculta por la cortina era de forma distinta a la otra mitad que incluía la puerta, ya que en determinado lugar se estrechaban para dar paso a una escalera interior, y entre la pared trasera y la casa contigua delimitaba una pequeña alcoba. A cada extremo del cuarto había una alta ventana francesa.
Pero si desde el punto de vista arquitectónico era ése un cuarto que cualquiera podría considerar típico de una casa francesa de esa índole y antigüedad, desde cualquier otro punto de vista resultaba fantástico.
El primer objeto que llamó la atención de Latimer fue la cortina divisoria. La tela era de imitación oro. Las paredes y el cielorraso estaban pintados de un rabioso azul y sembrados de estrellas doradas, de cinco puntas.
Diseminadas sobre el piso, de modo que no se veía un solo centímetro de él, había toda clase de alfombras marroquíes baratas. Estaban superpuestas, de tres en tres en ciertas partes y hasta de cuatro en cuatro en otras.
Había tres enormes divanes, cubiertos por gruesos cojines, algunas otomanas de piel repujada y una mesilla marroquí con una bandeja de bronce apoyada en la tapa.
En un rincón destacaba un enorme gong de bronce. La luz provenía de varias bombillas ocultas por unas pantallas de madera labrada de roble. En el centro mismo de la estancia descansaba una estufa eléctrica de metal plateado. El olor del polvo depositado en la tapicería era sofocante.
– ¡Este es mi hogar! -exclamó Peters-. Deje su abrigo allí, mister Latimer. ¿Le gustaría ver el resto de la casa?
– Oh, sí, muchísimo.
– En apariencia, no es más que una de tantas casas francesas incómodas -comentó Peters mientras subía la escalera interior-, pero por dentro es un oasis en medio de este árido desierto. Este es mi dormitorio.
Latimer tenía ante sus ojos otra mezcla de estilo francés y mobiliario marroquí. Aquí, los adornos más visibles eran dos pijamas arrugados de franela.
– Y el lavabo.
Latimer echó una ojeada al lavabo y descubrió que su anfitrión tenía una dentadura postiza de recambio.
– Ahora le mostraré algo interesante -anunció Peters a su compañero.
Volvieron al rellano. Delante de ellos había un gran ropero. Peters abrió una de sus puertas y encendió una cerilla. Al fondo del ropero había una fila de perchas metálicas. Peters cogió una de ellas y, utilizándola a modo de tirador, la movió de su sitio. La parte trasera del ropero se deslizó hacia delante y Latimer sintió el aire de la noche en su rostro y oyó los ruidos de la ciudad.
– Hay una estrecha plataforma de hierro que va a lo largo de la pared exterior, hasta la casa contigua -explicó Peters-. Allá hay otro armario igual a éste. Usted no puede ver nada porque sólo tenemos muros ciegos al frente. Del mismo modo, nadie podría vernos si decidiéramos marcharnos por aquí. Dimitrios mandó hacer esto.