»Soy un hombre de temperamento tranquilo. No me gusta el jaleo. A menudo he pensado que este mundo nuestro sería un lugar mucho más agradable si la gente se comportara con cortesía, si las personas hablaran entre sí serenamente. Sin embargo, hay ocasiones en que es difícil hacerlo.
»Le dije a Dimitrios que nada me movería a ser cortés con él y que podía marcharse a donde le diera la gana.
»De no haber sido por Giraud, se habría ido y yo no estaría sentado aquí, hablando con usted. Mi socio se sentó a la mesa de Dimitrios y le pidió disculpas por mi proceder. Mientras Giraud hablaba, advertí que Dimitrios me observaba: no me cabe duda de que se preguntaría qué clase de persona era yo.
»Tenía la gran seguridad de que no me interesaba ningún negocio, de la índole que fuera, que Dimitrios me propusiera. Pero intervino Giraud y me vi obligado a escuchar. Nos sentamos con aquel hombre para que nos explicara sus planes.
»Hablaba de una manera convincente y, al fin y a la postre, consentí en hacer lo que él quería. Nuestra sociedad con Dimitrios databa ya de varios meses, cuando un día…
– Un momento -le interrumpió Latimer-, ¿qué clase de sociedad era ésa? ¿Era el comienzo del tráfico de droga?
Peters dudaba. Frunció el ceño antes de proseguir con su explicación:
– No, mister Latimer, no lo fue. En aquel tiempo, Dimitrios estaba conectado con lo que usted, supongo, llamaría la trata de esclavas blancas. ¡Oh!, esta frase me parece muy interesante… trata es una palabra llena de significados horribles. Y eso de "esclavas blancas"… considere usted las connotaciones del adjetivo. ¿Quién habla en el presente del tráfico de esclavas de color? Creo que nadie. Y, sin embargo, la mayoría de mujeres afectadas son de color. Nunca he llegado a comprender por qué motivos las consecuencias de ese tráfico podrían resultar más desagradables para una joven blanca de algún barrio bajo de Bucarest que para una joven negra de Dakar o para una chica de Harbin.
»El Comité de la Liga de las Naciones lucha contra estos prejuicios: ya ha examinado este aspecto del problema. Y sus miembros han demostrado de nuevo su inteligencia al dejar de utilizar la palabra "esclavas". Ahora se refieren al tema llamándolo "tráfico de mujeres".
»Nunca me ha gustado este negocio. No se puede tratar a los seres humanos como si se tratara de mercancías inanimadas. Este negocio siempre acarrea problemas.
»Siempre existe la posibilidad de que el adjetivo "blanca" adquiera un sentido religioso, además del racial. Según mi experiencia, puedo asegurarle que esa posibilidad es remota, pero existe. Quizá sea yo ilógico y sentimental, pero me importa que no se mezclen esos dos conceptos, se lo aseguro.
»Además, los gastos más elementales de un tratante, en este negocio considerado fácil generalmente, son cuantiosos. Siempre hay que conseguir certificados falsos de nacimiento, de matrimonio y de defunción; luego están los costes de los viajes y los sobornos que se deben pagar, por no hablar de lo caro que es mantener varias identidades distintas.
»Es probable que usted no tenga una idea exacta de lo que cuestan los documentos falsos, mister Latimer. En aquellos años, las fuentes de suministro de documentos falsos eran tres: Zürich, Amsterdam y Bruselas. ¡Todas en países neutrales! Es curioso, ¿verdad?
»Un pasaporte danés falso-auténtico (es decir, un pasaporte danés auténtico que haya sido tratado con productos químicos para borrar los datos originales y la fotografía y que haya sido rellenado después con los datos nuevos) se podía conseguir por… déjeme ver… unos dos mil francos al cambio de nuestros días. Un pasaporte falso (es decir, un pasaporte hecho desde el principio por el mismo agente) costaba algo menos, unos mil quinientos francos, tal vez. En la actualidad, tendría que pagar el doble. Ahora la mayor parte de ese negocio se hace aquí, en París. Para los refugiados, por supuesto.
»En fin, el hecho es que un tratante necesita disponer de un capital elevado. Si se trata de una persona conocida, siempre habrá a su alrededor personas que quieran proporcionárselo, pero a condición de obtener ganancias fantásticas. Es mejor poseer un capital propio.
»Dimitrios lo tenía. Pero también podía contar con dinero que pertenecía a sus representados, personajes muy ricos. Nunca le faltó el dinero. O sea, que cuando acudió a Giraud y a mí, el problema que se le presentaba era otro, y bien distinto.
»Debido a la gestión de la Liga de las Naciones, en muchos países las leyes habían cambiado y se habían vuelto tan rígidas que, a menudo, era muy difícil llevar mujeres de un lugar a otro. Un esfuerzo digno de alabanza, por cierto, pero en perjuicio de hombres como Dimitrios. En realidad, no les resultaba imposible sacar adelante sus negocios. No. Pero las cosas se volvían más complejas y más caras para esa gente.
»Antes de contar con nosotros, la técnica que empleaba Dimitrios era muy simple. En Alejandría tenía clientes que le hacían llegar sus pedidos. A continuación viajaban a Polonia, digamos, para reclutar a las mujeres, las llevaba a Francia, con sus pasaportes de origen y después las hacía embarcar en Marsella hacia su destino. Eso era todo. Se cumplía con lo legalmente dispuesto, diciendo que las muchachas habían de cumplir con un contrato en alguna compañía teatral.
»Con las nuevas leyes, más rígidas, todo dejó de ser tan sencillo.
»La noche en que fue a Le Kasbah por primera vez se había enfrentado con su primer problema. En casa de una tal madame de Vilna había comprado doce mujeres, pero las autoridades polacas no le permitían sacarlas del país sin una garantía del lugar de destino de las jóvenes y de la respetabilidad del futuro empleo de todas ellas. ¡Respetabilidad! En fin, así lo establecía la ley.
»Como es lógico, Dimitrios había asegurado a las autoridades polacas que presentaría esas garantías. No hacerlo podía resultarle fataclass="underline" entraría a formar parte de los sospechosos. De modo que estaba obligado a conseguir esas garantías.
»Allí entrábamos Giraud y yo en la cuestión. Teníamos que declarar que emplearíamos a las muchachas como bailarinas y tendríamos que responder a las preguntas que quisieran hacernos las autoridades consulares de Polonia. Mientras las mujeres permanecían en París, durante una semana o poco más, estábamos completamente a salvo. Si había preguntas o investigaciones después de ese plazo, debíamos callar. Las muchachas habían cumplido con sus contratos y se habían ido. El lugar al que hubieran ido no era asunto de nuestra incumbencia.
»Así nos lo explicó Dimitrios. Nos dijo que por nuestra colaboración en el negocio recibiríamos cinco mil francos. Era un dinero que podíamos ganar fácilmente. Sin embargo, tuve mis reparos. Por último, Giraud me persuadió y acepté. Pero le dije a Dimitrios que sólo aceptaba en ese caso en particular y que no debía contar con que yo le ayudaría siempre que él lo necesitara. Giraud refunfuñó durante unos minutos, pero se avino a aceptar esa condición.
»Un mes más tarde, Dimitrios volvió a vernos, nos pagó el resto de los cinco mil francos y dijo que tenía otra cosa que ofrecernos. Me negué, pero, tal como Giraud no tardó en apuntar, no habíamos tenido ningún problema la primera vez y mis objeciones no tenían mucho fundamento. El dinero nos era útil. Con aquella suma habíamos pagado una semana de trabajo de la orquesta de sudamericanos.
»Ahora tengo la seguridad de que Dimitrios nos había mentido respecto a aquellos cinco mil francos de la primera vez. Creo que no nos lo habíamos ganado. Nos los dio tan sólo para ganarse nuestra confianza. Hacer una cosa así era algo muy propio de él. Otro hombre te hubiera engañado para que te pusieras al servicio de sus fines; pero Dimitrios, no; Dimitrios te compraba. Claro que a muy bajo precio. Hacía que en tu interior pugnaran tu sentido común y tu instintiva sospecha contra él.
»Ya le he explicado cómo ganamos esos primeros cinco mil francos sin ningún problema. Los segundos, en cambio, nos acarrearon numerosos problemas.