»Las autoridades polacas hicieron algunas pesquisas y, al poco, la policía francesa nos visitaba para hacernos algunas preguntas. Lo peor del caso fue que nos vimos obligados a mantener a esas mujeres en Le Kasbah, para demostrar que les habíamos dado un empleo. Esas mujeres no eran capaces de dar un solo paso de baile y nos colocaban en una situación embarazosa: estábamos obligados a ser amables con ellas para que ninguna acudiera a la policía y contara toda la verdad.
»Por otra parte, bebían champaña continuamente. Si Dimitrios no hubiera aceptado pagar sus copas, hubiéramos tenido que hacer frente a una gran pérdida de dinero.
»Dimitrios se mostró muy compungido, por cierto, y nos aseguró que había habido un error. Después de pagarnos diez mil francos por nuestras molestias, prometió que si seguíamos ayudándole, no habría más muchachas polacas ni más investigaciones policiales. Después de una no muy larga discusión, por cierto, accedimos y durante varios meses recibimos nuestros diez mil francos. Durante ese tiempo sólo recibimos visitas ocasionales de la policía y no se produjeron situaciones desagradables.
»Pero, por último, surgieron nuevamente problemas. En esta segunda ocasión, con las autoridades italianas. Giraud y yo fuimos interrogados por el juez de instrucción del distrito y estuvimos detenidos durante veinticuatro horas, en la jefatura de policía. Al día siguiente se produciría una violenta riña entre Giraud y yo.
»Le acabo de decir que se produjo una violenta riña entre nosotros. A decir verdad, lo que ocurrió realmente fue que nuestra animosidad latente se desbordó. Mi socio era grosero y estúpido y a menudo intentaba timarme. También era suspicaz; lo era de un modo estúpido, por supuesto, se comportaba con bajeza, como un animal, y siempre trataba de atraer la clientela de peor calaña. Sus amigos eran detestables: maquereaux todos ellos. Tenía por costumbre llamar mon gar [41] a cualquiera. Mejor si hubiese tenido un bistro [42] y, según me he enterado, ahora tiene uno. Aunque creo que es más probable que esté en la cárcel. A menudo, cuando se enfadaba, se convertía en una persona violenta y muchas veces llegó a herir de gravedad a algún ocasional adversario.
»Al día siguiente de nuestra detención, le dije a Giraud que no colaboraríamos más en aquel negocio de tráfico de mujeres. Eso provocó su enfado. Me replicó que sólo un par de tontos podían despreciar una suma de diez mil francos al mes, sólo porque algunos policías metieran las narices y porque yo estaba demasiado nervioso, según su opinión.
»A decir verdad, el punto de vista de mi socio era comprensible: había tenido muchos jaleos con la policía tanto en Marrakesh como en Argel y la despreciaba profundamente. Se conformaba con estar fuera de la cárcel y hacer dinero.
»Por mi parte, ese tipo de ideas me parecía inaceptable. No soporto que la policía se interese por mi persona, aun cuando no puedan arrestarme. Giraud estaba en lo cierto: mis nervios me traicionaban. Pero aunque comprendía su posición, yo no participaba de ella y así se lo dije. También le dije que, si lo quería, podía comprar mi parte de Le Kasbah Parisien, por la misma cantidad de dinero que yo había invertido de entrada.
»Era un sacrificio para mí, sabe usted, pero me molestaba tener que soportar a Giraud y quería desembarazarme de él. Y lo logré: aceptó mi propuesta.
»Esa noche vimos a Dimitrios y le explicamos la situación. Giraud estaba exultante, complacido con el trato que habíamos hecho y se divertía gastándome bromas de mal gusto. Dimitrios festejaba esas bromas, pero en cuanto Giraud nos dejó a solas me pidió que saliera después de él de Le Kasbah y que fuera a verle a un café próximo: quería decirme algo importante.
»Estuve a punto de no acudir a aquel café. Ahora, al cabo ya de varios años, pienso que hice bien en ir a verle. De mi colaboración con Dimitrios he sacado cierto provecho. Y, según creo, pocos son los que colaborando con Dimitrios pueden decir lo mismo: yo he tenido suerte. Además, creo que él ha respetado mi inteligencia. Normalmente, era capaz de engañarme, pero no siempre.
»Me esperaba, pues, en aquel café. Me senté a un lado y le pregunté qué quería. Debo reconocer que nunca me he comportado cortésmente con él.
»-Creo que ha sido muy razonable al abandonar a Giraud -me dijo-. El negocio de las mujeres se ha vuelto demasiado arriesgado. Siempre ha sido difícil. Pero ahora me he propuesto dedicarme a otra cosa.
»Le pregunté si le diría eso mismo a Giraud; me sonrió.
»-No todavía; no antes de que usted haya recibido su dinero de manos de él.
»Con mucha suspicacia le repliqué que era muy amable esa actitud suya, pero Dimitrios sacudió la cabeza.
»-Giraud es un pelmazo -dijo-. De no haber estado usted de por medio, yo habría hecho otros arreglos en el negocio de las mujeres. Lo que ahora me importa es proponerle un trabajo conmigo. Y sería muy estúpido si, para empezar, le impidiera cobrar el dinero que invirtió en Le Kasbah. Usted se enfadaría conmigo.
»Después me preguntó si sabía algo acerca del negocio de la heroína. Sí, sabía algo. Dimitrios me dijo que poseía capital suficiente para comprar veinte kilogramos cada mes y para financiar la distribución en París y que quería saber si yo estaba interesado en trabajar para él.
»Pues bien, mister Latimer: veinte kilogramos de heroína es como quitarse el sombrero. Cuesta muchísimo dinero. Le pregunté cómo se proponía distribuir una cantidad tan grande. Me respondió que, de momento, él mismo se encargaría de ello y me explicó que de mí sólo necesitaba que me ocupara de negociar las compras en el extranjero y de hallar el medio de introducir la mercancía en el país. Si aceptaba su proposición, tendría que ir a Bulgaria, en primer lugar, como representante suyo, para tratar allí con los abastecedores a quienes él ya había conocido. Después debía arreglar el transporte de la mercancía hasta París.
»Me ofreció el diez por ciento del valor de cada kilogramo que le entregara.
»Le respondí que debía pensarlo detenidamente. Pero, en realidad, ya había tomado una decisión. De acuerdo con el precio de entonces de la heroína, mis ganancias mensuales podían ascender a unos veinte mil francos. No ignoraba yo, por cierto, que Dimitrios ganaría muchísimo más que eso.
»Aun en el caso de que, incluidos mis gastos y mi comisión, él tuviera que pagar quince mil francos por kilogramo, haría un buen negocio. De vender heroína desmenuzada en gramos en París, puedes obtener cien mil francos por kilo. Deducidas las comisiones para los vendedores que recorrían los cafés y para quienes conseguían más adictos, no podía ganar menos de treinta mil francos por kilo. Esto ascendería a más de medio millón de francos cada mes.
»Oh, sí, el capital es algo magnífico, si sabes qué hacer con él precisamente y si, además, no te importa tener que correr algún que otro riesgo.
»En setiembre de 1928 hice un viaje a Bulgaria para Dimitrios. Me había dado instrucciones precisas: en noviembre tendría que entregarle los primeros veinte kilogramos de droga.
»Por su parte, él ya había iniciado los contactos con los agentes y vendedores. Cuanto antes pudiera disponer de la mercancía, mejor para todos.
»Dimitrios me había pedido, también, que viera en Sofía a un hombre, a quien él conocía, para que me pusiera en contacto con los abastecedores.
»Aquel hombre lo hizo así y también se encargó de que yo dispusiera de crédito para hacer las compras de ese cargamento. Este hombre…
A Latimer se le ocurrió una idea. Interrumpió, pues, a su interlocutor:
– ¿Cómo se llamaba ese hombre?
Cogido de sorpresa por esa interrupción, Peters frunció el entrecejo.
– No me parece pertinente su pregunta, si he de serle sincero, mister Latimer.