– ¿Se llamaba Vazoff?
La mirada acuosa de Peters se clavó en el rostro de Latimer.
– Sí.
– ¿Y el crédito que le consiguió era del Banco de Crédito Eurasiático?
– Al parecer usted sabe mucho más de lo que yo hubiera pensado -dijo mister Peters con visible disgusto ante esa circunstancia-. ¿Puedo preguntarle…?
– Ha sido sólo una intuición. Pero no se preocupe, no puede ya comprometer a Vazoff: murió hace tres años.
– Ya lo sabía. ¿También ha sido una intuición lo de la muerte de Vazoff?¿Ha intuido usted muchas otras cosas más, mister Latimer?
– No, eso es todo. Le ruego que continúe.
– La franqueza… -comenzó a decir Peters y se detuvo para tomar un sorbo de café-. Sí, mister Latimer, reconozco que fue así. Por medio de Vazoff obtuve la mercancía que Dimitrios necesitaba y pude pagarla con letras de cambio libradas contra el Banco de Crédito Eurasiático de Sofía. En ese aspecto no hubo problemas. Mi verdadera tarea consistiría en transportar la mercancía hasta Francia. Decidí que lo mejor era enviarla por ferrocarril hasta Salónica, y desde allí, por barco hasta Marsella.
– ¿Como heroína?
– Por supuesto que no. Pero he de confesarle que me resultaba difícil hallar un buen medio para disimularla. Las únicas mercancías que llegan a Francia desde Bulgaria con regularidad y que, además, no están sujetas a una inspección especial por parte de las autoridades de la aduana francesa, son cosas como el trigo, el tabaco y el aceite de rosas. Dimitrios, en tanto, me presionaba para que hiciera el envío a toda prisa. Tenía que poner a prueba, pues, mis facultades.
Peters hizo una pausa dramática.
– Bueno, ¿y cómo pudo pasar la droga?
– En un ataúd, mister Latimer. Reflexioné sobre el punto débil de los franceses: sin duda, es una raza que profesa un enorme respeto por la solemnidad de la muerte. ¿Ha asistido alguna vez a un funeral en Francia? Pompe Funèbre, ya conoce usted la expresión. Es una ceremonia impresionante. De modo que llegué a la conclusión de que ningún oficial de la aduana francesa se atrevería a representar el papel de un vampiro.
»En Sofía compré un bonito ataúd: era un objeto precioso, con hermosas tallas. También compré ropas de luto: yo mismo acompañaría al féretro.
»Soy una persona fácilmente emocionable, mister Latimer, y le aseguro que me sentía conmovido ante las sencillas demostraciones de respeto por mi luto, que dejaban traslucir los mozos de cordel que se ocuparon del ataúd en el puerto. En la aduana ni siquiera echaron una ojeada a mi equipaje personal.
»Dimitrios ya estaba advertido de mi llegada y una carroza fúnebre me esperaba, a mí y al ataúd, en el puerto.
»Mi contento por mi propio éxito se enfrió un tanto cuando vi a Dimitrios que, encogiéndose de hombros, me dijo que yo no podría llegar a Francia cada mes con un ataúd. Llevaba razón. Creo que consideró, en aquel momento, que todo ese asunto era poco apropiado para el negocio.
»En fin, estaba en lo cierto. Y me hizo una sugerencia. Existía una línea marítima italiana que despachaba cada mes un vapor de carga desde Varna hacia Génova. Se podía enviar la droga a Génova, en pequeñas cajas, declarando que se trataba de un cargamento de tabaco especial, destinado a Francia. De esa manera se evitaría que la aduana de Génova examinara el contenido.
»En Niza había un hombre que podía arreglar el transporte de la mercancía desde Génova. Sobornaría a los encargados de los almacenes del puerto para que le permitieran deshacer los bultos y los pasaría de contrabando por carretera.
»Al comprender que parte del negocio se haría sin mi intervención, quise saber en cuánto se verían afectados mis intereses económicos. Dimitrios me aseguró que no perdería nada, porque otra tarea me estaba aguardando.
»Era extraño ver cómo todos aceptaban el liderazgo de aquel hombre, sin discusión ninguna. Sí, por supuesto, él era quien tenía el dinero, pero no se trataba de eso solamente. Creo que nos dominaba porque sabía exactamente lo que buscaba y también sabía cómo obtenerlo, con el menor número de problemas posible y al coste más bajo.
»Y tampoco hay que olvidar que sabía descubrir a la gente que trabajaba para él. Cuando la encontraba, por supuesto, sabía manejarla provechosamente.
»Éramos siete los que recibíamos instrucciones directas de Dimitrios y ninguno de nosotros era el tipo de persona que recibe instrucciones sin rechistar.
»Visser, el holandés, por ejemplo, había vendido armas alemanas a los chinos, había trabajado como espía para los japoneses y había cumplido una condena de prisión por haber matado a un coolie en Batavia. No era hombre fácil de manejar. Visser era el encargado de ponerse en contacto con los clubs y los bares de los que nos servíamos para obtener nuevos adictos.
»Verá usted: el sistema de distribución estaba muy bien organizado. Tanto Lenôtre como Galindo habían distribuido droga durante años. La compraban a un individuo empleado en los almacenes de una gran droguería francesa. Ese tipo de venta al por menor era bastante sencillo antes de las leyes promulgadas en el año 1931. Lenôtre y Galindo conocían muy bien a los compradores y sabían dónde encontrarlos.
»Antes de que Dimitrios apareciera en escena, estos dos hombres habían traficado con morfina y cocaína, en especial, pero siempre con el inconveniente de no tener un abastecimiento constante y adecuado.
»Cuando Dimitrios les ofreció suministrarles grandes cantidades de heroína, ambos se mostraron dispuestos a abandonar a su abastecedor y a vender heroína a sus clientes.
»Pero eso era tan sólo una mínima parte del negocio. Ya sabe usted que los drogadictos siempre ansían inducir a otras personas a que consuman drogas. De modo que el círculo de consumidores crece cada vez más y más.
»Tiene, pues, una importancia fundamental, como bien puede usted suponer, que los nuevos clientes que se acerquen al vendedor no resulten ser miembros de la División de Estupefacientes o cualquier otra clase de indeseables.
»En esto consistía el trabajo de Visser. El presunto futuro comprador acudía primeramente a Lenôtre, digamos, con la recomendación de un viejo cliente, conocido por todos. Pero, al oír un pedido de droga, Lenôtre tenía que mostrarse asombrado. ¿Drogas? El no sabía nada de eso. Personalmente, no tomaba. Pero quien quisiera conseguirla, según le habían dicho alguna vez, podía ir a un lugar que era el mejor en ese sentido: el bar Tal y Tal.
»En ese bar, que estaba dentro de la lista de Visser, el presunto futuro comprador recibía la misma respuesta. ¿Drogas? No. Allí no se traficaba con eso, pero si podía volver al día siguiente, por la noche tal vez se encontraría con alguien que le echaría una mano en el asunto. A la noche siguiente se encontraría con La Gran Duquesa.
»Era una extraña mujer aquélla. Visser la había metido en el negocio y, según creo, fue la única de los Siete no reclutada por el propio Dimitrios. Era una dama muy inteligente. Su capacidad para valorar y juzgar a una persona totalmente desconocida era extraordinaria. Creo que era capaz de descubrir al detective mejor y más hábilmente disfrazado con sólo echarle una ojeada desde el extremo opuesto de un salón. Su tarea consistía en examinar a la persona que quería convertirse en comprador o compradora y decidir si se le proporcionaría la droga y cuánto se le cobraría. Dentro de la organización, la Gran Duquesa ocupaba un puesto de enorme importancia.
»El otro hombre, Werner, era de origen belga. Su trabajo consistía en tratar con los vendedores de droga ya desmenuzada en pequeñas dosis. En otro tiempo había trabajado como químico y a menudo, creo yo, diluía la heroína con pegamentos u otras sustancias con el pretexto de comprobar su pureza.
»Dimitrios jamás hizo mención de esa parte del negocio dentro del Consejo.
»Al cabo de poco tiempo se hizo necesario diluir la droga. A los seis meses tuve que aumentar el suministro mensual de heroína a cincuenta kilogramos. Además, me vi embarcado en otro trabajo distinto.