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»Por ejemplo, tu nariz gotea constantemente; es decir, en realidad, no gotea, pero te parece que así sientes la necesidad de cerciorarte de lo que pasa, palpándolo a cada instante. Y aún hay algo más: una mosca te molesta constantemente. Esa terrible mosca jamás te dejará tranquilo, en paz. Se posa sobre tu cara, sobre tu mano, sobre tu cuello. Tienes que espantarla, moverte. Tres gramos y medio. ¿Comprende usted, mister Latimer?

– Al parecer, usted no lo aprueba, no le parece bien el consumo de drogas.

– ¡Aprobarlo! -Peters le echó una mirada despavorida-. Es terrible, ¡terrible! Los drogadictos arruinan sus vidas. Pierden la capacidad de trabajo, aunque necesitan conseguir mucho dinero para pagar la droga. En tales circunstancias caen en la desesperación y son capaces de cometer un crimen para obtener el dinero. Ya veo qué ha pensado usted, mister Latimer. Le resulta extraño que yo me haya metido en el tráfico, que haya ganado dinero con un negocio que desapruebo absolutamente. Pero piénselo bien. Si yo no lo hubiera hecho, alguna otra persona se habría metido en el negocio. Ninguna de esas desgraciadas víctimas se habría beneficiado y yo habría perdido mucho dinero.

– ¿Y qué hay del aumento constante de su clientela? Usted no me puede asegurar que todas aquellas personas a las que su organización proveía de drogas ya habían adquirido el hábito antes de que comenzaran el tráfico masivo.

– Por supuesto que no. Pero esa parte del negocio no era de mi incumbencia. De eso se encargaban Lenôtre y Galindo. También puedo asegurarle que Lenôtre, Galindo e incluso Werner eran drogadictos. Tomaban cocaína; aunque es una droga más fuerte, se corre menos peligro. Puedes convertirte en adicto a la heroína y llegar a dosis peligrosas en pocos meses, en tanto que con la cocaína te puedes pasar muchos años matándote lentamente.

– ¿Qué droga tomaba Dimitrios?

– Heroína. Cuando lo supimos, todos nos llevamos una gran sorpresa. Cada tarde, a eso de las seis, nos reuníamos en esta misma habitación. Eso era lo dispuesto. Durante una de aquellas reuniones, en la primavera de 1931, fue cuando nos llevamos esa sorpresa.

»Dimitrios había llegado tarde. De por sí, este hecho era poco corriente. Pero hicimos poco caso. Era normal que durante las reuniones Dimitrios se sentara casi inmóvil, con los ojos entornados, como si tuviera jaqueca, de modo que, aunque estábamos acostumbrados a verle así, deseábamos constantemente preguntarle si se encontraba bien.

»Algunas veces, al observarle, yo me preguntaba, asombrado, por qué permitía que ese hombre me mandara. Pero siempre que veía su cambio de expresión al responder a las objeciones de Visser (Visser era el único que planteaba objeciones cada día), comprendía los motivos de mi obediencia.

»Visser era un hombre violento, ágil y astuto al mismo tiempo. Pero al lado de Dimitrios parecía un niño. En cierta ocasión en que nuestro jefe se había burlado duramente de él, al verse en ridículo, Visser había desenfundado una pistola, blanco de ira. Recuerdo haber visto su dedo temblando sobre el gatillo, presto para disparar: yo, de Dimitrios, me hubiera puesto a rezar. Pero Dimitrios se limitó a sonreír, con aquella sonrisa suya tan insolente, le dio la espalda a Visser y empezó a hablar conmigo acerca de nuestro negocio. Dimitrios siempre se mantenía sereno, aun en los momentos en que se sentía invadido por la cólera.

»Por eso nos quedamos tan sorprendidos aquel día. Dimitrios había llegado tarde y, tras cerrar la puerta, permaneció de pie, en silencio, observándonos durante más de un minuto. Luego se dirigió a su sitio y se sentó. Visser ya nos había adelantado algo sobre el dueño de un café y de los problemas que ese individuo nos podría acarrear y siguió con el tema. Nada de lo que decía era demasiado interesante. Creo que le advertía a Galindo que tendrían que dejar de utilizar ese café, porque ya no era un sitio seguro.

»De pronto, Dimitrios se inclinó sobre la mesa y gritó: Imbécile! [43], y después escupió a Visser en la cara.

»Tan sorprendido como todos nosotros, Visser abrió la boca para decir algo, pero Dimitrios no le dio tiempo ni para decir una palabra. Antes de que lográramos comprender lo que estaba ocurriendo, nuestro jefe había comenzado a acusar a Visser con los más fantásticos cargos que se puedan imaginar. Las palabras fluían sin descanso de su boca y le vimos escupir varias veces, como si fuera un golfo.

»Visser había empalidecido; se puso en pie y se llevó una mano al bolsillo en el que llevaba la pistola. Pero Lenôtre, que estaba a su lado, se levantó también y murmuró algo a su oído. Aquellas palabras lograron que Visser sacara la mano de su bolsillo.

»Lenôtre estaba habituado a ver gente drogada; él, Galindo y Werner habían reconocido los síntomas tan pronto como Dimitrios entró en la habitación. Pero al ver que Lenôtre murmuraba algo al oído de Visser, Dimitrios se volvió contra él. Después nos llegó el turno a cada uno de nosotros.

»Nos dijo que éramos unos idiotas si pensábamos que ignoraba nuestra confabulación contra él. En griego y en francés nos aplicó un buen número de motes desagradables. A continuación empezó a vociferar que él solo era muchísimo más listo que todos nosotros juntos, que a no ser por él todos seríamos unos muertos de hambre, que sólo a él se podía atribuir el éxito que habíamos obtenido (lo cual era cierto, aunque no nos gustara oírselo decir) y que podía hacer de nosotros lo que mejor le pareciese. Prosiguió durante media hora alternando insultos y bravatas. Ninguno de nosotros dijo ni mu. De pronto, bruscamente, tal como había empezado su número, se detuvo, se puso en pie y salió de la habitación.

»Supongo que, después de aquella escena, hubiéramos tenido que pensar en la posibilidad de una traición. Los adictos a la heroína son a menudo traicioneros. Y sin embargo, no estábamos preparados para eso. Alguna vez he pensado que tal vez teníamos una idea demasiado exacta de la cantidad de dinero que Dimitrios ganaba. Recuerdo muy bien que, una vez se hubo marchado, Lenôtre y Galindo se echaron a reír y preguntaron a Werner si el jefe pagaba por la droga que consumía. El mismo Visser sonrió. Ya lo ve usted: el resultado fue un chiste.

»Cuando volvimos a ver a Dimitrios, su estado era normal y nadie aludió a su acceso de ira. Pero a medida que transcurrían los meses, a pesar de que no se produjeron escenas violentas, nuestro jefe se mostraba de mal talante y cualquier pequeño problema despertaba sus iras. También había cambiado su aspecto físico. Estaba delgado, enfermo, con los ojos apagados. Y ya no acudía a las reuniones con regularidad.

»Por entonces se produjo la que tendría que haber sido la segunda advertencia para nosotros.

»A principios de setiembre, Dimitrios anunció de pronto que se proponía reducir las compras durante los tres meses siguientes y echar mano de nuestras reservas. Esto nos sorprendió y presentamos objeciones.

»Uno de los impugnadores fui yo. Mis dificultades para reunir la mercancía de reserva habían sido grandes y no quería que se distribuyera esa droga sin una buena razón. Los demás le recordaron los inconvenientes que habían surgido con anterioridad, cuando carecíamos de reservas. Pero Dimitrios no quiso escucharnos. Le habían advertido, nos dijo, de que la policía estaba dispuesta a tomar medidas para dar un giro a la situación. Agregó que esa cantidad de droga podía llegar a comprometernos seriamente si era descubierta; y no sólo eso: la incautación de esas reservas representaría para nosotros una enorme pérdida financiera. También él lamentaba desprenderse de nuestras existencias, pero era lo mejor que se podía hacer para salvaguardar nuestra seguridad.

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[43] En francés en el texto original. (N. del T.)