»No creo que ninguno de nosotros se nos haya ocurrido pensar que Dimitrios estaba liquidando, tal vez, sus haberes, antes de largarse de la organización. Supongo que pensará que, por ser gente con experiencia, todos nosotros éramos demasiado confiados. No anda muy errado.
»Salvo uno de nosotros: Visser, que siempre parecía ponerse a la defensiva cuando hablábamos con Dimitrios. Incluso a Lydia, que tan bien conocía a la gente, la engañó. En cuanto a Visser, un inútil de tan engreído como era, era incapaz de pensar que alguien, ni siquiera un drogadicto, fuera a traicionarle. Además, ¿por qué sospechar de Dimitrios? Ganábamos dinero, todos, pero Dimitrios ganaba más, mucho más que nosotros. ¿Había algo razonable para que sospecháramos de él? ¿Quién hubiera sido tan sagaz como para pensar que se comportaría como un loco?
Peters hizo una pausa y se encogió de hombros.
– Ya conoce usted todo lo demás. Se convirtió en soplón. Todos fuimos arrestados. Yo estaba en Marsella, con Lamare, cuando nos cogieron. La policía obró con mucha astucia. Nos vigilaron durante una semana entera antes de arrestarnos. Me figuro que esperaban sorprendernos con las manos en la masa. Por suerte, advertimos la vigilancia la víspera del día que debíamos recibir un importante cargamento proveniente de Estambul.
»Lenôtre, Galindo y Werner fueron menos afortunados. Llevaban algo de droga en sus bolsillos. La policía, por supuesto, trató de obligarme para que dijera lo que sabía sobre Dimitrios. Me enseñaron el dossier que él les había enviado. Habría sido igual si me hubieran preguntado por la luna.
»Tiempo después supe que Visser conocía más detalles que nosotros; pero tampoco quiso revelar nada sobre nuestro negocio. En realidad, tenía otra idea en la cabeza. Informó a la policía acerca de un apartamento que Dimitrios tenía, en el distrito decimoséptimo. En rigor se trataba de una mentira. Visser pretendía obtener, merced a su colaboración, una sentencia más leve que las nuestras. Pero no fue así. Murió hace un tiempo, pobre hombre.
Peters exhaló uno de sus profundos suspiros y se sacó un cigarro del bolsillo.
Latimer bebió un sorbo de su segunda taza de café. Estaba frío; cogió un cigarrillo y aceptó la lumbre del mechero de su anfitrión.
– Y bien -dijo cuando vio que el cigarro de Peters estaba ya encendido-. ¿Qué hay? Aún me falta saber cómo puedo ganarme aquel medio millón de francos.
Peters sonrió como si estuviera presidiendo la merienda dominical de una escuela y Latimer hubiera pedido que le sirvieran una segunda pasta de grosellas.
– Eso, mister Latimer, forma parte de otra historia.
– ¿Qué historia?
– La historia de lo que le ha sucedido a Dimitrios después de haber desaparecido de escena.
– Bueno, ¿y qué le ha sucedido?-preguntó Latimer con gran displicencia.
Sin responder, Peters cogió la fotografía que descansaba sobre la mesa y se la tendió por segunda vez.
Latimer la observó y frunció el ceño.
– Sí, ya la he visto. Era Dimitrios, lo sé. ¿Qué significa esto?
Peters le obsequió con una sonrisa llena de dulzura.
– Esa, mister Latimer, es una fotografía de Manus Visser.
– ¿Qué demonios quiere decir usted?
– Ya le he explicado que Visser tenía ideas muy particulares acerca de cómo utilizar los datos que, con gran inteligencia, había obtenido sobre la vida de Dimitrios. Lo que usted vio sobre la mesa del depósito de cadáveres en Estambul, mister Latimer, era el cuerpo de Visser, después de que tratara de poner en práctica sus ideas.
– Pero si era Dimitrios. He visto…
– Usted ha visto el cuerpo de Visser, mister Latimer, después de haber sido asesinado por Dimitrios. El mismo Dimitrios, y me alegro de poder decírselo, está vivo y goza de buena salud.
12. Monsieur C.K.
Latimer se sentía paralizado. Tenía la boca abierta y era consciente de que su aspecto resultaba ridículo y de que nada se podía hacer ante este hecho.
Dimitrios, pues, estaba vivo. Ni siquiera se le ocurrió argüir contra esa aseveración. Instintivamente sabía que era verdad. Era como si un médico le hubiera dicho que padecía de una peligrosa enfermedad, de cuyos síntomas sólo se había enterado vagamente. Su sorpresa iba más allá de las palabras: se sentía agraviado, lleno de curiosidad y un tanto temeroso. Entretanto, su mente había comenzado a trabajar, afiebrada, para analizar e interpretar nuevos y distintos elementos. Cerró la boca para volver a abrirla y decir, con voz débiclass="underline"
– No puedo creerlo.
Peters, sin ninguna duda, se sentía muy satisfecho por el efecto causado por su declaración.
– Apenas si he abrigado alguna esperanza de que usted no comprendiera la verdad. Grodek, por supuesto, lo ha comprendido todo -explicó Peters-. Le habían intrigado ya ciertas preguntas que le formulé un tiempo atrás. Cuando usted le fue a ver, su curiosidad aumentó. Y por ese motivo quería saber tanto sobre el asunto. Sin embargo, tan pronto como usted le dijo que había visto aquel cadáver, en Estambul, Grodek lo comprendió todo. Se percató de que lo único que lo convertía a usted en persona de incalculable valor para mí era el hecho de haber visto la cara del hombre que ha sido enterrado como Dimitrios. Era evidente. No para usted, quizá. Supongo que cuando ves a alguien totalmente desconocido en un depósito de cadáveres y un policía te dice que ese hombre se llama Dimitrios Makropoulos, aceptarás (si sientes el suficiente respeto hacia la policía) que ésa es la única verdad del caso. Yo sabía que usted había visto a alguien que no era Dimitrios. Pero… no podía probarlo. Por otra parte, usted podía hacerlo. Usted puede identificar a Manus Visser. -Peters hizo una pausa significativa y al ver que Latimer no hacía comentario alguno, agregó-: ¿Por qué lo identificaron como Dimitrios Makropoulos?
– Había un carnet de identidad, cosido en la parte interior del forro de la chaqueta, expedido en Lyon hace un año, a nombre de Dimitrios Makropoulos.
Latimer hablaba maquinalmente. Pensaba en el brindis de Grodek: a la salud de las novelas policíacas inglesas; pensaba también que el ex espía había sido incapaz de reprimir la risa con que celebró su propio chiste. ¡Cielos! ¡Qué tonto le había considerado Grodek!
– Un carnet de identidad francés -dijo Peters-. Eso me resulta divertido. Muy divertido.
– Había sido examinado y reconocido como auténtico por las autoridades francesas y, además, llevaba una fotografía también auténtica.
Peters le dedicó una sonrisa tolerante.
– Yo podría mostrarle una docena de carnets de identidad franceses auténticos, mister Latimer, cada uno de ellos a nombre de Dimitrios Makropoulos y cada uno con una fotografía distinta. ¡Mire! -extrajo de un bolsillo un permis de séjour [44] verde, lo abrió y, cubriendo con sus dedos el espacio destinado a los datos de identificación, dejó ver la fotografía-. ¿Me reconoce usted aquí, mister Latimer?
Latimer sacudió la cabeza.
– Sin embargo -declaró Peters-, se trata de una verdadera fotografía mía, tomada hace tres años. No me he molestado en engañar a nadie. Simplemente ocurre que no soy fotogénico, eso es todo. Pocas personas lo son. La cámara es una mentirosa estupenda. Dimitrios pudo haber utilizado fotografías de cualquier persona con el mismo tipo de cara que la de Visser. Esta fotografía que le he mostrado hace unos instantes es de alguien parecido a Visser.