– Si Dimitrios vive todavía, ¿dónde está?
– Aquí, en París -Peters se inclinó hacia adelante y palmeó una rodilla de Latimer-. Ha sido usted muy razonable -dijo con tono amable-. Se lo contaré todo, mister Latimer.
– Es muy amable de su parte -replicó el escritor, con un gesto de amargura.
– ¡No! ¡No! Usted tiene derecho a saberlo -protestó Peters calurosamente, antes de fruncir los labios y estirarlos hacia adelante, en ese gesto de las personas que saben muy bien distinguir lo justo de lo injusto-. Se lo contaré todo -repitió antes de encender otro cigarro.
»Tal como usted puede suponer -prosiguió-, todos estábamos enojados con Dimitrios. Algunos le prometieron vengarse. Pero yo, mister Latimer, jamás he sido un hombre que me haya gustado darme de cabeza contra las paredes. Dimitrios había desaparecido y no había modo de encontrarle.
»Una vez olvidadas las vejaciones de la vida en prisión, purgué el odio de mi corazón y me dediqué a viajar, para recuperar así mi sentido de la proporción. Me he convertido en un vagabundo, mister Latimer. Algún pequeño negocio aquí, otro pequeño negocio allí, viajes, meditación… ésa ha sido mi vida. Hace un par de años, me encontré con Vissner, en Roma.
»Como supondrá, no le había visto durante los últimos cinco años. ¡Pobre hombre! Había pasado muy duras penalidades. Pocos meses después de haber salido de la cárcel, agobiado por apuros de dinero, había falsificado un cheque. Le condenaron otra vez: tres años de prisión; después, cuando cumplió la pena, le deportaron. No tenía siquiera un céntimo y no podía trabajar en Francia, donde conocía gente que le habría sido útil. Creo que no puedo reprocharle que se haya dejado vencer por una gran amargura.
»Me pidió que le prestara algún dinero. Nos habíamos encontrado en un café y me explicó que debía ir a Zurich para comprar un nuevo pasaporte, pero no tenía el dinero necesario. Su pasaporte holandés no le servía, porque en él constaba su verdadero nombre. Me hubiera gustado echarle una mano: aunque jamás me había caído muy bien, su situación me parecía deplorable. Sin embargo, me negué a prestarle dinero.
»Ante mi negativa se irritó y no hacía más que acusarme de no confiar en que él sabría pagar una deuda de honor; sin duda, era una tontería hablar de esa manera. Después comenzó a implorarme. Podía probar, me dijo, que podría pagar ese dinero y entonces me confesó algunas cosas interesantes.
»Ya le he dicho que Visser sabía algo más que nosotros acerca de Dimitrios. Sí, sabía bastante más. Había conseguido, a costa de no pocos problemas, averiguar ciertos detalles. Todo ocurrió después de aquella tarde en que él empuñó su pistola para amenazar a Dimitrios; aquella tarde en la que Dimitrios le había vuelto la espalda. Nadie había desafiado de ese modo a Visser antes y él quiso saber quién era aquel hombre que le había humillado. En fin, ésta es la explicación que yo me he hecho.
»Visser me aseguró que había sospechado que Dimitrios nos traicionaría, pero sé muy bien que eso no es más que una tontería. Fueran cuales fueran sus motivos, Visser decidió que seguiría a Dimitrios después de una de las reuniones en la Impasse.
»La primera noche en que lo intentó, no tuvo éxito. Junto a la entrada de la Impasse había un enorme coche aguardando y Dimitrios se alejó en él antes de que su seguidor lograra llamar a un taxi.
»La segunda noche, Visser había alquilado un coche y no asistió a nuestra reunión sino que esperó a Dimitrios en la rue de Rennes. Cuando el coche, enorme y cerrado, apareció en la rue, Visser lo siguió. Dimitrios se detuvo ante la puerta de un gran edificio de apartamentos, en la avenue de Wagram, y entró en la casa mientras el coche se alejaba.
»Visser anotó la dirección y una semana más tarde, cuando supo que Dimitrios estaba reunido con nosotros en esta misma habitación, fue al inmueble y preguntó por monsieur Makropoulos. Como era natural, el conserje no conocía a ninguna persona con ese nombre. Visser le dio dinero, le describió a Dimitrios y pudo averiguar que tenía un apartamento en aquel edificio, a nombre de Rougemont.
»Ahora bien, a pesar de su engreimiento, Visser no era tonto. Sabía que Dimitrios debía haber previsto la posibilidad de que le siguieran y supuso que el apartamento de Rougemont no era su única vivienda. De modo que se dispuso a observar las idas y venidas de monsieur Rougemont. No tardaría en descubrir que había otra salida en la parte trasera del edificio y que Dimitrios a menudo se marchaba de la casa por allí.
»Una noche, cuando Dimitrios abandonó el inmueble por aquella puerta trasera, Visser le siguió. No tuvo que andar demasiado para descubrir que nuestro jefe vivía en una gran mansión en la avenue Hoche. Esa propiedad pertenecía, según descubrió más tarde, a una dama muy elegante, dueña también de un título nobiliario. La llamaré madame la Comtesse [45]. Más tarde, Visser vio que Dimitrios salía con aquella mujer, camino de la ópera. Dimitrios iba en grande tenue [46] y ambos subieron a un lujoso Hispano que les esperaba a la puerta.
»Tras obtener estos resultados, Visser perdió interés por el asunto. Sabía dónde vivía Dimitrios. Sin duda, en ese momento debió pensar que, en cierta medida, había cumplido con su venganza al descubrir este detalle. Además, también se había cansado de apostarse a la espera en las calles. Su curiosidad estaba satisfecha. Lo que había descubierto, después de todo, era lo que había querido descubrir. Dimitrios era un hombre que ganaba mucho dinero: lo gastaba tal como lo hacían otros hombres poseedores de gran fortuna.
»Mis amigos me habían dicho que Visser, al ser detenido en París, había revelado muy pocas cosas sobre Dimitrios. Pero, a pesar de eso, creo que ya por entonces abrigaba malos propósitos, porque era hombre de naturaleza violenta y también estaba muy paga do de sí mismo. De todas maneras, hubiera sido inútil que él hubiese intentado algo para que detuvieran a Dimitrios. Sólo podía dar a la policía las señas del apartamento de la avenue de Wagram y de la casa de madame la Comtesse, en la avenue Roche, y Visser sabía que Dimitrios no estaría en ninguno de esos lugares. Como ya le he dicho, mister Latimer, ese hombre tenía otras ideas para sacarle partido a lo que conocía.
»Creo que, en un primer momento, Visser pensó en asesinar a Dimitrios tan pronto como le encontrara. Pero cuando comenzó a andar mal de dinero, su odio hacia Dimitrios dio paso a un sentimiento algo más razonable. Tal vez haya recordado el Hispano Suiza y el lujo de la mansión de madame la Comtesse, quizá la noble dama se quedaría preocupada al saber que su amigo obtenía una fortuna con la venta de heroína y quizá Dimitrios hubiera estado dispuesto a pagar una buena suma para evitarle semejante preocupación.
»Después de salir de la cárcel, a comienzos de 1932, durante varios meses, Visser se dedicó a buscar a Dimitrios. El apartamento de la avenue de Wagram ya no estaba ocupado. La casa de madame la Comtesse estaba cerrada y el conserje le dijo que la señora se había ido de viaje a Biarritz. Visser fue a Biarritz y averiguó que madame la Comtesse estaba allí con algunos amigos. Dimitrios no se encontraba entre ellos. Visser regresó a París. Entonces tuvo lo que considero una brillante idea. El mismo se mostraba orgulloso de ella. Por desgracia para él, esa idea se le ocurrió un poco tarde.
»Un día, Visser pensó que Dimitrios había sido adicto alguna vez y dio en pensar que, tal vez como lo hacen los adictos que disponen de mucho dinero, Dimitrios podía haberse internado en una clínica de rehabilitación. Sin duda, su adicción tenía que haber alcanzado un nivel muy alto.
»En los alrededores de París hay cinco clínicas privadas especializadas en este tipo de tratamiento. Con la excusa de averiguar precios y condiciones de la terapia, para un hermano imaginario, Visser visitó cada una de las cinco, diciendo que había sido enviado al lugar por un amigo de monsieur Rougemont. En la cuarta, la idea dio sus frutos. El doctor que habló con Visser preguntó por el estado de salud de Rougemont.