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»Ya puede figurarse, mister Latimer, que pasé por muchas dificultades y desilusiones. Conocía las iniciales que Visser, en su empeño por convencerme, me había revelado, pero lo único que sabía acerca de aquel hotel de Roma se reducía a que era muy caro y elegante.

»Desgraciadamente, hay muchos hoteles caros en Roma. Comencé a visitarlos, uno tras otro. Pero cuando, en el quinto hotel, me dijeron que no podían permitirme ver los registros del año 1932, abandoné el intento.

»Sin embargo, a continuación acudí a un amigo italiano que trabajaba en un ministerio del gobierno. Este hombre puso su influencia a mi servicio y, tras algunos cabildeos y no pocos gastos, recibí una autorización para inspeccionar los archivos del Ministerio del Interior, correspondientes al año 1932. Descubrí cuál era el nombre que Dimitrios había utilizado en aquella oportunidad y también descubrí algo que Visser no sabía: en 1932, tal como yo mismo lo había hecho, Dimitrios se había decidido a adoptar la nacionalidad de cierta república sudamericana que es muy comprensiva en estos casos, si tu bolsillo es suficientemente ancho. De modo que Dimitrios y yo nos habíamos convertido en compatriotas.

»Debo confesarle, mister Latimer, que regresé a París muy esperanzado. Pero me esperaba una amarga desilusión. Nuestro cónsul no se mostró comprensivo ni dispuesto a echarme una mano. Me aseguró que jamás había oído hablar del señor [47] C.K. Y aún me aguardaba otro inconveniente. La mansión de madame la Comtesse, en la avenue Hoche, permanecía deshabitada desde hacía dos años.

»¿Cree usted que era muy sencillo enterarse del lugar en que se encontraba una dama rica y elegante? No; era sumamente difícil. El anuario Bottin no revelaba nada. Al parecer, esta señora no tenía casa en París. Le confieso que estaba a punto de abandonar mi búsqueda cuando se me ocurrió cuál podía ser el camino para superar mis dificultades.

»Caí en la cuenta, en aquel momento, de que una dama de buen tono como madame la Comtesse por fuerza tenía que haber ido a practicar algún deporte de invierno durante la temporada que acababa de finalizar. Por lo tanto, pedí en Hachette que me proporcionaran un ejemplar de cada revista francesa, suiza, alemana e italiana dedicada a los deportes de invierno y a las crónicas de sociedad, publicada en los tres últimos meses.

»Era, por supuesto, un recurso desesperado. Pero dio sus frutos. No puede hacerse usted una idea del número de revistas de esa clase que se publican. Me llevó algo más de una semana leerlas con gran cuidado, mister Latimer, y le aseguro que al poco casi me había convertido en un socialdemócrata. De todos modos, a finales de semana había recuperado ya mi sentido del humor. Si la repetición convierte las palabras en tonterías, convierte en tonterías mucho mayores las sonrisas, por muy ricos que sean quienes sonrían.

»Además, había encontrado por fin lo que buscaba. En una de las revistas alemanas del mes de febrero, leí una breve reseña que decía que madame la Comtesse había ido a St. Anton para practicar deportes invernales. En una revista francesa había una foto suya, en el apartado de modas, vestida con ropas de esquiar. Fui, pues, a St. Anton. No hay muchos hoteles en ese lugar, o sea que no me llevó mucho tiempo averiguar que monsieur C.K. había estado en St. Anton junto con madame la Comtesse y que había dejado una dirección de Cannes.

»En Cannes me enteré de que monsieur C.K. tenía una villa en Estoril pero que, en esos momentos, él estaba en viaje de negocios. Esto no me desilusionó. Tarde o temprano, Dimitrios regresaría a su villa. Mientras tanto, me dedicaría a averiguar algo más acerca de monsieur C.K.

»Siempre he sostenido, mister Latimer, que el modo de lograr el éxito en esta vida de hoy consiste en conocer a la gente que pueda resultarnos útil. En mis tiempos conocí a mucha gente importante e hice negocios con ellos: ese tipo de persona, ya me entiende usted, que siempre está bien informada de lo que ocurre y de por qué ocurren las cosas que ocurren. Siempre me he preocupado por ser condescendiente con esas personas. Y eso me ha reportado buenos dividendos.

»Mientras Visser debió de merodear y acechar en la oscuridad para obtener la información que necesitaba, yo conseguí la mía preguntándole a un amigo. Todo resultó mucho más sencillo de lo que yo había supuesto, porque, según me enteré entonces, Dimitrios se había convertido en una persona importante en ciertos círculos, bajo el nombre de C.K.

»Por cierto que al enterarme de lo importante que era, me llevé una agradable sorpresa. Y comencé a creer que Visser debía de estar viviendo del dinero que le sacaba a Dimitrios. Ahora bien: ¿qué sabía Visser? Sólo que Dimitrios había traficado con drogas ilegalmente y era muy difícil que pudiese probarlo. Manus Visser no sabía nada del tráfico de mujeres. Yo sí. Por lo tanto, pensé, debían existir otras cosas que Dimitrios prefería mantener ocultas. Si antes de acercarme a Dimitrios yo lograba averiguar algunas de esas cosas, mi presión financiera podría llegar a ser muy fuerte. Decidí visitar a algunos amigos más.

»De entre todos ellos, dos me fueron de gran ayuda. Grodek era uno. Un amigo rumano el otro. Ya sabe usted que Grodek se había relacionado con Dimitrios cuando empleaba el apellido Talat. Mi amigo rumano me dijo que en 1925 Dimitrios había mantenido sospechosos tratos financieros con Codreanu, el lamentado jefe de la Guardia de Hierro rumana.

»En ninguno de esos asuntos había nada criminal. Y por cierto que las informaciones que me proporcionó Grodek llegaron a deprimirme un tanto. No era probable que las autoridades yugoslavas pidieran la extradición después de tantos años; en cuanto al gobierno francés, sin duda estaría dispuesto a ser tolerante con el tráfico de drogas y de mujeres, dado que Dimitrios había prestado algún servicio a la república en 1926.

»De modo que decidí ver qué podía averiguar en Grecia. Una semana más tarde llegaba a Atenas y cuando, sin obtener resultados positivos, aún trataba de localizar en los registros oficiales algo referente a Dimitrios, leí en un periódico ateniense una noticia sobre el descubrimiento de un cadáver de un griego oriundo de Esmirna, llamado Dimitrios Makropoulos; el cuerpo había sido hallado por la policía de Estambul. -Peters levantó los ojos y miró fijamente a Latimer-. ¿Comienza ya a comprender, mister Latimer, por qué me resultaba muy difícil de comprender su interés por Dimitrios?-Y luego agregó, en respuesta al gesto afirmativo de su interlocutor-: También yo, por supuesto, consulté los archivos de la Comisión de Socorro, pero le seguí a usted a Sofía, en lugar de ir a Esmirna. Me pregunto si usted querrá decirme ahora qué pudo averiguar allí en los archivos de la policía.

– Dimitrios era sospechoso de haber asesinado a un prestamista llamado Sholem, en Esmirna, en 1922. Después escapó a Grecia. Dos años más tarde, intervino en un atentado que se proponía asesinar al Kemal. Volvió a escapar, pero los turcos, con el pretexto del asesinato cursaron una orden de detención.

– ¡Un asesinato en Esmirna! Eso lo aclara todo -dijo Peters sonriendo-. Nuestro Dimitrios es un hombre maravilloso, ¿no le parece? Tan pragmático.

– ¿Qué quiere decir?

– Déjeme terminar el relato y lo comprenderá. Tan pronto como leí aquella nota en el periódico, envié un telegrama a un amigo mío, que estaba en París, preguntándole si sabía dónde estaba en ese momento monsieur C.K. Dos días más tarde recibía la respuesta, por la que supe que monsieur C.K. acababa de regresar a Cannes después de realizar un crucero por el mar Egeo, en compañía de unos amigos había navegado en un yate griego que dos meses antes él mismo había alquilado.

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[47] En castellano en el texto original. (N. del T.)