Una vez en su habitación, Latimer se sentó junto a la ventana y contempló las luces que se reflejaban sobre la superficie negra del río y aquel débil resplandor que empalidecía el cielo, al otro lado del Louvre. Su mente padecía el acoso del pasado: la confesión de Dhris, el negro, y los recuerdos de Irana Preveza; la tragedia de Bulic y el relato de aquellos blancos cristales que viajaban hacia el oeste, hacia París, para rendir beneficios al antiguo empacador de higos de Izmir.
Tres seres humanos habían muerto de una manera horrible y otros, muchísimos otros, habían vivido de una manera horrible para que Dimitrios consiguiera una situación de holgura. Si existía algo que pudiera recibir la denominación de Mal, pues entonces, ese hombre…
Pero no tenía sentido el intento de explicar a ese individuo en términos de Mal y Bien. Esos conceptos no eran más que complicadas abstracciones. Buenos Negocios y Malos Negocios eran el fundamento de la nueva teología.
Dimitrios no era el mismo diablo. Sólo lógico y consistente; tan lógico y consistente, dentro de la jungla europea, como el gas venenoso llamado lewisite y los cuerpos destrozados de miles de criaturas muertas durante los bombardeos de una ciudad indefensa.
La lógica del David de Miguel Ángel, de los cuartetos de Beethoven y de la física de Einstein había sido reemplazada por la del Anuario Comercial y del Mein Kampf, la obra de Hitler.
Sin embargo, reflexionaba Latimer, aunque no puedas impedir que la gente venda y compre lewisite, aunque no puedas hacer otra cosa que no sea «deplorar» la matanza de un gran número de niños, existían por lo menos medios para evitar que un aspecto particular de esta expeditiva actitud llegara a ocasionar daños irreparables. La mayoría de criminales internacionales escapan al alcance de las leyes dictadas por el hombre, pero Dimitrios, precisamente, se hallaba dentro del alcance de la Ley. Había cometido dos asesinatos como mínimo, y por lo tanto, había transgredido la ley como el pobrecito que está famélico y roba un trozo de pan.
Resulta muy fácil, por supuesto, decir que Dimitrios estaba al alcance de la ley; lo que no resultaba nada fácil era determinar cómo podía llegar esa información a oídos de la Ley. Tal como Peters se lo había señalado a las claras, él, Latimer, no poseía ninguna información que le fuera útil a la policía.
¿Pero era exacta esa pintura de la situación? Latimer poseía, ciertamente, alguna información. Sabía que Dimitrios estaba vivo, que era uno de los integrantes de la Junta de Directores del Banco de Crédito Eurasiático, que era amigo de una condesa francesa, una dama dueña de una casa señorial en la avenue de Hoche y que, años atrás, había tenido un lujoso Hispano Suiza, que ambos -Dimitrios y la condesa- habían pasado la temporada invernal de ese año en las pistas de esquí de St. Anton y que él había alquilado un yate griego durante el mes de junio, que tenía una villa en Estoril y que, en la actualidad, era ciudadano de una república sudamericana.
Sin lugar a dudas, se podía encontrar a una persona que reuniese todas esas características. Aunque los nombres de los directivos del Banco de Crédito Eurasiático fuesen imposibles de obtener, existía la posibilidad de averiguar los nombres de las personas que hubieran alquilado yates de bandera griega durante el mes de junio, los de los ricos sudamericanos dueños de una villa en Estoril y los de los sudamericanos que habían pasado la temporada invernal, el mes de febrero para ser exactos, en las pistas de esquí de St. Anton. Era cosa de conseguir aquellas listas y, simplemente, ver qué nombres (si había más de uno) aparecían en las tres.
¿Pero cómo conseguir esas listas? Además, aunque pudiera persuadir a la policía turca y lograra que se llevase a cabo la exhumación de Visser, con el fin de constatar la información obtenida, ¿cómo probar que el hombre señalado era realmente Dimitrios? Incluso, en el caso de que Latimer convenciera al coronel Haki sobre la objetiva veracidad de sus afirmaciones, ¿dispondría de las pruebas suficientes para iniciar, ante las autoridades francesas con una razón justificada, el proceso de extradición de un director del poderoso Banco de Crédito Eurasiático?
Si a Dreyfus se le había absuelto al cabo de doce años, bien podría transcurrir un período igualmente largo antes de que se probara la culpabilidad de Dimitrios.
Presa de una oscura preocupación, Latimer se desvistió y se metió en la cama.
Al parecer, estaba amarrado sin remedio al plan de chantaje de Peters. Tendido en aquella blanda cama, con los ojos cerrados, comprendió que, al cabo de pocos días, se habría convertido en uno de los peores y más extraños criminales del mundo, hablando en términos apropiados.
Y del fondo de su mente surgía una incómoda sensación. Cuando comprendió el verdadero motivo de ese sentimiento, Latimer se sobresaltó un poco. La verdad desnuda era que tenía miedo de Dimitrios. Ese hombre era peligroso; ahora mucho más peligroso que en Esmirna, en Atenas y en Sofía: ahora tenía mucho más que perder. Visser le había extorsionado y estaba muerto. Y Latimer estaba a punto de extorsionarle, también. Dimitrios jamás había vacilado, ni por un segundo, en asesinar a un hombre en el caso de juzgarlo necesario. Si lo había juzgado necesario en el caso de un hombre que pretendía descubrirle como traficante de drogas, ¿vacilaría en el caso de dos hombres que le amenazaban con denunciarle como asesino?
Era muy importante tener presente que, vacilara o no vacilara, Dimitrios no dispondría de ninguna oportunidad. Peters había previsto adoptar las debidas precauciones.
El primer contacto con Dimitrios se establecería mediante una carta. Latimer había visto un borrador de la carta y le había parecido para su satisfacción similar, por su tono, a una carta que él mismo había escrito para un chantajista de una de sus novelas.
El comienzo de la carta era de una siniestra cordialidad: era de esperar que, después de tantos años, monsieur C.K. no hubiera olvidado al remitente y los agradables y provechosos momentos que ambos habían pasado juntos. La carta proseguía afirmando que resulta muy grato saber que él era un hombre de tanto éxito; por fin, le invitaba con la mayor cordialidad a reunirse con el remitente en el Hotel XX, a las nueve en punto de la noche del jueves de esa semana. La frase final subrayaba la expresión de la «plus sincère amitié» [48] del remitente. Una breve posdata, muy significativa, advertía que el destinatario tendría la ocasión de departir con alguien que había conocido muy bien a Manus Visser, aquel viejo amigo; además, señalaba que esa persona estaba ansiosa por ser presentada a monsieur K. y que resultaría muy de lamentar para todos que monsieur K. no pudiera acudir a la cita del jueves por la noche.
Dimitrios recibiría la carta el jueves por la mañana. A las ocho y media de la noche del jueves, «mister Petersen» y «mister Smith» llegarían al hotel elegido para la entrevista. «Mister Petersen» pediría una habitación en donde aguardarían la llegada de Dimitrios. Una vez que se le explicara la situación, Dimitrios sabría que debería esperar las instrucciones para el pago del millón de francos, que le serían enviadas a la mañana siguiente. Y se marcharía del hotel. «Mister Petersen» y «mister Smith» harían otro tanto después.
A partir de ese momento tendrían que adoptar especiales precauciones para asegurarse de que nadie los identificara. Peters no había sido muy explícito en cuanto al tipo de precauciones, pero había dado toda clase de seguridades: no podía haber ningún fallo.
Esa misma noche remitirían una segunda carta a Dimitrios, ordenándole que enviara a un mensajero con el millón de francos, en billetes de mil, a un lugar determinado de la carretera del cementerio de Neuilly, a las once en punto de la noche del viernes. Allí le esperaría un coche de alquiler, con dos hombres dentro. Los dos hombres serían personas reclutadas por mister Peters para cumplir esa tarea. A ellos les correspondería recoger al mensajero y avanzar por el quai National, en dirección hacia Suresnes, hasta estar bien seguros de que nadie les estaba siguiendo. Después, se encaminarían hacia la avenue de la Reine y cerca de la Porte de St. Cloud «Mister Petersen» y «mister Smith» estarían esperando para recibir el dinero.