Los dos hombres contratados escoltarían al mensajero hasta Neuilly; la carta establecería, asimismo, que el mensajero debía ser una mujer.
Latimer había mostrado su perplejidad ante esta última disposición. Peters la había justificado: si el mismo Dimitrios se decidiera a ir, existiría la posibilidad de que fuera demasiado astuto para los hombres del coche; en ese caso, «mister Petersen» y «mister Smith» podían terminar tendidos en la avenue de la Reine con un par de balas en la espalda.
Las descripciones eran poco seguras y a aquellos dos hombres les resultaría imposible saber, en medio de la oscuridad, si el hombre que se presentaría ante ellos era o no Dimitrios. Con una mujer, ese peligro quedaba eliminado.
«Sí -pensaba Latimer-, es absurdo figurarse que Dimitrios pueda representar un peligro. Lo único importante para mí será el encuentro con ese extraño hombre, en cuyo camino me he cruzado sin proponérmelo.»
Sería una experiencia singular la de verle cara a cara, después de haber oído hablar tanto de él; le produciría una extraña sensación ver la mano que había empacado higos, la que había hundido el cuchillo en la garganta de Sholem; podría ver aquellos ojos que Irana Preveza, Wiadyslaw Grodek y Peters recordaban con tanta precisión. Sería como si una de las estatuas de cera de la cámara de los horrores volviese de nuevo a la vida.
Durante un largo rato, Latimer clavó sus ojos en la estrecha separación de las cortinas. Por ese intersticio comenzaba a filtrarse la luz del amanecer. Y por fin se durmió.
A eso de las once, le sobresaltó la campanilla del teléfono: Peters le comunicaba que la carta para Dimitrios ya había sido despachada y le preguntaba si podrían cenar juntos «para discutir los planes para mañana». Latimer tenía la vaga idea de que esos planes ya hablan sido discutidos, pero asintió. Pasó la tarde en el zoológico de Vincennes, solo. La cena de esa noche le resultaba engorrosa. Poco quedaba por decir sobre los planes ya puestos en marcha y el escritor dedujo que mister Peters había hecho aquella invitación para continuar con sus medidas de precaución: quería cerciorarse de que su socio, que ya no tenía intereses financieros en aquel negocio, no cambiara de parecer en cuanto a su colaboración.
Con el pretexto de una fuerte jaqueca, Latimer se esfumó tan pronto como fueron las diez de la noche y se acostó de inmediato. Al despertar, a la mañana siguiente, la jaqueca era ya algo real y dedujo que la botella de borgoña, recomendada con tanto énfasis por su anfitrión, había sido de las baratas.
A medida que recuperaba la conciencia de su entorno, tomaba cuerpo en su mente la idea de que algo desagradable había ocurrido. Por fin lo recordó. ¡Sí, era eso! A esas horas, Dimitrios ya habría recibido la primera carta.
Se sentó en la cama, debía pensar. Al cabo de unos pocos minutos, llegó a la firme conclusión de que, si bien resulta muy sencillo odiar a los extorsionistas y despreciarles, cuando lees o escribes sobre el tema, el hecho en sí del chantaje exige una mayor fuerza interior y una mayor firmeza que la que él mismo poseía, sin lugar a dudas.
Y no quería decir nada que se repitiera a sí mismo que Dimitrios era un criminal. El chantaje era el chantaje, tal como un asesinato era un asesinato. Tal vez en el último minuto, Macbeth hubiera vacilado ante la idea de matar a un Duncan criminal tanto como ante la idea de matar a un Duncan cuyas virtudes competían con las de los mismos ángeles. Por suerte o por desgracia, él -Latimer- tenía una lady Macbeth en la persona de mister Peters. Y decidió irse a tomar el desayuno.
El día le pareció interminable. Peters había dicho que debía ocuparse del alquiler del coche y de los hombres que lo conducirían; de modo que ambos se verían después de la cena, hacia las ocho menos cuarto. Latimer pasó la mañana vagando sin rumbo fijo por el Bois y por la tarde se metió en un cine.
A eso de las seis de la tarde, tras la salida del cine, el escritor comenzó a sentir una ligera sensación de ahogo que invadía su plexo solar. Era como si alguien le hubiera asestado un puñetazo, no muy potente, en ese lugar.
Lo pensó durante un rato y concluyó que era aquel borgoña corrosivo de Peters: el vino producía una reacción retardada. Se detuvo, pues, en uno de los cafés de los Champs Elysées para tomarse una infusión.
Pero aquella sensación persistía y comenzó a comprobar que a cada instante se volvía más intensa. Después, en el momento mismo en que su mirada se fijó durante unos segundos en un grupo de cuatro hombres y mujeres que hablaban y reían, excitados por algún chiste, comprendió qué le estaba sucediendo. No quería encontrarse con Peters. No quería participar en.el chantaje. No quería enfrentarse con un hombre cuyo pensamiento predominante sería el de asesinarle tan pronto como le fuera posible y dentro de la mayor de las discreciones. No se encontraba mal del estómago. En realidad, sus pies estaban fríos.
Al comprender aquello se sintió anonadado. ¿Por qué tenía que temer? No había nada que justificara ese temor. Aquel hombre, Dimitrios, era un criminal inteligente y peligroso, pero estaba muy lejos de ser un superhombre. Y si un individuo como Peters podía… Aunque, en rigor, Peters era una persona habituada a ese tipo de embrollos. Y yo, pensó Latimer, no lo estoy.
Se dijo que hubiera debido acudir a la policía en el momento mismo en que supo que Dimitrios estaba vivo, aun a riesgo de que le tomaran por un molesto chiflado. Se dijo que mucho antes hubiera tenido que comprender que, a partir de las revelaciones de mister Peters, aquel asunto había cambiado de aspecto por completo: ya no era un simple modo de satisfacer su curiosidad de criminólogo aficionado y de escritor de ficción.
No debía tomarse tan a la ligera esa situación; estaba en la pista de un verdadero criminal. ¿Y el trato que había cerrado con Peters, por ejemplo? ¿Qué diría un juez, en Inglaterra, al juzgar el caso? Casi podía oír las palabras que utilizaría el magistrado:
«En cuanto al individuo llamado Latimer, nos ha dado una explicación de los hechos difícil de creer. Según se nos ha dicho, se trata de un hombre inteligente, de un catedrático que ha ocupado cargos de responsabilidad en las universidades de este país y que ha escrito libros que sirven como textos de estudio. Además, es un conocido autor de aquella clase de ficciones que, aunque cualquier hombre normal no los considera más que como evasión para el espíritu de los adolescentes, tiene, al menos, la virtud de plantear un axioma inamovible: es deber de los hombres y de las mujeres de recta conducta asistir a la policía, siempre y cuando se presente la oportunidad, para evitar el crimen y para capturar a los criminales. Si aceptáis la explicación de Latimer llegaréis a la conclusión de que él ha tramado deliberadamente junto con Peters contra la justicia y así ha actuado como cómplice de un delito de chantaje, con la única finalidad de continuar con unas investigaciones que, tal como él lo ha planteado, no se proponían más que satisfacer una curiosidad personal. Podéis preguntaros a vosotros mismos si no sería ésta la conducta de una mente infantil y desequilibrada y no la de una persona inteligente y adulta. También tendréis que tener muy en cuenta la sugerencia del fiscal en cuanto a que Latimer ha participado de manera efectiva en el chantaje y a que sus explicaciones no constituyen otra cosa que un esfuerzo para que se considere que su participación en dicho plan ha sido mínima.»