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Y, sin duda, un magistrado francés podía lograr que todo eso sonara peor.

Era todavía temprano, la hora de la cena estaba lejana. Salió del café y anduvo hacia la Opera. De todas maneras, reflexionó, ya era demasiado tarde para hacer algo. Estaba obligado a ayudar a Peters. ¿Pero de verdad era demasiado tarde? Si en ese mismo instante acudiera a la policía, algo se podría hacer, seguramente.

Latimer se detuvo. ¡En ese mismo instante! En la calle por la que acababa de pasar, había visto a un agente de policía haciendo su ronda. De modo que volvió sobre sus pasos. Sí, allí estaba el hombre, recostado contra un muro, haciendo oscilar en su mano la porra, mientras hablaba con alguien debajo de un portal. Latimer se detuvo; dudaba. Después atravesó la calzada y pidió que le indicara la dirección de la comisaría. Estaba a tres calles de allí, dijo el agente. El escritor reemprendió su marcha.

La entrada a la comisaría estaba casi obstruida por tres agentes de policía que, enzarzados en una interesante conversación, apenas si repararon en él al dejarle paso.

Dentro, una placa esmaltada indicaba que para cualquier tipo de información se debía acudir al primer piso; una flecha señalaba un tramo de escaleras, con una delgada barandilla de hierro a su derecha; una pared dividida en dos por una larga mancha grasienta a su izquierda.

El olor predominante era el de alcanfor, aunque menos intenso, pero perceptible, se respiraba también un olor de excrementos. Desde una habitación que daba al vestíbulo llegaba un murmullo de voces y el tecleteo de una máquina de escribir.

Mientras veía debilitarse a cada paso su entereza, Latimer subió hasta llegar a un cuarto dividido en dos por un mostrador de madera, bastante alto, cuyos bordes habían sido suavizados y abrillantados por el contacto de innumerables manos. Detrás del mostrador, un hombre, vestido de uniforme y con un espejo en la mano, trataba de observar algunos detalles de su cavidad bucal.

Latimer se detuvo una vez más: aún debía pensar lo que le diría. Podía decir: «Esta noche trataré de chantajear a un asesino, pero he reflexionado y he decidido que será mejor que la policía se haga cargo de él»; en ese caso, existía una razonable posibilidad de que el policía le tomara por un loco o por un borracho. A pesar de la urgente necesidad de que se debía actuar inmediatamente, tendría que mostrar la situación, comenzando por el principio del asunto. «Hace unas semanas, mientras estaba yo en Estambul, me hablaron de un asesinato cometido en esa ciudad en 1922. Por una extraña casualidad, me he enterado de que el hombre que cometió ese asesinato está aquí, en París, y de que será objeto de una extorsión.» Sí, una cosa por el estilo.

El policía uniformado vio reflejada en su espejo una parte de la cara de Latimer y se dio la vuelta bruscamente.

– ¿Qué desea?

– Quisiera ver a monsieur le Commissaire [49].

– ¿Para qué?

– Tengo cierta información que le interesará.

El hombre frunció el ceño, impaciente.

– ¿Qué clase de información? Sea explícito, por favor.

– Se trata de un caso de extorsión.

– ¿Le quieren chantajear?

– No, a mí no. Se trata de otra persona. Es un caso muy complicado y muy importante.

– Su documento de identidad, por favor.

– No tengo documento de identidad. Estoy aquí de paso. Llegué a París hace cuatro días.

– Su pasaporte, pues.

– Lo tengo en mi hotel.

Las facciones del hombre uniformado se endurecieron. La irritación desapareció de su rostro: en eso era él un verdadero entendido y su larga experiencia le había capacitado para tratar esos casos. De modo que habló con un tono de absoluta seguridad:

– Esto es muy grave, monsieur. ¿Lo comprende usted? ¿Es súbdito inglés?

– Sí.

El agente exhaló un profundo suspiro.

– Comprenderá, monsieur, que debe llevar sus papeles con usted, siempre. Así lo ordena la ley. Si usted presenciara un accidente en la calle y se requiriese su testimonio, el agente de policía le pediría sus papeles antes de permitirle abandonar el lugar del hecho. Si usted no los tuviera consigo, el agente estaría autorizado a arrestarle, en caso de que lo juzgara necesario. Si estuviera en una boîte de nuit [50] y la policía se presentara para pedir documentos de identidad, sería usted detenido, sin ninguna duda. Así lo ordena la ley, ¿me comprende? Tendré que tomar nota de esto. Dígame su nombre y el de su hotel, por favor.

Latimer lo hizo. El hombre escribió los datos, cogió un teléfono y pidió que le pusieran con la Septième [51]. Hubo una pausa, después el uniformado leyó el nombre y las señas de Latimer y pidió que le confirmaran si eran o no verdaderas. Hubo otra pausa, un par de minutos esta vez, antes de que el hombre comenzara a asentir con movimientos rítmicos de cabeza, mientras afirmaba: «Bien, bien.» Después de escuchar durante unos segundos más, dijo: «Oui, c'est ça» [52] y depositó el auricular sobre la horquilla. De inmediato se volvió hacia Latimer.

– Todo está en orden -dijo-. Pero usted debe presentarse con su pasaporte, en la comisaría del Séptimo distrito en el plazo de veinticuatro horas. Y en cuanto a esa denuncia, podrá presentarla en ese momento. Le ruego que recuerde -prosiguió mientras golpeteaba con un lápiz sobre el mostrador, para darle mayor énfasis a sus palabras- que tiene que llevar siempre encima su pasaporte. Es obligatorio hacerlo. Usted es un súbdito inglés, por lo que no tendrá mayores problemas por el momento; pero deberá presentarse en la comisaría de su distrito y, en adelante, recuerde que siempre debe llevar consigo su pasaporte. Au'voir, Monsieur.

Tras la perorata, el hombre uniformado sonrió con aquella actitud benévola de quien sabe que ha cumplido con su deber de manera irreprochable.

Latimer salió de la oficina abrumado por un profundo mal humor. ¡Estúpido entrometido! Pero el hombre llevaba razón, desde luego. Había cometido una tontería yendo a la comisaría sin el pasaporte. ¡Una denuncia, claro! En cierto sentido, se había salvado a duras penas, porque poco le faltó para verse obligado a contarle toda aquella historia al hombre de uniforme. Y bien podía haber sido detenido en ese momento. Tal como estaban las cosas, no había tenido que explicar su historia y todavía seguía siendo un chantajista en potencia.

Con todo, su visita a la comisaría le había aligerado del peso que cargaba sobre su conciencia. Ya no se consideraba un completo irresponsable, como antes. Se había esforzado para que la policía tomara cartas en el asunto. Y su esfuerzo había abortado. Pero, a menos que fuera a recoger su pasaporte al otro extremo de París y que comenzara todo de nuevo (cosa que, se dijo tranquilamente, estaba fuera de discusión), nada le quedaba por hacer.

Se había citado con Peters a las ocho menos cuarto, en un café del boulevard Hausmann. Después de una frugal cena, aquella extraña sensación volvió a invadir su plexo solar; las dos copas de coñac que se tomó después del café tenían otra finalidad que la de pasar el tiempo de obligada espera. Es una pena, iba pensando Latimer mientras se dirigía al lugar de la cita con mister Peters, que no pueda aceptar ni una mínima parte de ese millón de francos. El precio que le exigía la mera satisfacción de curiosidad, en razón de su desgaste nervioso y de su intranquilidad de conciencia, comenzaba a resultarle prohibitivo.

Peters llegó al citado café con diez minutos de retraso y una maleta grande y barata en la mano. Tenía el aire decidido de un cirujano que está a punto de llevar a cabo una difícil intervención quirúrgica.

– ¡Ah, mister Latimer! -exclamó el chantajista, mientras se sentaba a la mesa y antes de pedir una copa de licor de frambuesas al camarero.

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[49] En francés en el texto original; «señor comisario». (N. del T.)

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[50] En francés en el texto original; «club nocturno». (N. del T.)

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[51] En francés en el texto original. «Séptima». (N. del T.)

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[52] En francés en el texto original. «Sí, así es». (N. del T.)