Выбрать главу

A los pocos instantes, tan intempestivo que el ligero sonido le hizo pensar en el disparo de una pistola, Latimer oyó el crujido de uno de los peldaños de la escalera.

Peters dejó de recortar sus uñas y, tras tirar las tijeras encima de la cama, metió su mano derecha dentro del bolsillo de su abrigo.

Hubo una pausa. Rígido, estremecido por los dolorosos latidos de su corazón, Latimer tenía los ojos clavados en la puerta. Se oyó un golpe suave.

Peters se puso en pie y con la mano metida dentro del bolsillo se acercó a la puerta y la abrió.

Latimer le vio escudriñar en la penumbra del rellano y, después, hacerse á un lado. Dimitrios entró en la habitación.

14. La máscara de Dimitrios

Las facciones de un hombre, la estructura ósea y los tejidos que la cubren son resultado de un proceso biológico; pero cada uno se crea su propio rostro: es el reflejo de su actitud emocional, la actitud de sus deseos exigen verse satisfechos y que sus temores requieren para permanecer a cubierto de ojos inquisidores. Llevará ese rostro como si fuera una máscara demoníaca, un artificio necesario para despertar en los demás las emociones que habrán de complementar las suyas propias. Si ese hombre tiene miedo, querrá ser temido; si el deseo le domina, querrá ser deseado. Y su rostro le servirá de pantalla tras la que poder esconder la desnudez de su mente. Tan sólo unos pocos hombres, los pintores, son capaces de desvelar una mente a través de un rostro. En sus juicios, los demás hombres tratarán de invocar el don de la palabra y de los hechos que expliquen la máscara que ven ante sus ojos. No obstante, aunque instintivamente sepan que la máscara no puede confundirse con el hombre mismo que hay detrás de ella, normalmente se sorprenden ante lo que ven de hecho. La duplicidad de los demás siempre causa una gran impresión cuando el sujeto no tiene conciencia de su propia duplicidad.

Así pues, cuando Latimer vio a Dimitrios y trató de leer en las facciones de aquel hombre que le miraba desde el extremo opuesto de la habitación la perversidad que intuía en él, tuvo la sensación de aquella duplicidad.

Con el sombrero en la mano, con sus oscuras y pulcras ropas, con su delgada y erguida figura y su pelo gris brillando bajo la tenue luz, Dimitrios era la personificación misma de la más distinguida respetabilidad.

Su distinción era la típica de un invitado de escasa importancia en una gran recepción diplomática. Daba la impresión de medir algo más de un metro ochenta y dos, la estatura que le adjudicara la policía búlgara. Su piel tenía esa palidez marfileña que en los adultos reemplaza a ese color amarillento de la juventud. Sus pómulos prominentes, su nariz delgada, su labio superior parecido al pico de un ave eran rasgos que le hubieran podido confundir con un miembro de una legación diplomática de Europa oriental. Pero la expresión de sus ojos se adecuaba con algunas de las ideas que con anterioridad se había formado Latimer de su aspecto.

Ojos de un intenso color castaño que uno hubiera dicho que miraba un tanto oblicuamente, como si de una persona miope o preocupada se tratara. Pero no se advertía ninguna contracción en su entrecejo y Latimer observó que la expresión de ansiedad de sus salientes pómulos y de sus ojos por su situación en el rostro no era más que una falsa ilusión óptica producida por la forma de la cabeza.

En realidad, aquella cara era absolutamente inexpresiva: tan impasible como la de un lagarto. Por un instante, sus ojos castaños se detuvieron en Latimer; después, cuando Peters cerró la puerta, Dimitrios volvió su rostro y, con marcado acento francés, dijo:

– Presénteme a su amigo. Creo que nunca le había visto.

Latimer estuvo a punto de dar un brinco. La cara de Dimitrios podía ser poco expresiva, pero su voz suplía aquella deficiencia, con creces. Su tono, áspero y contenido, poseía un dejo agrio que anulaba cualquier delicado matiz implícito en las palabras. Dimitrios hablaba muy suavemente y Latimer dio en pensar que ese hombre sabía que su voz era desagradable y que trataba de ocultarlo o disimularlo; pero se equivocaba, porque su pronunciación despertaba aquella amenaza mortal que se percibe en el ruido de una serpiente de cascabel.

– Este es monsieur Smith -dijo Peters-. Tiene una silla detrás de usted. Siéntese.

Dimitrios hizo caso omiso de la invitación.

– ¡Monsieur Smith! Un inglés. Tengo entendido que usted conocía a monsieur Visser.

– Le vi.

– De esto queríamos hablar con usted, Dimitrios -intervino mister Peters.

– ¿Sí?-Dimitrios se sentó en la silla que estaba a sus espaldas-. Hable, pues, y rápido. Tengo que asistir a una reunión. No puedo perder mi tiempo en tonterías.

Peters meneó la cabeza con aire desconsolado.

– Veo que no ha cambiado en nada, Dimitrios. Siempre impetuoso, siempre poco cortés. Después de todos estos años, ni una palabra de saludo, ni de disculpa por todas las desdichas que me ha causado. Quiero que lo sepa: fue una crueldad por su parte entregarnos a todos a la policía de ese modo. Éramos sus amigos. ¿Por qué lo hizo?

– Usted sigue hablando demasiado -replicó Dimitrios-. ¿Qué quiere de mí?

Mister Peters se sentó con extrema cautela en el borde de la cama.

– En vista de que usted insiste en que esto no sea más que una reunión de negocios… queremos dinero.

Los ojos castaños dirigieron una fulgurante mirada a Peters.

– Ya veo. ¿Y a cambio?

– Nuestro silencio, Dimitrios. No tiene precio.

– ¿Ah, sí?¿Y qué precio le pone usted?

– Un millón de francos, aunque creo que es poco.

Dimitrios se arrellanó sobre la silla y cruzó las piernas.

– ¿Y quién va a pagarles esa suma?

– Usted, Dimitrios. Y se sentirá muy dichoso de que le cueste tan poco dinero.

En ese instante, Dimitrios sonrió.

Fue un mohín pausado que estiró sus pequeños y delgados labios. Nada más. Pero había algo brutal, inexpresable en aquel rictus, algo que hizo que Latimer se sintiera feliz al ver que le tocaba en suerte a Peters afrontarlo. En ese momento, Dimitrios parecía preparado más para asistir a una reunión de tigres cebados con carne humana que para acudir a una recepción diplomática, por importante que fuese.

La sonrisa se desvaneció.

– Creo que tendrá que decirme con exactitud qué es lo que quiere -prosiguió Dimitrios.

Latimer comprendía que su mente había respondido de inmediato a la amenaza que latía en aquella voz; y las blandas vacilaciones de Peters le parecían una temeridad enloquecedora. Al parecer, el chantajista disfrutaba de aquella situación.

– Es muy difícil determinar dónde comienza todo.

No hubo respuesta. Peters estuvo a la espera durante unos segundos y prosiguió, tras encogerse de hombros:

– Hay muchas cosas que la policía querrá saber y sentirá un gran placer en enterarse de ellas. Por ejemplo: yo podría revelar quién fue la persona que envió aquel dossier, en el año 1931. Y para la policía supondría una enorme sorpresa saber que un respetable director del Banco de Crédito Eurasiático es, en realidad, el mismo Dimitrios Makropoulos que enviaba mujeres a Alejandría hace algunos años.

Latimer creyó observar que Dimitrios se tranquilizaba un tanto.

– ¿Usted supone que le pagaré un millón de francos por eso? Mi buen amigo Petersen, no sea chiquillo.

Peters sonrió.

– Siempre el mismo, Dimitrios. Usted siempre ha despreciado la sencillez con que afronto los problemas de la vida cotidiana. Pero nuestro silencio respecto a esos temas tiene gran valor para usted, ¿no es verdad?

Dimitrios le observó unos segundos, antes de responder, y preguntó:

– ¿Por qué no va al grano, Petersen? Aunque tal vez sólo esté preparándole el camino a su amigo el inglés. -Antes de seguir hablando, Dimitrios giró la cabeza-: ¿Qué dice, mister Smith?¿O es que ninguno de ustedes está seguro de sí mismo?