El empleado vestido con ropas militares había entrado al despacho y aguardaba de pie junto al escritorio.
– ¡Ah! -dijo el coronel-; aquí está su copia.
Latimer cogió los folios y le dio las gracias con una expresión evasiva.
– ¿Eso fue lo último que ha sabido acerca de Dimitrios?-preguntó.
– Oh, no. La última noticia sobre este individuo nos llegó después, un año más tarde. Un croata había intentado asesinar a un político yugoslavo en Zagreb. En la confesión que hizo ante la policía, afirmó que la pistola utilizada en el atentado la había obtenido en Roma, de manos de un hombre llamado Dimitrios. De tratarse de Dimitrios de Izmir, eso significaría que ha vuelto a su antigua profesión. Un sucio bandido. Existen algunos más como él, que bien podrían estar flotando en las aguas del Bósforo.
– Usted me ha dicho que jamás ha visto una fotografía de ese hombre. ¿Cómo le han identificado, entonces?
– Han encontrado una carte d'identité [11] cosida en la parte interior del forro de su chaqueta. Este documento fue expedido hace un año, en Lyon, a nombre de Dimitrios Makropoulos. Es el tipo de documentación que se da a los turistas y en él se describe al sujeto como persona sin trabajo. Todo esto puede significar cualquier cosa. Por supuesto, en esa tarjeta hay una fotografía. La hemos enviado a las autoridades francesas, quienes nos han asegurado que se trata de una fotografía auténtica. -El coronel Haki apartó de sí el dossier y se puso en pie-. Mañana habrá una pesquisa. Debo asistir a ella y ahora mismo tengo que ir a ver el cadáver que está en el depósito policial. Esto es algo con lo que usted no ha de verse en sus libros, mister Latimer: una lista de reglamentaciones. Ha sido hallado el cadáver de un hombre flotando en el Bósforo. Un asunto que incumbe a la policía, sin duda. No obstante, y ya que a ese hombre se le cita en un dossier de nuestros archivos, mi organización también tiene que participar. En fin, mi coche está esperando. ¿Quiere usted que le lleve a alguna parte?
– Si mi hotel no cae demasiado lejos de su camino, podría dejarme allí, tal vez.
– Sí, claro. ¿Tiene ya usted la copia del argumento de su nuevo libro? Bueno. Nos marchamos, pues.
Una vez en el coche, el coronel expuso sus opiniones acerca de las virtudes de La clave del testamento ensangrentado. Latimer le prometió que se mantendría en contacto con él y que le informaría de los progresos de la novela.
El coche se detuvo frente al hotel. Ya habían intercambiado los saludos acostumbrados y Latimer se disponía a bajar del coche, cuando, tras un instante de vacilación, volvió a reclinarse contra el respaldo de su asiento.
– Mire usted, coronel -dijo-, quiero hacerle lo que tal vez le parezca una extraña petición.
El coronel gesticuló amistosamente.
– Sí, dígame usted.
– Tengo la curiosidad de ver el cadáver de ese hombre, Dimitrios. Me pregunto si podría llevarme al depósito con usted.
El coronel frunció el entrecejo y después se encogió de hombros.
– Si quiere venir, puede hacerlo. Pero no veo…
– Jamás he visto -mintió Latimer al instante- ni un cadáver ni una morgue. Y creo que todos los escritores de novelas policíacas tienen que verlos alguna vez.
El rostro del coronel se despejó.
– Mi querido amigo, está usted en lo cierto. No es imposible escribir sobre lo que jamás se ha visto -Haki hizo una seña al chófer para que reemprendiera la marcha-. Tal vez podamos -agregó cuando el coche se hubo puesto en movimiento- incorporar a su nuevo libro una escena en una morgue. Lo pensaré.
El depósito de cadáveres era un pequeño edificio construido con chapas acanaladas de hierro, dentro del predio de una comisaría, cerca de la mezquita de Nouri Osmanieh.
Un oficial de la policía, recogido en route [12] por el coronel, les guió a través del patio que separaba al depósito del edificio principal. El calor de la tarde se había detenido encima del piso de hormigón, con un vaho tembloroso. Latimer comenzó a arrepentirse de haber ido a ese sitio: no era el momento apropiado para visitar depósitos de cadáveres construidos con chapas acanaladas.
El oficial hizo girar la llave en la cerradura y abrió la puerta. Una tromba de aire caliente, cargado de olor a ácido fénico, se precipitó a recibirles, como si se tratara del efluvio de un horno. Latimer se quitó el sombrero y siguió al coronel.
No había ventanas y la luz procedía de una única bombilla, muy potente, metida dentro de un reflector esmaltado. A cada uno de los lados de un pasillo que recorría el centro del depósito, había cuatro mesas de madera, muy altas. A excepción de tres de ellas, las demás estaban desnudas. Sobre aquellas tres mesas, una tela encerada, rígida, destacaba un poco apenas por encima del nivel de las mesas desnudas. El calor era insoportable y Latimer sentía que el sudor comenzaba a empapar su camisa y a deslizarse hacia abajo, a lo largo de sus piernas.
– Hace mucho calor -dijo.
El coronel Haki se encogió de hombros y con un movimiento de cabeza señaló las mesas cubiertas.
– Ellos no se quejan.
El oficial se acercó a la más próxima de las tres mesas y se inclinó para retirar la tela que la cubría. El coronel se adelantó para observar el cadáver. Latimer se forzó a sí mismo a seguirle.
El cuerpo que yacía sobre la madera era el de un hombre bajo, de anchos hombros, de unos cincuenta años. Desde su sitio, Latimer podía ver muy poco de su cara: tan sólo una masa de carne de color ceniciento y un mechón de desgreñado pelo gris. El cuerpo estaba envuelto con una tela impermeable. Junto a los pies había una pila de ropas arrugadas: prendas interiores, una camisa, calcetines, una corbata estampada con flores, un traje azul, de sarga, que el agua de mar había vuelto casi gris. Junto a la pila de ropas descansaba un par de zapatos estrechos y puntiagudos, cuyas suelas se habían combado al secarse.
Latimer se adelantó un paso, para poder ver la cara de aquel cuerpo.
Nadie se había preocupado de cerrarle los ojos y el blanco de las córneas se alzaba hacia la luz. La mandíbula inferior estaba apenas caída. No era el rostro que Latimer se había imaginado: redondo, de labios gruesos -y no finos-, una cara que puede temblar y traducir la intensidad de una emoción. Las mejillas eran suaves, de línea rotunda. Pero era demasiado tarde para hacerse ninguna clase de juicio acerca de la mente que en otro tiempo había alentado detrás de esas facciones. Esa mente ya había desaparecido.