– ¿Y con eso qué arreglaremos?
– Dentro de un minuto lo sabrá.
La estación de metro Ledru-Rollin estaba a cien yardas de distancia. Mientras se dirigían allí, Latimer sentía que los músculos de sus piernas se tensaban y sentía unas ridículas ganas de echarse a correr. De pronto comprendió que caminaba con rigidez, aunque apenas lograba darse cuenta de lo que hacía.
– No mire hacia atrás -repitió Peters.
Bajaron por la escalera del metro.
– Ahora no se aparte de mi lado -ordenó Peters.
Compraron dos billetes de segunda clase y comenzaron a andar por el túnel, en dirección a la zona donde paraban los trenes.
Era un túnel muy largo. Cuando pasaron a través de las barreras, Latimer se dijo que en ese momento podía echar un vistazo atrás. Al hacerlo, captó la vaga imagen de un hombre joven y poco pulcro, vestido con una gabardina gris; iba a unos dos metros de distancia. El túnel se bifurcaba en dos; en uno de ellos un letrero que rezaba: «Dirección Pte. de Charenton». El otro, en cambio, anunciaba: «Dirección Balard». Peters se detuvo.
– Lo prudente, ahora, sería aparentar que cada uno va a coger una dirección distinta -explicó el chantajista; con el rabillo del ojo observó al hombre que les seguía-. Sí, se ha detenido. Se está preguntando qué haremos ahora. Hable, mister Latimer, por favor, pero en voz no demasiado fuerte. Quiero oírle.
– ¿Oírme?
– Quiero oír el ruido de los trenes. Esta mañana he pasado media hora aquí, escuchándolos.
– ¿Pero por qué diablos? No comprendo…
Peters le cogió del brazo y él se interrumpió. A lo lejos se oía el chirrido de un tren.
– Dirección Balard -murmuró Peters de pronto-. Venga, vamos. No se aparte de mi lado y no vaya demasiado de prisa.
Se metieron en el túnel de la derecha. El ruido del tren aumentaba a cada instante. El túnel describía una curva. Frente a ellos había unas puertas verdes automáticas.
– Vite! [55] -gritó Peters.
En ese momento, el tren se encontraba ya dentro de la estación. La puerta automática comenzó a deslizarse lentamente hacia el centro de la entrada a la plataforma. Cuando Latimer la alcanzó, pudo pasar con cierta holgura; por encima de su cabeza, resonó el silbido de los frenos neumáticos y también pudo oír el ruido de unos pies presurosos.
Latimer miró a su alrededor; a pesar de que la barriga de mister Peters había sufrido cierta compresión, el gordo había logrado deslizarse por entre las hojas de la puerta y se encontraba ya en la plataforma. Pero el hombre de la gabardina gris, a pesar de su rápida carrera en los últimos metros, no la alcanzó a tiempo. Allí estaba, al otro lado de los cristales, roja de ira su cara, sacudiendo sus puños amenazadores.
Subieron al tren casi sin resuello.
– ¡Excelente! -suspiró Peters, feliz-. ¿Ha visto, mister Latimer?
– Muy ingenioso.
El ruido del tren hacía imposible la conversación.
Peters tocó el brazo de su acompañante. Habían llegado a Chatelet. Bajaron y cogieron la correspondance [56] Porte d'Orléans, dirección St. Placide. Al llegar, mientras bajaban andando por la rue de Rennes, Peters canturreaba suavemente. Pasaron ante la puerta de un café.
Peters dejó de canturrear.
– ¿Quiere tomar un café, mister Latimer?
– No, gracias. ¿Qué hay de esa carta para Dimitrios?
Peters dio unos golpecitos sobre su bolsillo.
– Ya está escrita. La hora, las once en punto. En avenue de la Reine, esquina boulevard Jean Jaurès: allí se hará la entrega. ¿Querrá ir usted también o se marchará de París mañana?-Antes de que Latimer tuviera tiempo para responder, Peters prosiguió-: Lamento profundamente tener que decirle adiós, mister Latimer. Me ha encantado conocerle; en general, nuestra alianza ha sido muy agradable. Y también me ha dado buenos frutos. Sí -suspiró el chantajista-, me siento algo culpable, mister Latimer. Ha sido tan paciente y tan servicial conmigo que eso de marcharse sin ninguna compensación… ¿No aceptaría mil francos?-preguntó con un tono en el que vibraba la ansiedad-. Podría cubrir parte de sus gastos con ese dinero.
– No, gracias.
– No, desde luego que no. Pero, al menos, aceptará un vaso de vino, mister Latimer. ¡Sí, eso es! Vamos a celebrarlo. Venga, mister Latimer. Hay que saber disfrutar los pequeños placeres de la vida. Mañana por la noche recibiremos el dinero juntos. Usted tendrá la satisfacción de ver unas gotas de sangre de ese cerdo de Dimitrios. Y después lo celebraremos con un vaso de vino. ¿Qué le parece a usted?
Se habían detenido en la esquina de la manzana que contenía la impasse. Latimer miró con fijeza los ojos acuosos de mister Latimer.
– Me atrevería a asegurar -comenzó a decir subrayando cada una de sus palabras con especial énfasis- que usted se ha dicho que existe la posibilidad de que Dimitrios se decida a desafiar sus amenazas y que lo más sensato sería tenerme aquí, en París, hasta que el dinero esté en su bolsillo.
Los párpados se deslizaron lentamente sobre los ojos de Peters.
– Mister Latimer, no creo que… -empezó a decir el gordo, con amargura en la voz-. Jamás hubiera creído que usted fuera capaz de pensar semejante cosa de mí…
– Bueno, me quedaré en París -le interrumpió Latimer, irritado: había malgastado tantos días que uno más poco importaba-. Mañana iré con usted. Pero quiero ponerle ciertas condiciones: en vez de vino, champaña, y francés, no de Meknes; y tendrá que ser de las cosechas de los años mil novecientos diecinueve, veinte o veintiuno. Una botella -añadió vengativamente- le costará no menos de cien francos.
Peters abrió los ojos: encaraba la adversidad con valentía.
– Tendrá su champaña, mister Latimer.
15. La extraña ciudad
Peters y Latimer ocuparon sus posiciones en la esquina de avenue de la Reine y del boulevard Jean Jaurès a las diez y media de la noche. A esa misma hora, el coche alquilado debía recoger al mensajero de Dimitrios, junto al cementerio de Neuilly.
La noche era fría y poco después de la llegada de ambos hombres al lugar de la cita comenzó a llover. Se refugiaron en el amplio portal de un edificio que se alzaba sobre la avenue, a pocos metros de la esquina, en dirección al Pont St. Cloud.
– ¿Cuánto tiempo tardarán?-preguntó Latimer.
– Le he dicho que les espero hacia las once. Tienen media hora para recorrer el trayecto desde Neuilly. Podrían llegar en menos tiempo, pero les he pedido que se aseguren muy bien de que nadie les sigue y que, si sospechan algo al respecto, regresen de inmediato a Neuilly. No correrán ningún riesgo. El coche es un Renault, de dos puertas. Tendremos que tener paciencia.
Aguardaron en silencio. Cada vez que un coche se acercaba, proveniente de la parte del río, Peters se asomaba desde el portal para comprobar si se trataba del Renault alquilado.
El agua de lluvia que bajaba por la pendiente de la calle, entre los desniveles de las piedras de la calzada, formaba charcos junto a los pies de ambos hombres.
De pronto, Peters emitió un gruñido:
– Attention! [57].
– ¿Ya vienen?
– Sí.
Por encima del hombro de Peters, Latimer observaba la calle. Desde la izquierda se acercaba a ellos un Renault. A medida que se aproximaban al lugar, el coche disminuía su velocidad, como si el conductor desconociera el camino a seguir. El automóvil pasó junto a ellos; en los haces de luz de sus faros brillaron las gotas de la lluvia; el coche se detuvo a unos pocos metros de distancia. En medio de la oscuridad podía verse el contorno de la cabeza y los hombros del conductor; los cristales posteriores estaban velados por sendas cortinillas. Peters metió su mano en el bolsillo de la gabardina.